Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
y con sus nietos[20]—, don Eugenio lo sentaría en sus rodillas para pintar.
En el bulevar inmediato a nuestra casa, cuando hacía buen tiempo, iba yo de niño a instalarme con una pequeña mesa y silla, para dibujar al aire libre; dibujaba figuras humanas, como hacía mi padre, preferentemente grupos[21].
Como si fuera un juego familiar, los tres hermanos se emplearon a fondo en el dibujo y adoptaron los mismos seudónimos que su padre utilizaba para firmar algunas de sus ilustraciones. Así, Víctor se hizo con el de “Xan”, Juan Pablo con el de “Lucas” y Álvaro con el de “Miler”. Como premio a los mejores resultados, algunos se publicarían en la prensa de la época como si fueran del propio Xènius. Pero si estos apodos fueron adoptados, otros les vinieron impuestos: Víctor era “Titín”, Juan Pablo fue “Totó” y Álvaro se convirtió en “Babo”; apelativo familiar que usaría algunas veces, de niño, al escribirle a los suyos.
Como quiera que el chico iba creciendo, se hacía cada vez más necesaria su escolarización y había que ponerle algún tipo de remedio, aunque fuera provisional. Según él mismo confiesa, a la edad de seis años aprendió a leer en una sola tarde, de la mano de su madre. A escribir aprendería por su cuenta:
En Barcelona, había empezado por resistirme a la escolarización, y ese vacío fue definitivamente subsanado por una aproximación a la música y a la danza rítmica; en casa, aprendí a dibujar viendo cómo lo hacía mi padre, y de manera casi ininterrumpida. Luego, un buen día, que recuerdo exactamente, cuando tenía seis años, mi madre me enseñó a leer. A escribir no me enseñó nadie, pues consistía, para mí, en dibujar como mi padre las letras de mi madre[22].
Como el método de aprendizaje no fue nada convencional, el trámite de hacer palotes que educa la mano para realizar correctamente los trazos, fue inexistente. Lo habitual en la época era ejercitarse en unas pizarritas individuales con sus correspondientes pizarrines, o en cuadernos rayados de caligrafía, para después comenzar a escribir sin pautas visibles. De esta carencia se lamentaría a veces con el tiempo, al constatar las dificultades de lectura que entrañaba su letra[23].
Otro intento de resolver —aunque de manera provisional— su carencia de escolarización, se hizo contratando los servicios de una institutriz inglesa, con la que aprendió las primeras palabras en esta lengua. Pero la experiencia no debió resultar para él todo lo satisfactoria que esperaba, ya que señalaba a sus padres que no le gustaba salir con la nurse a la calle: pasaba vergüenza porque decía que se le veían las enaguas, aunque también podía influir en estas pocas ganas suyas de salir a la calle la prevención casi obsesiva de los mayores por posibles contagios de enfermedades. Era bastante habitual que se prohibiera a los niños beber agua de las fuentes públicas, por miedo a que pudieran contraer el tifus. Otra niñera, de nombre Estrella, se convirtió en la protagonista de una anécdota entrañable que incluso sirvió para que don Eugenio la recogiera en sus glosas: Juan Pablo le comentó a Álvaro un día la buena fortuna que tenía la nueva institutriz, porque «cada noche era su santo»[24].
Entre las salidas con la nurse y sus horas de música y danza rítmica, Álvaro también dedicaba largos ratos a estar junto a su madre, viéndola trabajar en su estudio cuando modelaba sus esculturas, junto al torno de alfarero… o en la bien surtida biblioteca familiar, donde tenía a su alcance todo tipo de obras, incluso algunas inapropiadas. Esta experiencia le llevaría después —siendo padre de familia— a estimular a los suyos con lecturas adecuadas a sus edades y circunstancias personales de gustos y aficiones. En más de una ocasión comentó que nunca tuvo ninguna restricción para acceder a los libros de su padre, que, por otra parte, era muy desprendido y no tenía especial apego por conservar los textos, que estaban siempre a disposición de los interesados.
Como hombre viajero por excelencia, y dotado a la vez de una memoria prodigiosa[25], que le permitía retener todo lo leído una sola vez, nunca tuvo él la codicia de conservador libresco, como tampoco la tuvo de coleccionista de cuadros. Parecía haber reducido su sentido de propiedad a su inteligencia y buen gusto nada más (...) Aprovechaba sus frecuentes viajes para sumergirme en su biblioteca. Allí encontré muchas lecturas interesantes y hasta edificantes, y también otras que no lo eran[26].
