Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
cualquier tipo de debate ideológico al sugerir que las cuentas no estaban claras.
Después de este desplante y de la polvareda que el asunto levantó en los ámbitos culturales catalanes, a pesar de que quedaba perfectamente clara la honorabilidad de don Eugenio, este ya no se encontraba cómodo en su tierra. Poco a poco lo fueron desposeyendo de todos los cargos que desempeñaba, por lo que su estabilidad económica también se vio afectada. En estas circunstancias decidió que su mejor opción era la de irse de Cataluña, al menos por una temporada.
En consecuencia, en julio de 1921 don Eugenio hizo un viaje a Argentina, donde permaneció alrededor de medio año, quizá con la esperanza de que, después de una gira en la que creció su prestigio por aquellas latitudes, a su vuelta a España las aguas de la política catalana estuvieran más sosegadas. Pero no ocurrió así, porque la acogida que tuvo a su regreso no fue la que esperaba. Podría hablarse incluso de una cierta indiferencia: trató de rehacer su vida como periodista y, aunque lo nombraron presidente de la Associació de la Premsa Diària de Barcelona, no le convenció su nueva situación y terminó por desistir.
Finalmente se decidió a ir a Madrid para probar suerte en la capital; una decisión que se interpretaría como un agravio a Cataluña en determinados ambientes nacionalistas, que hubieran preferido que su exilio se hubiera producido en París o en cualquier otro lugar y no precisamente en la capital del Reino[40]. Nuevamente solo, Eugenio d’Ors se alojó en una pensión próxima al Museo del Prado (allí escribió uno de sus libros más conocidos: Tres horas en el Museo del Prado) al tiempo que buscaba trabajo y se introducía, sin ninguna dificultad, en los ambientes intelectuales de la capital de España. Unos meses más tarde, después de algunos pasos en otras publicaciones, una vez asegurada su estabilidad económica mediante un contrato con el diario ABC, viajó a Madrid su mujer; luego sus hijos mayores y finalmente Álvaro, que mientras tanto se había quedado con sus abuelos maternos. En este preciso momento de traslados y forzosas separaciones familiares, él se estaba preparando para hacer su Primera Comunión, que recibió el 3 de julio de 1923 en la Capilla de las Religiosas de María Reparadora, en Barcelona. Previamente había acudido a la catequesis, en buena medida bajo la tutela de la abuela Teresa.
Me preparaban para la Primera Comunión las monjas Reparadoras (aquella temporada yo vivía en Caspe, con la abuela). Tenía 8 años. El ambiente de las monjas, con su oscuridad de pasillos, sus sistemas de premios, sus lecciones de Catecismo (nunca llegué a aprenderlo bien: ¡burro!), me repugnaba. Ya hacía años habían intentado llevarme al Colegio de Cluny, sin éxito, pues no resistía aquel tipo de educación. A pesar de la repugnancia que me inspiraban las monjas Reparadoras, llegué a una devoción exquisita del Espíritu Santo, que simbolizaba en una pequeñita palomita de Nacimiento que me habían dado las monjas. Jugaba todo el día con mi palomita como si conversara con el Espíritu Santo[41].
Con motivo de la Primera Comunión, la abuela le regaló un rosario que llevaría en el bolsillo durante muchos años, aunque tardara tiempo en comenzar a rezarlo regularmente. A este año remonta Álvaro d’Ors sus primeros recuerdos en relación con la devoción al Corazón de Jesús:
De esa época y posteriores, recuerdo la gran devoción que yo tenía a un Sagrado Corazón de Borrell de la alcoba de mi abuela, en que yo solía dormir, a pesar de que la imagen no me gustaba [piedad contra gusto de las circunstancias humanas][42].
Muchos años después traería a colación estos recuerdos cuando, con motivo de algunos excesos litúrgicos post-conciliares que claramente le disgustaban —lo mismo que la imagen aludida—, decía que había que seguir adelante con la piedad, «a pesar de los pesares».
La familia d’Ors-Pérez se instaló en Madrid en un piso alquilado en el barrio de Salamanca. Se trataba de un pequeño apartamento interior de la calle Hermosilla, tan diminuto que los hijos mayores, con 15 y 13 años, se vieron forzados a vivir en una residencia para bachilleres mientras no se encontraba otro acomodo. Poco después se trasladaron todos —ya con Álvaro entre ellos— a otra vivienda del mismo edificio, pero que ya era un piso exterior. Como quiera que no estaban sobrados de espacio, al pequeño le tocaba dormir en un sofá-cama del cuarto de estar. Finalmente, meses después pudieron mudarse a otro lugar del mismo barrio, en la calle Jorge Juan 37, al tercer piso del edificio en el que también vivían los Garrigues y Díaz Cañabate.
