Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
fortuna hizo entre los que utilizó Eugenio d’Ors[10], le dotaba de una presencia pública indudable: sus escritos se leían y se comentaban en los distintos círculos culturales. Este prestigio hizo que el presidente Prat de la Riba[11] le propusiera para varios cargos técnico-políticos en la Diputación de Barcelona primero y en la Mancomunidad de Cataluña después, como director del Institut d’Estudis Catalans (1911), director de Educación Superior del Consejo de Pedagogía (1914) y, finalmente, director de Instrucción Pública (1917).
Por su parte, de María Pérez Peix se puede decir que era una artista en el sentido más pleno: había estudiado música y danza y aprendió guitarra —entre otros, con Andrés Segovia—, fue una excelente amazona, practicaba el patinaje sobre hielo y algo tan infrecuente en una mujer como la cesta punta. También cultivó la fotografía. A ella se deben, entre otras muchas, magníficas placas de su padre, de su marido y varios autorretratos del matrimonio en su residencia de recién casados en París. Se adentró en el mundo de la escultura bajo el seudónimo de «Telur», después de haber trabajado en los talleres de Josep Clará y haber conocido al maestro Auguste Rodin[12]. De su producción escultórica conviene destacar las cabezas que realizó de cada uno de sus hijos. A los mayores los modeló casi a la vez, pero en el caso de Álvaro se tomó un tiempo extra: se había quedado cinco años descolgado y convenía retrasar su retrato hasta que tuviera la misma edad que representaban sus hermanos. Como excusa, cuando Álvaro le preguntaba por qué no le hacía su cabeza, María le decía que «todavía era feo». La escultura de su hijo menor la realizaría alrededor de 1930.
Dada la fuerte influencia cubana y castellana que afectaba respectivamente a cada una de las familias, tanto en la casa de los Ors-Rovira como en la de los Pérez-Peix se utilizaba el castellano como lengua habitual, lo que se trasmitió de manera natural al nuevo hogar de Eugenio y María, que, aunque cultos catalano-parlantes y escribientes, normalmente no recurrían a esta lengua entre ellos ni con sus hijos. Como consecuencia de las largas estancias de Eugenio y María en París, el francés se convirtió en la segunda lengua familiar.
De los primeros años de Álvaro apenas si hay más constancia documental que una colección de fotografías en las que se le puede ver en brazos de su abuela o con otros familiares. Los retratos, en buena medida hechos por su madre, nos muestran a un niño grande para su edad, espigado, rubio, de frente despejada, con los ojos claros y una mirada despierta que denota gran inteligencia. En una de estas fotografías aparece junto a sus hermanos Víctor y Juan Pablo irguiéndose y «sacando pecho», lo que da idea de su personalidad de hermano pequeño que quiere estar a la altura de los mayores.
En estos años iniciales se produjo un suceso que pudo haberle costado la vida y que se resolvió con bien gracias a la sangre fría de su madre. Cuando no pasaba de los cuatro años, el pequeño Álvaro tuvo la ocurrencia de sentarse en el alféizar de una ventana de su casa, para contemplar la calle desde esta posición, con los pies hacia el vacío (ya hemos dicho que la familia vivía en un sexto piso). Cuando lo vio su madre se acercó a él como si no ocurriera nada, sin dramatismo ninguno en su semblante ni en el tono de su voz, hablándole de cualquier trivialidad. Fue aproximándose así hacia él, hasta que lo tuvo bien sujeto. En ese momento tiró del niño hacia el interior y, una vez a salvo, ya sí, vinieron los reproches en el tono conveniente. Sobre este hecho sacaría Álvaro d’Ors muchas consecuencias acerca de la conveniencia de no perder la calma en circunstancias críticas.
EL NIÑO DE LAS JUDÍAS
Las noticias más exactas —y muy escuetas— de estos primeros años de infancia se deben a la propia pluma de Álvaro d’Ors. En diciembre de 1964 esbozó en sus Cuadernos Personales una serie de recuerdos de su niñez que, de alguna manera, habían influido fuertemente en la formación de su personalidad y, por tanto, en su vida. Junto al relato sucinto del recuerdo, nuestro biografiado añade el símbolo > para apuntar las consecuencias que esos hechos iban a tener en su trayectoria. El primero de los episodios que refiere lleva por título el de Niño de las judías:
Un niño que iba por la calle de Petritxol con una cazuelita de alubias. Yo iba con mi madre. Las aceras estaban llenas y había que subir y bajar al arroyo con frecuencia. Era ya anochecido. En aquella calle y tiempo había pobres vergonzantes, que me impresionaban mucho. Vi cómo una persona mayor, en el trajín de la calle, tropezó con el niño: cazuela por el suelo y alubias perdidas. Lloraba. Le iban a pegar al volver a casa. Durante mucho tiempo, quizá años, yo lloraba antes de dormirme pensando en el niño de las judías, y mi madre venía a consolarme. > ¡Compasión para siempre![13].
