Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
En alguna ocasión se refirió a este clima popular y a los gritos que repetían los manifestantes, que se le quedaron grabados. Uno de ellos, remachado a coro por una buena porción de obreros que protestaban, era el de Volem pa amb oli!, pa amb oli volem! («¡Queremos pan con aceite!»). En otra ocasión, le impresionó algo que oyó a un exaltado durante una concentración de anarquistas y que venía a hacer un resumen cabal de su espíritu iconoclasta: Que tothom li cali foc a casa seva! («¡Que todo el mundo le prenda fuego a su casa!»).
Álvaro d’Ors comentó alguna vez el recuerdo nostálgico que guardaba de estos primeros momentos de infancia, cuando un día, en la casa de su tío-abuelo Juan Ors, se encontró con el hijo de una lavandera, desgarbado, feúcho y que, además, parecía no tener padre conocido, dado que su madre estaba soltera. El pequeño Álvaro iba elegantemente vestido con un traje de terciopelo oscuro. En la casa del tío Juan todo eran alabanzas y piropos hacia él, hasta que se escuchó con toda nitidez la voz del otro niño que, en tono suplicante, se dirigía a la lavandera:
—Mama, fes-me ros! (¡Mamá, hazme rubio!).
Siempre que Álvaro d’Ors contaba a los suyos esta anécdota se sentía conmovido por haber sido, involuntariamente, la causa de la envidia de otra persona. También decía que de ahí provenía su vergüenza de ser alabado públicamente[32].
«UN AUTO Y UN PIANO HACEN UN TREN»
A pesar de la inteligencia evidente del pequeño de los d’Ors, había un aspecto del saber en el que se sentía derrotado siempre: tenía verdadera animadversión por las cuestiones mecánicas o que implicaran algún tipo de habilidad manual. Le superaban. De aquí le vino para el resto de su vida una franca admiración por las personas capaces de ejercer estas destrezas[33].
Esto explica que, con el tiempo, se declarara torpe para conducir un vehículo, arreglar un electrodoméstico o desmontar cualquier artilugio con tornillos, por simple que fuera. Siempre pensaba que lo estropearía más; que, si lo intentaba, iba a ser incapaz de recolocar las piezas en su sitio, o que iban a sobrarle algunas. También el uso de aparatos mecánicos —aunque fueran sencillos— le producía cierto respeto, ante el temor de que pudiera averiarlos con una utilización inadecuada. Una cosa era entender cómo funcionan determinados mecanismos y otra era su manipulación concreta. En este sentido puede encontrarse una cierta similitud con Eugenio d’Ors, de quien su hijo menor recordaba que no era capaz de colocar ordenadamente el contenido de una maleta. También conviene resaltar aquí la admiración que le causaba su tío-abuelo Juan Ors cuando, cercanas las Navidades, acudía cada año a casa de Xènius para instalar un enorme Belén —un pesebre, como se decía en Cataluña—, cuyo armazón de madera construía él mismo.
Esta vertiente de su personalidad era más que evidente en sus juegos infantiles: no le gustaba jugar con el Meccano que tanto había divertido a sus hermanos mayores, especialmente a Víctor. En cambio, le apasionaban los puzzles o, como se llamaban en la época, «rompecabezas», que resolvía con prontitud. Esta capacidad de componer lo disperso y unir lo aparentemente heterogéneo —que después sería un elemento fundamental en su trabajo científico— se hizo patente con una frase suya que luego le recordarían sus padres en más de una ocasión, como típica de su personalidad: «Un auto y un piano hacen un tren».
Pero una cosa era lo que podía hacer con la cabeza y otra lo que con las manos: daba la sensación de que «se bloqueaba» ante la necesidad de poner en práctica cualquier destreza manual. Quizá el momento estelar de su ignorancia mecánica tuvo lugar también en su infancia, poco antes del traslado de la familia a Madrid:
Yo jugaba con mi patinet, alrededor de la Casa de les Punxes. No corría mucho, pero me entretenía: tenía la sensación de que cumplía con el deber de jugar como los demás niños (a los que yo veía como más fuertes y hábiles). La campanilla de mi patinet casi no sonaba. Me encontró Juanito Jover (¡luego ingeniero!) y se empeñó en arreglarme el timbre. Se sentó en uno de los bancos del paseo central, bajo los plátanos. Descompuso todo y fue dejando las piezas sobre el banco. Yo le miraba angustiado, de pie, con mi patinet cogido entre las manos. Era la hora de comer: desde una ventana, la madre (o chacha) de Juanito gritó: «¡Juanito, a comer!». Salió corriendo. Dejaba un montón de piezas sueltas. Mi patinet se quedó sin timbre para siempre[34].
