Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez

Álvaro d'Ors - Gabriel Pérez Gómez


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recomendaciones para lograr una plaza allí. El Instituto-Escuela fue una auténtica revolución para su época, ya que introdujo una serie de novedades como la supresión del sistema de premios y castigos o del orden por méritos en la clase, no había notas y la promoción de un curso a otro se hacía de acuerdo con el aprovechamiento global de los alumnos. Lo previsto, por ejemplo, era que las clases no superaran los 30 alumnos y que las «prácticas», casi desconocidas en otros colegios, se hicieran en grupos de no más de una quincena de escolares. Por lo que se refiere al plan de estudios, además de las asignaturas que se cursaban en los centros estatales (algunas de ellas ampliadas), se incluían aquí el griego, el francés, el inglés y el alemán, la música y los trabajos artísticos y manuales. Como parte del programa —y era algo a lo que se daba especial importancia— los escolares debían hacer visitas al campo, museos y otros lugares de interés. También los alumnos del Instituto-Escuela fueron pioneros en los “viajes de estudios”, desconocidos en la España de entonces. La promoción de Álvaro hizo el suyo por Andalucía y Marruecos[55].

      El Insti, como lo llamaban familiarmente los estudiantes, tenía tres sedes: en la calle Rafael Calvo, para los niños de Preparatoria; en los Altos del Hipódromo, en un terreno próximo al de la «Residencia de Estudiantes», para los chavales del ciclo intermedio, y en Atocha, para los tres últimos cursos de Bachillerato:

      Contra lo que cabía esperar en un ambiente laicista, propio de los discípulos de Giner de los Ríos que regían el centro, en el Instituto-Escuela se respetaban las creencias religiosas de los alumnos. Como escribió Álvaro d’Ors a propósito de este asunto:

      Rasgo típico de su personalidad —que se acusaría con los años—, ya desde pequeño pretendía saber con exactitud cuáles eran las intenciones concretas de las personas de las que dependía, incluso en esos momentos en los que los mayores no tienen planes o estos son muy vagos. Así se desprende de la anécdota que él mismo cuenta, a propósito de un paseo con su tío José Enrique Ors —en una de las rarísimas visitas que hizo a España—.

      En estos momentos de su vida, mediados los años 20, por casa de los d’Ors desfilan las principales figuras intelectuales que viven en Madrid o están de paso por la capital. Don Eugenio, amante de las tertulias y de las veladas, es un buen anfitrión y sus invitados sienten el placer de que alguien les entienda, les anime o les oriente. En estas circunstancias, siendo aún muy niño, Álvaro d’Ors conoce a Federico García Lorca, cuando una tarde siente curiosidad por la voz fascinante que oye en el salón, separado del resto de la casa por una puerta corredera de cristales traslúcidos. Era el autor del Romancero gitano, que en esos instantes estaba recitando —casi cantando— uno de sus poemas. Álvaro d’Ors recordaba cómo fue arrimándose hasta la puerta para escuchar mejor y permanecer allí, anclado, mientras duraba el recital. Su silueta infantil se hacía evidente para el poeta, que, desde el otro lado del salón, fue acercándose hasta el vidrio poco a poco para, en coincidencia con el último golpe de voz, descorrer la puerta violentamente y encontrarse con el niño sorprendido.


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