El resumen que hace Álvaro d’Ors de esta época es bastante explícito:
Me crié entre diálogos, caricias y libros. Con el tiempo, llegué a reconocerme en aquel recuerdo de no sé qué escritor francés: La cendre latine et la poussière grecque m’entouraient (sic): j’étais haut comm’un infolio (sic)[27].
Por razones de edad, establecería una relación más cercana con su hermano Juan Pablo (cinco años mayor que él), que iba a ejercer una gran influencia en su persona durante estos primeros tiempos de infancia. Víctor, con siete años más y un temperamento apasionado y cariñoso, tanto lo consideraba un juguete como un estorbo.
En una temporada en que sus padres estaban de viaje, como había ocurrido en otras muchas ocasiones, el pequeño Álvaro se instaló en el domicilio de sus abuelos en la Calle Caspe. Aprovechando esta circunstancia, la abuela Teresa decidió normalizarlo por su cuenta y lo envió al mismo centro en el que estudiaba su primo Guillermo Pérez Bofill: el Colegio San Luis Gonzaga, en la calle de Buenavista, que dirigía alguien apellidado Corretcher. Es posible que Álvaro aprovechara el transporte de Guillermo, al que un cochero llevaba a diario en carruaje. Pero, decididamente, la escolarización no estaba hecha para él, ya que, a los pocos días de asistir a clase a regañadientes, le ocurrió algo que le haría reafirmarse en su voluntad de no ir más a la escuela y que también le marcaría de algún modo para el resto de su vida:
Al tercer día quizá, me mandaron leer en un Quijote pequeño, ruin y grasiento. Debí de hacerlo muy mal. A la salida un compañero grandullón me dijo: «¡Burro!». La abuela aceptó mi decisión de no volver ya más al Colegio[28].
Esta anécdota, que quizá no habría tenido ninguna consecuencia para cualquier otro niño de su edad, se quedó grabada en Álvaro: aquello supuso para él un pequeño «complejo de no saber lo que sabe todo el mundo».
Por lo que se refiere a la familia Ors, el roce debió ser menos asiduo y prácticamente limitado al tío Juan y a Tel·lina. Solo en los últimos años de su vida, Álvaro refirió alguna historia de sus abuelos, José y Celia, a propósito del hallazgo de unos recuerdos escritos de su padre y que se remontaban a la época cubana de la bisabuela paterna[29].
MAMA, FES-ME ROS!
Dada su posición económica, la familia materna de Álvaro d’Ors pertenecía a la más representativa burguesía barcelonesa de los finales del siglo XIX. El abuelo, Álvaro Pérez, tenía un aspecto que no pasaba desapercibido, con su cara huesuda, ojos azules penetrantes, barba blanca y trajes de corte impecable. Al tío Fernando le tocó el papel de «gran derrochador» de la familia: se hacía conducir en coche para ir desde su casa hasta las oficinas y almacén de la empresa, en la misma calle Caspe, a solo varias manzanas de distancia. Una vez allí, alguien al que se le daba el título de «secretario» desenrollaba una alfombra roja desde la puerta de la calle hasta el estribo del auto: apenas debía desgastar sus zapatos[30]. Los Pérez-Peix disponían de un coche Hispano-Suiza, de dos Lincoln, con sus chóferes correspondientes, y de un Willys, que tenía menos partidarios porque la suspensión era incómoda, pero que se utilizaba para los paseos por el campo, a los que era tan aficionada la abuela.
Con este ambiente familiar, Víctor, Juan Pablo y Álvaro, mientras vivieron en Barcelona, tuvieron una existencia muy cómoda. Aunque educados por sus padres en la austeridad y sin mayores caprichos, habitaban en una casa de un barrio elegante, hablaban de manera educada y se vestían como buenos hijos de burgueses. Solo atendiendo a estos aspectos, su diferenciación social era más que evidente en una época convulsa, de lucha de clases y todavía con la Semana Trágica de Barcelona en la memoria colectiva. Entre los recuerdos de infancia de Álvaro d’Ors se encuentra precisamente el de la situación de la ciudad, con sus tensiones laborales y políticas:
Desde el balcón de nuestra casa pude ver yo —y no sin cierta simpatía— los proletarios en huelga