La música de acá. Alfredo Sánchez Gutiérrez
poner nada nuevo. Ni se arriesgaba ni le gustaba”.
Me compartió el episodio cuando la misma Martha corrió de la dirección de la Sinfónica de Guadalajara a Francisco Orozco: “Estaba dirigiendo un ensayo cuando la jefa de Bellas Artes interrumpió y le dijo: desde hoy el director es José Guadalupe Flores y no usted”.
También me contaba con enojo su experiencia con Sofía González Luna, secretaria de Cultura durante la gubernatura del panista Francisco Ramírez Acuña:
La Tía Chofi, como le decían, me echó a perder uno de los mejores conciertos, uno con música de Carlos Chávez –la Tocatta para Percusiones y la Sonatina– que hice con mucha ilusión. No nos dejó hacerlo en la Capilla Tolsá porque montó ahí un mercado de chocolate y tortillas y nos mandó al cine, que estaba lleno de ratas, mugroso. Me quedé frustradísima porque era mi gran concierto.
También me platicaba de la época de Radio Universidad cuando la subdirigía Nacho Arriola y colaboraban Ernesto, Gutiérrez Vega, García Oropeza y otros más. “Era una buena estación... pero llegó Carlitos”, me dice con un gesto de desdén. Se refiere a Carlos Ramírez Powell, quien fue nombrado director en 1989 y cambió radicalmente el perfil de la emisora dando entrada a gente joven, como él mismo. “Antes ponían puro clásico, pero llegó Carlitos y dijo: ¡a la chingada todos! Ernesto hacía su programa y ponía cosas de Von Karajan… y Carlitos le decía: ¡todo eso afuera, porque son nazis! Y Ernesto le replicaba: no seas pendejo, Carlitos, esos van a permanecer toda la vida. Pero no hubo modo de convencerlo”.
Y también expresaba su escepticismo acerca de las autoridades actuales en cultura. Le parecía todo desfasado: “La secretaria Myriam Vachez no está muy enterada y noto un bajo nivel en lo que se hace”. Y se alarmaba del número de empleados que laboraban ahí: “En mis tiempos yo nomás tenía una secretaria. Como decía una amiga: si quieres hacer una cosa bien, con una gente; si quieres que no se haga, con mucha gente”.
Carmen Peredo trabajó en aquel primer Departamento de Bellas Artes fundado a principios de los setenta por Juan Francisco González. Su esposo Ernesto estaba al frente de Literatura y ella fue convocada como responsable de Música. Desde ahí empezó a organizar recitales de música de cámara en el Exconvento del Carmen. Gracias a sus contactos podía convocar a músicos de alto nivel que accedían a tocar ahí: Carlos Prieto, Manuel Enríquez y muchos otros. Se animaba a programar obras ambiciosas del siglo xx, de Bela Bartok, de Stravinsky; estrenó obras de mexicanos como Blas Galindo, Domingo Lobato, Manuel Enríquez, Hermilio Hernández, Victor Manuel Medeles y le dio mucha vida a ese espacio que durante años fue un referente semanal en la música de cámara. También se empeñó en que se comprara un buen piano para el sitio, un Petrof al que se le sacó mucho jugo.
Durante su labor en Bellas Artes hizo muy buena amistad con músicos destacados que venían a la ciudad: María Teresa Rodríguez, Flavigny, George Demus, Paul Badura-Skoda, Luz María Puente, Pepe Kahn, Carlos Prieto. Del pianista Jorge Federico Osorio me dice que se negó a tocar en el Exconvento “porque le pareció poca cosa... ni modo”.
Luego trabajó en el Cabañas. María Fernanda Matos, destacada investigadora y especialista en museos y en artes plásticas, dirigía aquel recinto y desde entonces fueron amigas muy cercanas “a pesar de que Fernanda es mucho más joven que yo”, aclaraba Carmen y recalcaba: “Es una gran y muy leal amiga”. Con ella organizó un ciclo musical del que conservaba muy buenos recuerdos: desde música medieval hasta barroca y moderna. La misma Matos poco después le dejó su lugar al frente del Centro de Educación Artística (Cedart), la escuela que fue pionera en la enseñanza de las artes y que dirigió durante tres o cuatro años. “Era cuando estaba por Bosque”, me decía Carmen aludiendo a la vieja nomenclatura de las calles tapatías. “Tenía una alberca pero Nacho, el de la tienda, metía a sus animales a nadar. Yo le reclamaba y él me decía: ¿y en qué le estorban? Metía hasta caballos ahí, yo le decía: ¡es que es una escuela de arte! Y no me hacía caso. Y ni modo, era el vecino”.
