Infierno verde. Federico Aliende
Dios, Creador de todas las criaturas, ¿extendiste, acaso, demasiado profundo tu aliento aquí?, ¿fue acaso tu hálito divino el que hace esconder el rastro de tu misericordia en estas tierras ignotas?
Hay mañanas en que los nervios y la desconfianza le ganan al campamento real. Son esos días donde mi servicio a Cristo me da las fuerzas necesarias para celebrar una misa frente a estos cristianos temerosos y débiles.
El teniente Orellana se muestra más activo que nunca; personalmente se interna por días en lo desconocido a buscar provisiones, regresando con frutos, raíces y animales pequeños.
Por su parte, la pesca se ha vuelto fructífera después de tantos intentos frustrados; y desde hace cinco días que nos alimentamos de los pescados conseguidos en las orillas de este río.
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El teniente ordenó rodear el campamento de fogatas. Ayer uno de los compañeros fue atacado por una fiera y arrastrado a algún lugar, sólo conocido por Dios.
He soñado con una laguna, colmada de vapor y burbujas que, al explotar, expedían un líquido venenoso y denso. Al norte de este espejo de agua caían y reposaban unas ramas lánguidas con hojas marrones y negras que parecían moverse ante cada estímulo del ambiente. Mi visión atravesaba toda la laguna y se detenía en el punto exacto donde la caída de aquellas ramas en el agua impura camuflaba la entrada a una cueva. El hedor era imposible de resistir, y en mis sueños sentí deseos de vomitar y huir, mas no pude hacerlo; una maldad palpable y densa me impedía retroceder y desviar la mirada; como si cientos de manos pertenecientes a seres del averno me obligasen a adentrarme a lo indómito y asqueroso. Mi visión, porque aclaro que nunca pude ver mi cuerpo en este espanto, comenzó a avanzar aún más, y descubrí esa gruta, viscosa y húmeda y de un frío extremo. Sentí las hojas negras hiriendo mi cuerpo inexistente y, cuando creí que la pesadilla había llegado a su súmmum, la sombra de una bestia sentada sobre un trono de piedra apareció ante mí. Descubrió sus ojos carmesí, aunque la negrura del ambiente escondía su vil rostro. Ha llegado al infierno verde, Xalinde; pronunció abalanzándose hasta mí.
Cuando logré escapar de aquella pesadilla y atendí al entorno donde me encontraba, una pesadez inundó mi cuerpo y también mi alma. ¿Por qué aquel vil demonio me había llamado Xalinde? ¿Qué significaba para mi misión esas imágenes salidas del mismísimo infierno?
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La espera se acrecienta y se convierte en desesperanza en las noches hastiadas de sonidos animales. Los rugidos de las fieras se escuchan, a veces distantes, y a veces tan cercanos que hasta creemos que nos aguardan impacientes detrás de las columnas de fuego que nos cercan y protegen.
Uno de los hombres ha sido mordido por la vil criatura que repta y murmura al avanzar. Nuestro compañero no ha sobrevivido siquiera seis horas a su veneno ponzoñoso.
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¿Sienten mis compañeros, al igual que mi persona, la conspiración de la selva, camuflada en la vegetación batida por el viento y la lluvia? ¿Se percatará alguno de ellos de la emboscada que prepara para lanzarse sobre todos?
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Seguir aquí, ocioso e impaciente, no ayudará a mi misión. He acompañado a mis compañeros en búsqueda de provisiones, justificando mi insistencia ante ellos, en la protección de Cristo con mi presencia. Me gano su confianza de a poco; sin blandir espada ni arcabuz alguno, sólo con la Cruz como única arma de defensa y ataque.
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No se encuentra en el caos, la armonía; como no se encuentra en el desierto la vida de una flor o después de una barrera de demonios una columna de santos. ¿O, acaso estoy equivocado? ¿No existirán acaso celestiales planes capaces de enmascarar lo divino con barreras paganas y caóticas?
El San Pedro
En el día 8 de abril de 1541, pasadas las primeras horas del mediodía, llegó un mensajero de la avanzada. Pizarro y su grupo se encontraban a tan sólo cuatro leguas de nuestro campamento después de más de dos meses sin noticias suyas.