Siempre que contaba este sucedido, Álvaro ponía especial énfasis en la desolación que le produjo ver el timbre de su patinete completamente despiezado; parecía estar reviviendo los hechos y ponía cara de gran impotencia, extendiendo la mano en la que, después de sus cambios de voz para recrear la escena, sus interlocutores podían ver los componentes del timbre desmontado que acababa de recoger del banco. Tenía muchas cualidades de actor.
Cuando, llegados los años 80, el mundo de la informática se hizo moneda corriente en la Universidad española y, poco a poco, fueron desapareciendo las máquinas de escribir, Álvaro d’Ors se negó a aprender el nuevo sistema de tratamiento de la información, alegando su ineptitud para adquirir destreza con los ordenadores, ya que tenía la impresión de que los estropearía si tecleaba algo incorrecto[35].
1923. EL EXILIO MADRILEÑO
En agosto de 1917 moría Enric Prat de la Riba, el primer presidente de la Mancomunidad de Cataluña y protector de don Eugenio. A partir de ese momento comienza a gestarse lo que, en palabras de la familia d’Ors, viene a llamarse «el exilio madrileño». Los nuevos artífices de la política catalana no terminaban de conectar con el modo de pensar de Xènius, su idea del «imperialismo» y del papel de Cataluña dentro de este esquema.
Sería precisamente Josep Puig i Cadafalch[36], el arquitecto autor de la Casa de les Punxes en que vivía la familia d’Ors, el encargado de suceder a Prat de la Riba y quien se convertiría en principal adversario de d’Ors. Xènius —que nunca militó en la Lliga— había logrado influir en Prat de la Riba en el sentido de «ampliar los horizontes» del político con otras ideas más alejadas de la visión tradicional de los nacionalismos. Pero este entendimiento no se produjo con Puig i Cadafalch: tras unos años de nadar a contracorriente, se quedó sin la estabilidad que necesitaba para seguir trabajando como había hecho hasta entonces y terminó por presentar su dimisión. El detonante fueron los gastos —algunos imprevistos— originados por la puesta en funcionamiento de la biblioteca de Canet de Mar (que sus adversarios criticaron abiertamente), pero podía haber sido cualquier otra nimiedad. En opinión de su hijo Álvaro, Xènius, en la medida en que era un intelectual, no servía para hacer política:
Hay un dicho, [sobre mi padre] que me parece recordar que es auténtico, de cuando le preguntó alguien: «Don Eugenio, ¿no tiene Vd. ganas de entrar en la política?», y él respondió «Sí, pero me las aguanto». Su experiencia política personal fue la de Cataluña: la de un intelectual que funciona bien en tanto le protege un político poderoso (Prat de la Riba), y cae en desgracia cuando aquél se muere, pues no sabe luchar por sí mismo. Porque un rasgo de la familia es que no sabemos «luchar», y, por eso mismo, no somos deportistas, ni ricos[37].
Según dijo públicamente Eugenio d’Ors en los primeros momentos de este periodo crítico, constataba que existían unas «diferencias fundamentales de criterio» con los nuevos artífices de la política catalana que, en enero de 1920, se tradujeron en una serie de actuaciones de la presidencia de la Mancomunidad que él consideraba como «vejatorias» hacia su persona, y que, en todo caso, suponían una descoordinación en los servicios, nada favorable al desarrollo normal de la política cultural de Cataluña: «Me creo en el deber de facilitar una solución que tenga la doble ventaja de suprimir el estorbo que mi presencia (...) signifique para la Presidencia y el devolverme a mí una libertad de juicio que puede ser que se me haga necesaria. En consecuencia, pongo a disposición del Consejo Permanente el cargo con el que fui honrado en junio de 1917 por el Consejo que aún presidía don Enric Prat de la Riba»[38].
La presidencia de la Mancomunidad le aceptó enseguida la dimisión y, además, salió al paso de lo dicho por Xènius a la opinión pública con otro comunicado en donde se daba a entender que había otras razones de fondo que aconsejaban aquella decisión. La Mancomunidad,