La música de acá. Alfredo Sánchez Gutiérrez
hay algunas historias de frustración y varios se han replegado por temporadas más o menos largas del ejercicio profesional, todos han abrazado a la música con pasión y agradecimiento. Y todos quienes aparecen en estas páginas son, sin lugar a dudas, parte de esta historia cultural que aún se tendrá que investigar mucho más. Son parte, pues, de la música de acá.
Se pueden ver fragmentos de los videos de las entrevistas en:
1 Durante el proceso de edición de este libro se conoció la triste noticia de la muerte de la maestra Montijo (5 de mayo) en Hermosillo, Sonora. Se le rindió un homenaje póstumo en el paraninfo Enrique Díaz de León de la Universidad de Guadalajara, en su calidad de Maestra Emérita.
2 Y como un dato significativo del crecimiento, en noviembre de 2017 se dio a conocer oficialmente que había nacido “el tapatío 5 millones”, es decir, en menos de cincuenta años la población se quintuplicó.
Carmen Peredo
Vocación por la música3
En ese tiempo las niñas estudiaban piano, era una cosa de clase...
El círculo de amigos del matrimonio Flores-Peredo incluía nombres que son parte de la historia cultural de Guadalajara desde la mitad del siglo xx: el compositor Hermilio Hernández, el cellista Arturo Xavier González, el escritor y diplomático Hugo Gutiérrez Vega, el pintor Gustavo Aranguren, el sacerdote Ignacio Gómez Robledo, el director de teatro Rafael Sandoval, la pianista Leonor Montijo, el cronista Guillermo García Oropeza, el dramaturgo Ignacio Arriola Haro, por citar a los más notables. Con algunos de ellos convivían en la Escuela de Música de la Universidad y con otros en la tertulia semanal que organizaba Nacho Arriola en su casa de la calle Colonias casi esquina con Lerdo de Tejada. Ahí se reunían a veces solamente para platicar, en ocasiones para leer textos, otras hasta para presenciar alguna escenificación en el pequeño foro que había montado Nacho en la casa. Además de algunos ya mencionados, a la tertulia solían acudir personajes como don Salvador Echavarría –quien a decir de Emmanuel Carballo en su libro de memorias Ya nada es igual, fue uno de los intelectuales tapatíos más representativos de los años cincuenta y sesenta–, los notarios públicos Sergio López y Víctor González Luna, que muchos años después alcanzó notoriedad mediática por haber sido novio de Elizabeth Taylor. A veces llegaban invitados de la Ciudad de México e incluso del extranjero: gente de teatro como Héctor Azar, Hugo Argüelles o Luis de Tavira; de las letras y la academia como Ramón Xirau, Luis Alonso Schöekel o Antonio Alatorre.
Para ejemplificar el clima relajado que privaba en aquellas reuniones, Carmen Peredo me cuenta con evidente regocijo una anécdota:
Hubo un montaje de una obra de Nacho quien, deliberadamente, sentó al padre Gómez Robledo en primera fila. En la escenificación aparecía una mujer desnuda y el padre, pudoroso, volteaba el crucifijo que traía colgado en el cuello. Todos se divertían con el gesto de don Antonio y se hacían guiños de complicidad: “Ay Nacho, si serás...”
Ignacio Arriola, es justo decirlo, fue un hombre de lengua afilada y humor corrosivo pero también un excelente dramaturgo y promotor cultural dentro de la Universidad de Guadalajara: animó las actividades de la extinta Sala Juárez, dirigió el Departamento de Actividades Estéticas de la Universidad de Guadalajara y fue subdirector de la radio universitaria desde su fundación en 1974 y hasta finales de los ochenta del siglo xx.