Con su instalación en Madrid, el género periodístico inventado por Xènius, el Glosari que prácticamente a diario había venido publicando en catalán, pasará a convertirse en el Glosario, en castellano, y La veu de Catalunya será sustituida por el ABC. No obstante, seguirá colaborando en Las Noticias y El Día Gráfico de Barcelona hasta 1926. A partir de este momento se hace patente la ruptura de Eugenio d’Ors con el mundo político y cultural de Cataluña, del que él había sido parte tan activa. Mientras vivió en Barcelona se le podía permitir ser crítico con las ideas nacionalistas de los suyos, defendiendo sus tesis imperialistas, pero una vez instalado en Madrid, las mismas opiniones ya se entendieron con otros ojos, como si fueran un ataque a Cataluña. A pesar de esta experiencia negativa, Xènius haría gala hasta su muerte del gran amor que sentía por su tierra natal.
Como es de suponer, los d’Ors Pérez-Peix también vivieron intensamente estos acontecimientos: para el joven Álvaro, la salida de Cataluña supuso el darse cuenta —quizá por primera vez en su vida— de que existía algo llamado política. Pero el cambio de domicilio no tuvo especiales complicaciones para él: el agua de Madrid se podía beber directamente del grifo y su acento catalán se fue perdiendo con la misma rapidez con que aprendía que a las panaderías se les llamaba tahonas, que las tiendas de ultramarinos aquí eran coloniales y que el pesebre navideño, en la capital se convertía en belén.
UN VIAJERO OBSERVADOR
En los años 20 la peseta era una moneda fuerte, y algunos españoles de clase media podían viajar por el continente a unos precios similares a los de España sin que su economía se resintiera. De esta manera, la familia d’Ors aprovechaba los veranos para acudir a Heidelberg, Viena, Venecia, Roma o cualquier otra ciudad donde hubiera algo que valiera la pena ver, oír o visitar. Rastreando los “Ecos de Sociedad” del ABC, se pueden encontrar noticias de los lugares a los que se dirige la familia de su colaborador[43]. Estos viajes le van a dar a Álvaro la oportunidad de empezar a aprender algunos idiomas, conocer otras culturas, visitar muchos monumentos, contemplar obras de arte…, de abrir su mente a otras realidades muy diferentes de las que podía ver en la España de aquellos años.
La prosperidad económica de España en tiempos de la Dictadura, en coincidencia con la postración europea de la post-guerra, permitía a los españoles viajar con una peseta fuerte, y moverse muy por encima del nivel del veraneo habitual en una familia de clase media; mi pequeña maleta iba cubierta de las pegatinas que solían poner entonces los hoteles de todo el mundo[44].
Un niño observador como era Álvaro solía estar atento a las personas con las que se encontraba en sus viajes, de manera que desarrolló la habilidad de detectar con qué tipo de gente se topaba. De esta destreza haría uso a lo largo de su vida, para percibir su adecuación al ambiente en el que se encontraba. Según comentaría alguna vez, estos juicios podían ser temerarios o producto de una valoración excesiva de cualquier detalle pequeño; pero, al mismo tiempo, le desarrollaban una imaginación viva, que después sería muy apta para la conjetura científica:
Solía prejuzgar relaciones por el aspecto de las personas; p. ej. sensibilidad para oler parejas irregulares, complicidades de timos, simpatías o antipatías (...) Mi aproximación a las personas ha sido siempre instintiva, casi magnética. Al entrar en un hall de hotel, p. ej., sin distinguir propiamente a nadie, tenía como una percepción interior del tipo de gente que había allí (si había alguna «mujer de la vida», un «Don Juan» —los llamaban entre los hermanos «tiroriros»—, un profesor universitario, un deficiente mental). Todo venía a mi radar sin apenas ver nada, como por magnetismo; y yo mismo me adaptaba al ambiente de conjunto, con cambio incluso de actitud corporal, de gestos. >Sensibilidad para captar el ambiente, en especial el del auditorio de una conferencia, y saber si siguen o se aburren, sin necesidad de mirar las caras. También, valoración, a veces, excesiva y