Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
apetecido por todos ellos, ya que necesitaban tener unos días de descanso, fuera de las tensiones acumuladas con su avecinamiento progresivo en Madrid. María Pérez tomó algunas fotografías de estas vacaciones —varias de las cuales se conservan—, en donde puede verse a don Eugenio con sus hijos en la ladera de Schafberg-Alp o paseando por un sendero. En estas circunstancias, cómodamente instalados en un albergue alpino, les sorprendió la noticia del golpe de estado del general Miguel Primo de Rivera.
Hallándome con mi familia en Suiza, nos llegó la noticia del golpe de Estado de la Dictadura. Era natural que yo tuviera fijos mis ojos en la reacción de mi padre. Como ya he hecho constar en otras ocasiones, en ese preciso momento él había terminado su Guillermo Tell, no en Suiza, sino en un lugar de los Alpes austriacos, Schafberg-Alp, al que se accedía en funicular desde Sant-Gilgen. Allí quedó concluida esa obra dramática. Unos canes que aparecen en ella —«Berta» y «Cintra»— tomaron el nombre de los que había en la pequeña hostería de alta montaña donde nos habíamos alojado por unas semanas. Este pequeño dato me parece de interés, porque algunos peor informados han venido diciendo que ese drama se escribió para halagar al nuevo dictador. Es falso. Como he explicado en otras ocasiones, esa obra paterna debe ponerse en estrecha relación con otra similar: el Nou Prometeu, algo anterior: ambas piezas dramáticas fueron como el desahogo de un intelectual contra las dos fuerzas políticas responsables de su voluntario exilio de Cataluña[46].
A Álvaro d’Ors se le quedó grabada otra escena de estas vacaciones: su padre estuvo jugando con él, colocándole una manzana sobre la cabeza, como había hecho Guillermo Tell con su hijo, aunque aquí no hubiera ni ballesta ni flechas. Muchos años más tarde, nuestro protagonista recordaría aquel que posiblemente fuera el último viaje familiar, asociado a un método educativo que solía utilizar don Eugenio:
Durante mi infancia y adolescencia, el paso por Suiza era obligado en todos nuestros veraneos. La última vez, (…) mi padre me sometió a la prueba, superada felizmente, de describir una rueca...[47].
El pequeño Álvaro dejará constancia de algunos de estos viajes en unos «cuadernos de verano» en los que anota los lugares que visita y algunas circunstancias particulares de algo que hace, lee o que le llama la atención. Se conservan tres de estas libretas, correspondientes a los años 1928, 1929 y 1932. El desarrollo de los viajes sigue un esquema muy parecido en las tres ocasiones: la familia pasa una primera parte del verano entre Barcelona y Argentona y después hace un viaje largo hasta una ciudad que sirve de base para desplazarse a otros lugares. Por ejemplo, en el verano de 1928 se trasladaron hasta Berna. Desde allí viajaron a Gurnigel, Lucerna, Zúrich, Constanza, Koblenza, Basilea, Ginebra… Al año siguiente, desde Heidelberg van a Frankfurt, Weimar, Leipzig, Viena y Praga. En 1932, la «base de operaciones» fue Brusino Arsizio, con idas a Lugano, Zúrich y Ginebra.
Las observaciones que hace Álvaro, con trece años recién cumplidos, demuestran una madurez impropia de su edad. En el primero de los cuadernos a los que nos hemos referido, da cuenta de las actividades en las que participa: desde un «baile de trajes» hasta un partido de tenis; desde un concierto hasta una representación teatral, pasando por una serie de visitas a museos, incluidos algunos particulares. Al año siguiente, el periplo comienza con una visita a la Exposición Universal de Barcelona[48]. Después hay muchísimas referencias a los museos que recorre y, en especial, a los pintores[49]. Finalmente, el último de los cuadernos de viaje, tres años más tarde, nos muestra a un chico con una notable lucidez: sigue dando cuenta de los lugares por los que pasa y anota alguna observación de la zona, del paisaje o de alguna actividad suya como es la pesca; pero casi todos los días reseña algo del trabajo intelectual que lleva entre manos: traduce fragmentos de Pitágoras, Jenofonte, Platón, Sócrates, Diodoro de Sicilia y Ovidio; está leyendo, entre otros, la introducción a la edición de Catulo (Budé); la Histoire d’Espagne de L. Bertrand, una selección de prosa inglesa (Prose of Today), el Happy Insensibility de Keats, y una antología de Milton[50].