Carmen Peredo fue una de las más destacadas promotoras musicales de Guadalajara, sobre todo en la música de cámara. El Exconvento del Carmen, el Cabañas, el Teatro Degollado, la Universidad Panamericana, fueron sitios donde desarrolló su labor durante muchísimo tiempo. También fue pianista y profesora de ese instrumento en la Universidad de Guadalajara durante más de treinta años, en la Escuela de Música que había colaborado a fundar. A sus 88 años de edad, y con algunos problemas de salud ocasionados por sus huesos débiles, pero sin perder ni por un segundo el buen humor y la picardía, me recibió el 18 de mayo de 2016 en la sala de la casa que compartió con su esposo, el poeta y maestro Ernesto Flores Flores, muerto en 2014. La casa está en la avenida La Paz con los muros de su interior repletos de libros, discos y partituras.
Carmen, jovencita, al piano.
“Yo la verdad sí estoy un poco molesta con Ernesto por la cantidad de cosas que compró, ya no sé qué voy a hacer con todo esto”, me dice con una sonrisa señalando los estantes donde se acumulan discos de acetato, discos compactos, libros, partituras y muchas ediciones diversas.
“Yo creo que las partituras se las voy a dar a las muchachas que estudian piano, a ver si les sirven... algunos discos ya se los está llevando Juan Carlos, que dizque los vende... y falta ver qué hacemos con la biblioteca”.4
Ernesto a veces se escabullía de la casa sin decirle a nadie. Ya bastante mayor se trepaba, osado, en su viejo Tsuru y se iba un buen rato en la tarde a alguna tienda de discos. Regresaba cargado de cosas interesantes que había encontrado. Carmen le solía preguntar: “¿Y ya oíste todos los discos que has comprado? No, cómo crees. Para eso sólo que tuviera otra vida... Pero seguía compre y compre y compre”.
Ernesto, además de haber sido poeta, reconocido profesor universitario, creador y director de revistas literarias –Coatl, Esfera, Revista de la Universidad, La Muerte…– y primer director de literatura del Departamento de Bellas Artes de Jalisco, era un amante de la música y gran conocedor de ella. De hecho Carmen y él se conocieron cuando ambos estudiaban piano con la maestra Áurea Corona y formaron parte de un grupo llamado Juventudes Musicales que se dedicaba a organizar conciertos. Pero Ernesto, pianista un tanto desordenado, según Carmen, se decantó por las letras.
Juntos, Carmen y Ernesto planeaban programas de conciertos y, a veces, hasta hacían los propios donde la música y la literatura se unían, como en el recital La Historia de Babar, con texto de Jean de Brunhoff y música de Francis Poulenc, que presentaron muchas veces, ella al piano y él en la narración.
Yo no tuve madre ni padre. Mi madre se murió cuando yo nací, y desde entonces viví con una tía y con mi tío Benjamín que fue actor de teatro itinerante. En ese tiempo todas las niñas estudiaban piano, era una cosa de clase. Mi tía me puso a estudiar piano y me gustó mucho. Pero como carrera estudié administración en la academia Julio Sierra. Cuando me di cuenta de que la música me gustaba muchísimo más, dejé la administración, empecé a dar clases con Áurea y luego en clases particulares.
Eso cuenta doña Carmen, quien reconoce que con Áurea Corona aprendió mucho pero luego percibió un cierto estancamiento. Era la época de la Segunda Guerra Mundial y los pianistas que no tenían trabajo en Europa empezaron a venir a México y a Guadalajara: Alfred Brendel, Bernard Flavigny, György Sándor, de todos ellos aprendió cosas que en Guadalajara no se conocían. También de pianistas mexicanos como Miguel Bernal Jiménez o Fausto García Medeles: “De Fausto aprendimos de música pero también de cocina, sobre todo de postres”, me dice, divertida.
A la maestra Peredo le gustaba conversar, era muy entretenida, con una memoria envidiable, se sabía muchas anécdotas, historias y chismes que contaba con absoluta naturalidad. Era observadora: durante la conversación deslizaba comentarios donde me hacía notar su conocimiento de cosas incluso de mi vida personal. Y no tenía empacho en decir con franqueza lo que pensaba, aunque al final solía matizar: “Bueno, eso es lo que pienso yo, aquí, donde me ves ya retirada, pero puedo estar equivocada...”.
Me contaba, por ejemplo, que a Martha González –quien dirigió el Departamento de Bellas Artes mucho tiempo– le gustaban nomás las óperas convencionales y esas