La música de acá. Alfredo Sánchez Gutiérrez
una pareja: sus montones de alumnos que la siguen visitando, que la vienen a ver a su casa.
Ese piano en el que ha tocado de todo: desde su gran amor por los impresionistas heredado de la sangre francesa de su madre –“¡Imagínate: ella tocaba a Debussy cuando aún estaba vivo Debussy!”–, hasta la música exigentísima de Brahms –“¡es el más difícil para interpretarlo bien!”.
Cuando decidí dar por terminada la entrevista, la maestra nos dijo: “¿Y no se quieren tomar una cervecita?”. Tratamos de negarnos sin mucha convicción, pero finalmente se la aceptamos y seguimos la charla ya más relajados, sin cámara ni micrófono. Jorge se anima a pedirle que toque algo. Ella también rechaza la petición al principio, pero casi de inmediato se sienta en el Steinway: “Tengo los dedos tiesos, estoy medio temblorosa, me puso nerviosa la entrevista”, dice, pero con todo y todo comienza a tocar. “Les voy a tocar una pieza del maestro Lobato, es La Guacamaya Pinta de Domingo Lobato”. Y se arranca con la melodía de aire folclórico que por lo visto le encanta tocar.
Después de eso tratamos de despedirnos, pero nos ataja con cierto aire pícaro: “¿No quieren que les toque un bolero? Me sé todos, el que ustedes me pidan me lo sé”. Y se sienta de nuevo al piano para atacar una versión muy adornada de “Tú, mi delirio”, del cubano César Portillo de la Luz.
Se nota que también le encanta tocar eso a Leonor Montijo.
5 Biólogo de profesión y amante de la música. Fue amigo de Julio Haro, el líder del grupo El Personal, y llegó a cantar coros en el disco No me hallo de ese grupo y en alguna presentación ocasional. Como parte de su profesión de biólogo trabajó en el Museo de Paleontología de Guadalajara y fue profesor en la Escuela de Conservación y Restauración de Occidente (ecro). Javier murió en diciembre de 2017.
6 Más sobre Arturo Xavier González en el capítulo siguiente.
Arturo Xavier González,
Domingo Lobato y Manuel Cerda
Entre lo sagrado y lo profano
Los tres músicos de este texto pertenecen a generaciones distintas, dos de ellos ya murieron. ¿Qué los unió? La respuesta se desprende de esta crónica, pero adelanto que hubo una conexión importante entre los tres: el maestro Lobato dirigió la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara durante muchos años, y en esa escuela Cerda y González fueron maestros. Pero hay más: Manuel tocó durante un periodo largo en la orquesta de baile de Arturo Xavier González y también fue alumno de Domingo Lobato. En todo caso los unió su amor por la música, por la enseñanza, y por la institución educativa donde pasaron tantos años: la Universidad de Guadalajara.
Mediaban los años setenta. Para los de más edad solía haber una orquesta, casi siempre la del maestro Arturo Xavier González, la más popular de todas y acaso la mejor; para los jóvenes algún grupo que tocara las canciones de moda, esas que reproducía la AM: Radio Internacional o Canal 58. Las fiestas –graduaciones, bodas, quinceaños– solían realizarse en salones de hoteles donde solamente podían tocar músicos que pertenecieran al sindicato. La primera vez que contrataron a aquel “conjunto moderno”, como se les decía, apareció ante ellos alguien que se identificó como delegado y les dijo que no podían tocar esa noche pues no eran sindicalizados. Pero había una forma: pagar una “cuota de desplazamiento” que él mismo se encargaba de cobrar otorgando a cambio los recibos correspondientes. Luego, el delegado se subía al escenario y tocaba el sax con la orquesta de los mayores. La orquesta de verdad sonaba bien, en ella participaban algunos de los mejores instrumentistas de la ciudad, los arreglos eran muy pulidos y el repertorio ponía a bailar a todo mundo. No en balde tocaban tanto: en Guadalajara, en el interior de Jalisco y en otros estados de la república a donde viajaban con mucha frecuencia. Don Arturo, el director, a quien también apodaban el Güero, se paraba al frente y decía cuál era la pieza que seguía, daba la entrada y luego dirigía con ademanes suaves y mirando ocasionalmente al público a través de sus gruesos lentes, con una sonrisa. Entre los músicos había uno que tocaba el piano con enjundia y concentración, aunque a veces se reía y hacía bromas con sus compañeros mientras ejecutaba pasajes intrincados. Era Manuel Cerda, un músico con una gran formación académica, como muchos otros de los integrantes de aquella agrupación.