Guadalajara era una ciudad muy distinta cuando Carmen y Ernesto eran jóvenes y luego cuando fueron funcionarios de Cultura. Una ciudad muy conservadora y demasiado quisquillosa. A un músico de la orquesta lo separaron de su cargo porque osó casarse con una mujer divorciada, me contaba Carmen a modo de ejemplo. También me relataba lo que decía Hugo Gutiérrez Vega, aquello de que los jalisquillos son tan exigentes que cuando llegan al cielo les dicen: “Pase primero para ver si le gusta...”.
Carmen (con bolsa) y Ernesto Flores (abajo a la derecha) con alumnos.
Pero Ernesto Flores no nació aquí, fue originario de Santiago Ixcuintla, Nayarit, aunque llegó joven a Guadalajara para estudiar el bachillerato a mediados de los cuarenta. Luego estudió odontología aunque nunca ejerció de dentista. Se casó con Carmen Peredo con quien procreó cinco hijos, todos con algún vínculo artístico: Laura, historiadora y maestra con gusto por el arte; Mariana, que también ejerce la música pues es violoncelista y ha tocado con orquestas importantes del país; Eduardo, arquitecto pero que también es un fino compositor y que durante una buena temporada se dedicó a tocar sus canciones; el menor, Juan Carlos, se dedica a la promoción musical; Gabriela es pianista y maestra como su madre: estudió con Rosario Manzano, Luz María Puente, Leonor Montijo, luego en Estados Unidos con Rea Sadowsky y fue la pianista titular de la Orquesta Sinfónica durante doce años, además de haber tocado bajo la batuta de Manuel de Elías, Kurt Redel, Fernando Lozano, Luis Herrera de la Fuente. Gaby es además vecina, pues vive en la casa contigua a la de Carmen.
Carmen y Alfredo Sánchez durante la entrevista en 2016.
“Me casé con Ernesto y creo que hicimos una muy buena pareja. Nos gustaban las mismas cosas, a él le gustaba mucho la música, me impulsó a ir a México a estudiar”, recordaba la maestra Peredo. Pero a diferencia de varios de sus amigos y contemporáneos –Gutiérrez Vega y Emmanuel Carballo, por citar dos casos–, Ernesto decidió quedarse en Guadalajara y ejercer desde aquí la escritura y el magisterio. Trabajó en la Casa de la Cultura, animó publicaciones de escritores importantes y escribió e investigó mucho sobre dos poetas de los que se convirtió en el mayor conocedor: Francisco González León y Alfredo R. Placencia. Impartió clases de literatura a preparatorianos de la Escuela Vocacional, muchos de ellos lo siguen recordando con afecto.
Ernesto fue feliz dando sus clases en la Vocacional. Luego lo pasaron a Filosofía y Letras y dijo: no aquí puro pendejo, yo quiero irme a la Vocacional con los muchachos. Estuvo muy poco en Letras [...]
Cuando Ernesto murió recibí muchas muestras de cariño de parte de los muchachos, que ya no eran tan muchachos: grandes, canosos, viejones. Fuimos muy felices en la Universidad, los dos en lo que nos gustaba...
En Bellas Artes Ernesto también trajo a notables personalidades a Guadalajara: Carlos Pellicer, Rosario Castellanos, Carlos Monsiváis, quienes impartieron conferencias. Una vez invitó al poeta Efraín Huerta quien, a decir de la maestra Peredo, llegó muy pasado de copas. ¿De qué vas a hablar?, le preguntó Ernesto; de Octavio Paz, respondió Huerta. Y durante la conferencia dijo cosas horribles de Paz. “Yo pensaba”, recordaba Carmen, “¿a qué hora se va a callar este hombre que está destapando cosas tan feas?... Pero eso sí: terminó diciendo que lo que tenía muy bonito Octavio Paz eran sus manitas”.
Luego me contó que en los ciclos de cine que animaba Nacho Arriola en la Sala Juárez las proyecciones estaban a cargo de cácaros excepcionales, entre ellos varios jóvenes que luego llegarían a ser rectores de la Universidad: Raúl Padilla López, su hermano José Trinidad y Tonatiuh Bravo Padilla. Nacho siguió siendo muy amigo de Raúl y de Trino a pesar de que Raúl le quitó la subdirección de Radio Universidad, me confiesa Carmen. Era un hombre muy institucional. A veces Ernesto Flores recordaba sus tiempos con aquellos cácaros cinematográficos y decía de broma: “¡Ay, mejor hubiera cacareado yo también, me habría ido mejor en la vida!”.
Doña Carmen reconocía no entender ciertas