Infierno verde. Federico Aliende
en esta noche hastiada de estrellas.
28 de diciembre de 1541
Llevamos tres días sin encontrar poblado alguno donde abastecernos para continuar con nuestra marcha. El Gran Páramo se extiende de forma inacabable, manifestándose en costas yermas, interrumpidas solamente por la presencia de árboles moribundos y solitarios. Lo desolador del paisaje penetra en las almas de los soldados en forma de desazón y tristeza.
Entre todos hemos decidido continuar; aferrados de la esperanza de dar con las juntas de los ríos, lo que significará el fin del hambre y la alegría de todos.
29 de diciembre de 1541
Se me torna imposible dormir durante las pocas horas que tenemos de descanso. Al intentarlo, imágenes como salidas del mismísimo averno se me presentan tan vívidas que perduran cuando mis ojos ya se encuentran contemplando la oscuridad de las noches.
Ya sea por la falta de alimento o por el extremo calor y cansancio, esas viles figuras logran sortear el mundo de los sueños, materializándose como garras en las ramas de los árboles ribereños o en gritos desesperados de súplica en los aullidos de los animales.
Allá, el tronco de ese árbol se ha transformado en el cuerpo de un demonio, y su rostro ominoso me observa y se burla de mí mientras escribo estas líneas.
30 de diciembre de 1541
Desde la ribera no divisamos rancho alguno en el terreno yermo e infinito. Nuestra situación es desesperante, no hay nada que nos permita aplacar el hambre.
Orellana estuvo de acuerdo en que yo diese una misa, y encomendé a Nuestro Señor nuestras personas y vidas y le supliqué, como indignos, que nos sacase de tan manifiesto trabajo y perdición.
Todos lo supimos en nuestro interior; es imposible volver navegando río arriba debido a la gran corriente y pensar siquiera retornar por tierra no es más que una condena a una muerte segura. Nos encontramos en peligro de muerte por el hambre que padecemos.
—La muerte atrás y la incógnita por delante —nos dijo el capitán en una clara elección implícita entre los dos males. Decidimos, entonces, avanzar y seguir el río y ver lo que en él hay; confiando en Dios conservar nuestras vidas hasta encontrar la salvación.
31 de diciembre de 1541
Fue tanta el hambre que pasamos, que nos comimos los cueros, cintas y suelas de nuestros zapatos, los cuales cocimos mezclados con algunas yerbas. Estamos tan flacos que no podemos sostenernos de pie. Gateando o ayudados por bastones, algunos de mis compañeros se adentraron en las montañas en búsqueda de raíces que comer.
Otros, en cambio, se arriesgaron y comieron yerbas desconocidas, y por ser estas venenosas, perdieron la cabeza y estuvieron al borde de la muerte envueltos en delirios y vómitos.
Algunos se desmayaron de la tremenda fatiga y el capitán los animó y les dijo que se esforzasen y que tuviesen confianza en Dios; Único Señor que nos había echado a este río y único que nos llevaría también a buen puerto. No tengo dudas de que ha sido el Misericordioso quien quiso que todos siguiésemos de viaje e hizo que ninguno muriera a causa de las alucinaciones padecidas.
1 de enero de 1542
Por la noche, los compañeros que iban en las canoas creyeron escuchar el ruido de tambores de indios en lo profundo de la selva.
Estaban aquellos que lo negaban, pero su mero rumor alegró en principio al grupo e hizo que navegásemos con mucha más diligencia. Entrada la madrugada y envueltos en la humedad y la absoluta oscuridad, los descreídos también nos convencimos de lejanas melodías sonando en alguna parte.
Fuimos cautivos de esa sonora alucinación y nuestros oídos calamitosos así fueron engañados de tal manera que al rato de escucharla, nos embriagó a todos, enfermos y sanos sin distinción, una profunda somnolencia que nos impidió continuar remando. Los sonidos lejanos que creímos tambores transmutaron a infantiles lamentos, aunque fusionados y alternados con aullidos de bestias.
El miedo prosiguió al paralizante sopor y fue tan inexplicable e intenso que nos abandonamos al destino; llegando incluso algunos a golpearse las cabezas contra las maderas de la nave para así librarse de las temibles melodías.
Sólo el sustento del capitán nos permitió seguir adelante, quien pese a también encontrarse confundido, disparó varias veces al aire logrando así liberarnos del terrorífico trance.
Cuando por fin pudimos descansar y el silencio reinó en el San Pedro escuché los balbuceos proferidos al dormir por mi hermano Gonzalo. “El Aquerón, el mismísimo Aquerón”, repitió durante largo rato y yo, aún intranquilo por lo anteriormente vivido, concluí que, tal vez, estaba en lo cierto.
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