La escena fue presenciada cuando, posiblemente, no pasaba de los cuatro o cinco años. Este hecho iba a proporcionarle una idea exacta de lo que es la compasión, que siempre entendería como sentimiento de conmiseración y lástima hacia quienes sufren penalidades o desgracias. Con el tiempo, quizá basándose en esta misma experiencia infantil, Álvaro entendería muy bien y tendría presente de manera muy precisa la diferencia que hay entre compasión y misericordia[14].
Contrariamente a lo que quizá cabría esperar del hijo de unos intelectuales, cuando llegó el momento de iniciar su educación normalizada en un centro escolar, el pequeño Álvaro no solo no mostró ningún interés por escolarizarse, sino que hacía alarde de aborrecer la idea.
Su padre debió de ser especialmente comprensivo con esas nulas ganas suyas de ir al colegio, ya que él mismo había tardado mucho tiempo en hacerlo[15]. Existe la posibilidad, no confirmada, de que esta tolerancia familiar se debiera también al hecho de haber pasado una grave enfermedad, como era en aquellos años la meningitis. Tenemos noticia de este asunto a través de una glosa de Eugenio d’Ors, si bien no se especifica cuál de sus hijos fue el que estuvo a las puertas de la muerte[16].
Como consecuencia de estas circunstancias, los padres de Álvaro no mostraron especial interés en procurarle una enseñanza normalizada: daba tan claras muestras de inteligencia como de detestar el colegio. No le gustaban las aglomeraciones de niños que se peleaban en los patios de recreo por razones que él no entendía o que se le antojaban absurdas, como tampoco parecía tolerar la disciplina necesaria, aunque no fuera especialmente rígida. A su situación personal había que añadir lo que solía decirle, en tono socarrón, su tío Fernando Pérez Peix, en el sentido de que, para triunfar como él en el mundo de los negocios, no era necesario estudiar: «No estudies, no estudies —le decía— que, con el tiempo, los burros serán buscados». Una excusa más para reafirmarse en su postura. Pero esta actitud comprensiva de sus progenitores no significaba que se desentendieran de su formación escolar ni de su educación. Como parecía necesario que se relacionara con otros niños, le insistieron en que debía acudir a algún tipo de centro educativo. Llegados a este punto, el pequeño Álvaro les dijo a sus padres y a los abuelos que aceptaría asistir al Instituto de Danza que acababa de crear Juan Llongueras:
Como no toleraba colegios, me llevaron a la Escuela de Música y Baile de Llongueras. Quizá por el baile rítmico que hice allí, tuve siempre gran sensibilidad para el ritmo, y el ritmo de vida en general. Pero nunca llegué a bailar bien[17].
Acaso una de las primeras ocasiones que tuvo Álvaro de poner en práctica estas habilidades recién adquiridas fue en Argentona, en el verano de 1922, con siete años recién cumplidos, mientras pasaba unos días junto a la abuela Teresa, la “Bita”[18]. Durante las fiestas del pueblo se montaba para el baile un entoldado —el llamado envel·lat—, donde también tenían cabida los pequeños, a primeras horas de la tarde. En aquel baile, Álvaro acompañó a otra niña, también veraneante como él, y a la que no dudaba en calificar de «preciosa».
Tras mucho bailar, al llegar el momento de subastar un ramo de flores —la toya— para que un pequeño galán obsequiara a su pareja, yo, gracias a las monedas que mi buena abuela me había dado para golosinas, me hice con la toya; se la ofrecí emocionado a mi damita, que aceptándola complacida, siguió bailando conmigo. Al terminar el baile infantil, la acompañé a su casa, y, cuando volvía yo a la de mi abuela, llevaban mis manos, como recuerdo, su pañuelito perfumado…[19].
Mientras tanto, a falta de colegio o de cualquier otra actividad reglada con un horario que le ocupara