La noticia de su regreso tranquilizó al campamento y llegó en el momento en que la semilla del abandono comenzaba a brotar en la mente de los hombres. Ni los elogios constantes de Orellana hacia el jefe de la expedición, ni mis oraciones y misas habrían mantenido un día más el halo de esperanza y fe que aún pendía en el alma de los soldados.
Caminamos hacia donde se encontraban nuestros compañeros y a poco de alcanzarlos, divisamos sobre el horizonte una ingente columna de humo elevándose al cielo.
Llegamos hasta el campamento ubicado en la cima de un monte a ciento treinta leguas de la villa de Quito viciado por completo de un espesa nube que impedía respirar. Comprendí, en ese instante, por qué los soldados de la avanzada llamaban a este lugar “La Quema”.
Una hoguera inmensa ubicada en medio de los provisiones era avivada por soldados fatigados de la travesía pasada, vestidos tan solo con harapos.
La expedición había sido un fracaso, apenas si habían hallado algunos árboles de canela desperdigados en todo el recorrido; ardua tarea que provocó la muerte de muchos compañeros y también de indios, habiendo algunos de estos últimos aprovechado la ocasión para escaparse con rumbo incierto.
Pizarro se encontraba frustrado y furioso y se paseaba de un lado a otro ante la mirada atónita de los indios. Los prisioneros se encontraban sentados y encimados por los grilletes que tenían en sus pies, impidiéndoles cualquier distancia digna entre ellos.
El Jefe tomó su espada y con asombrosa destreza y rapidez le cortó la garganta a tres de esos infames ubicados en primera línea. Los otros apenas se espantaron y la esperanza, si es que alguna vez la conocieron, se había esfumado por completo de sus ojos. Aún los tres se desangraban, envueltos en movimientos desesperados cuando Pizarro comenzó a caminar por entre los restantes, jalándole el pelo a algunos y dándole varazos en su rostro a otros. Se detuvo cuando llegó hasta el medio de la imperfecta ronda de cuerpos maltrechos y tocó el hombro de un indio joven a quien le ordenó incorporarse. Toscamente, el pobre infeliz se levantó y apenas lo hizo, cortó sus pies y grilletes por igual, consiguiendo así que la treintena de indios se dividiera en dos grupos.
—Salvajes mentirosos. No han hecho más que mentirnos —gritó—. Que los perros y el fuego se encarguen de acallar esta infamia —ordenó.
Algunos soldados fueron corriendo y volvieron con más de diez perros que ladraban y tiraban mordiscos al aire. Los que alimentaban la hoguera, por su parte, detuvieron momentáneamente su accionar y llegaron también hasta donde se encontraban los prisioneros. Vi en esos españoles la mueca sádica del diablo.
Acercaron los perros hasta algunos prisioneros que, aterrados y suplicantes, se amontonaron los unos con los otros para evitar las mordidas que les lanzaban.
Me incorporé y me paralicé del espanto. Uno de los indios levantó su cabeza y me miró resignado. En ese instante, sentí un profuso dolor y oí una vez dentro de mi cabeza que me susurraba, una y otra vez, una palabra inentendible. Abrumado, tomé mi frente intentando mitigar el dolor, percatándome que Orellana me observaba serio desde la distancia.
El otro grupo de soldados golpeó y arrastró a otros indios y luego de tajearlos con sus espadas, los arrojaron vivos a la hoguera. Los que aún permanecían sentados fueron obligados a mirar tamaña matanza, vigilados de que ninguno cerrara sus ojos hasta tanto el castigo estuviese finalizado por completo.
La nube de humo pareció volverse aún más densa. A la ya ignominiosa escena del ruido de la carne quemándose y los huesos desprendiéndose, Pizarro decidió agregarle la decapitación de seis indios que habían osado bajar la vista ante tamaño espanto.
Entrada la tarde, Pizarro y Orellana despacharon al maestre del campo, Antonio de Rivera con cincuenta soldados para que explorase y pudiese informar de la tierra próxima, como si las atrocidades cometidas nunca hubiesen sucedido.
Dos