Mención especial merecen los «inicios de vacaciones» entre Barcelona y Argentona. A su paso por la Ciudad Condal acostumbraba a hospedarse en la casa familiar de la calle Caspe 44, muy cerca del lugar donde «Pérez y Paradinas» tenía los almacenes centrales de la empresa. Eran días que aprovechaba, entre otras actividades, para ir a comprar libros, visitar exposiciones y acudir al teatro o a conciertos. Por lo que se refiere a Argentona, se trataba del lugar donde veraneaba la abuela Teresa, en una casa conocida como el «Chalet del Torrente», situada frente al Hotel Solé (hoy Hotel Vila d’Argentona). A la abuela la solían acompañar alguna de sus hijas y las mujeres del servicio. La casa también era frecuentada en las mismas fechas por el resto de sus primos: Guillermo, Álvaro —familiarmente «Alvarito»—, María Eugenia y Ana María (hijos del tío Álvaro), así como José Luis y Fernando (hijos de la tía Pilar)[51]. Por razones de edad, el primo con quien más relación iba a mantener en esos momentos sería Guillermo, si bien jugaba también con los pequeños[52]. Este trato intenso con los Pérez-Peix hará que crezca en la abuela Teresa una especial predilección por el nieto, que también se une a ella por un vínculo afectivo muy grande. Así se desprende de los frecuentes viajes que Álvaro hizo para pasar temporadas con ella, solo o acompañado de su madre, siendo niño o un joven estudiante.
EN EL INSTITUTO-ESCUELA
En los primeros años de Madrid, María Pérez Peix ponía especial interés en que el pequeño Álvaro fuera a remar al Retiro —situado relativamente cerca de la casa familiar—, o al lago de la Casa de Campo, convencida de que este ejercicio físico iba a robustecer su espalda. Solía decirle con frecuencia que «tenía la espalda débil» y que, por tanto, necesitaba ejercitarse en el remo para fortalecerla. Hay bastantes testimonios gráficos de Álvaro d’Ors en los que se le puede ver, todavía niño, habituándose al manejo de la barca y los remos. A pesar de este deporte, siempre diría que nunca llegó a tener demasiada fuerza en los brazos, que se le cansaban enseguida y que eran su «punto flaco». En cambio, constataba, no tendría nunca problemas con las piernas y sería capaz de soportar largas caminatas. Así lo demostró casi hasta el fin de su vida, andando habitualmente los tres kilómetros que había desde su domicilio hasta la Universidad de Navarra, a pesar del viento, el frío, la nieve o el hielo tan frecuentes[53].
El cambio que el pequeño Álvaro percibe con su instalación en Madrid no se debe solo al ambiente o a los modos de hablar de la capital, sino que también hay algo que le afecta más directamente: a sus ocho años ya no pone demasiados reparos a hacer lo que el resto de los niños de su edad y acepta que le ha llegado la hora de ir al colegio. Tenía miedo de que, al no haber asistido antes a clase, lo encuadraran con otros chicos más pequeños, por lo que, cuando sus padres hacen gestiones para escolarizarlo, se dedica a estudiar por su cuenta las materias propias del ciclo pre-escolar. Así se deduce de una carta que le escribe su madre: «No quiero que te canses mucho estudiando porque estás muy delgado y aún tienes tiempo de hacerlo porque eres pequeño todavía. Además ya sabes que te dije que es seguro pases de clase»[54].
De esta manera, en septiembre de 1923, le llega el momento de escolarizarse, y sus padres lo envían al mismo centro en el que ya estaba estudiando su hermano Juan Pablo (que había llegado a Madrid un curso antes): el Instituto-Escuela. Allí estudiaría los tres años de Preparatoria y después, entre septiembre de 1926 y junio de 1932, el Bachillerato: nueve años que resultarían cruciales para el resto de su vida.
Con el ingreso de Álvaro en la preparatoria del Instituto-Escuela se cumplen de alguna forma las predicciones de su padre a Juan Ramón Jiménez, cuando le decía que tomara nota de él «como futuro residente» (de la Residencia de Estudiantes), porque el Instituto-Escuela, al igual que la Residencia de Estudiantes y el Museo Pedagógico, dependía administrativamente de la Junta para la Ampliación de Estudios —que también había sido fundada y dirigida por discípulos y colaboradores de Francisco Giner de los Ríos—. Sin ser propiamente un órgano de la Institución Libre de Enseñanza, por ella había pasado buena parte de su profesorado, y su espíritu krausista lo impregnaba todo. El Instituto-Escuela era un centro de enseñanza experimental, un colegio piloto público aunque de iniciativa privada, absolutamente novedoso, que seguía los modelos más avanzados de la pedagogía europea y que resultaba sorprendente