Proveniente de una familia de músicos de La Barca, Jalisco, Manuel Cerda Ortiz nació en 1949. Además de músico, su padre era carpintero;
el abuelo era músico, un tío abuelo fue trompetista fundador de la Sinfónica Nacional en tiempos de Carlos Chávez. Otro tío, también trompetista, tocaba en la Banda de Marina. En la casa se escuchaba música todo el día. A Manuel, su padre le empezó a enseñar desde muy pequeño: a los cinco o seis años lo ponía a cantar escalas y luego lo mandó a un coro infantil. Poco después quiso aprender piano pero lo único que había a la mano era un armonio en la iglesia y ahí comenzó a tocar y a relacionarse con la música religiosa. El siguiente paso era la Escuela de Música Sacra, en Guadalajara, pero aún era muy niño para ingresar, así que primero se metió a la academia del maestro Rosalío Ramírez. Cuando cumplió quince ya lo aceptaron en dicha escuela.
El sueño de Manuel era convertirse en maestro de capilla, como lo habían sido grandes músicos en distintos lugares del mundo, pero después del Concilio Vaticano II se determinó que solamente las principales catedrales los tuvieran. Además, con esos cambios se dejaron de cantar las grandes misas en la mayoría de las iglesias, lo cual decepcionó un poco a Manuel, quien se consoló con estudiar la Licenciatura en Órgano.
En eso estaba cuando la vida lo llevó provisionalmente por otro camino: un amigo lo convenció de ir a Puerto Vallarta a aventurarse con otros tipos de música, y lo hizo. Conoció músicos, tocó en bares y hoteles, escribió arreglos para grupos y, en general, se involucró con algo que le había sido ajeno: la música popular. Aquello –que era francamente profano– le gustó, pero había dejado a medias su carrera de composición, así que en algún momento decidió regresar a lo sagrado, a su escuela, y se inscribió con Domingo Lobato, un hombre estricto, duro, pero extraordinario maestro con quien aprendió contrapunto, fuga, y abrió sus oídos a otras maneras de concebir la música. Si a Lobato no le gustaba un trabajo, decía sin remordimientos: “Eso no sirve, vete, no me hagas perder mi tiempo ni pierdas el tuyo”.
Lobato fue, a decir de Manuel Cerda, el pilar de la composición en Jalisco. Él llegó a Guadalajara muy joven, como de veinticinco años, y formó a otros maestros como Hermilio Hernández, Víctor Manuel Amaral, Javier Hernández, Ramón Orendáin, José Luis González. “Como maestro le debemos todo”, dice Cerda con convicción. Pero ¿quién era Domingo Lobato?
“Yo había terminado mi magisterio, tanto en composición como en canto gregoriano en Morelia, y en el año del 46 vine a Guadalajara”, me contaba Domingo Lobato en una entrevista de 2011, menos de dos años antes de su muerte. Lobato había estudiado en Morelia con maestros como Ignacio Mier, Miguel Bernal Jiménez y el sacerdote José María Villaseñor. Luego llegó a la capital de Jalisco y se hizo cargo de la cátedra de composición en la Escuela Superior Diocesana de Música Sagrada (la Sacra, como se le conoce). En 1952 se abrió la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara en donde desde entonces, y hasta su jubilación, trabajó impartiendo las clases de armonía, composición y análisis musical. Incluso fue director de la escuela durante dieciocho años:
En la primera etapa de lo que fue la escuela de música me tocó elaborar los planes de estudio y los programas de trabajo, asesorado por las relaciones que tenía yo en México con Blas Galindo, con el maestro Rodolfo Halffter, inclusive con Silvestre Revueltas –a quien conocí–, el maestro Ponce –que también conocí–, es decir los maestros de México más destacados. También el maestro Carlos Chávez que varias veces vino a Guadalajara y visitó la Escuela de Música de la Universidad, el maestro Julián Carrillo, que en el periodo de la gubernatura de Agustín Yáñez