Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
religiosas»[81]. Se entiende, pues, que su hijo Juan liderara el ala izquierda de la clase en la que estudiaba. Pese a este ambiente familiar y a sus propias doctrinas radicales, Juan Barnés correspondió a la amistad de Álvaro con total lealtad, sin rehuir, tanto en las conversaciones como en la correspondencia que mantiene con «su amigo de derechas», cualquier tipo de asuntos por íntimos que fueran, incluido el de la religión[82].
El destino final de Juan Barnés parece sacado de una tragedia: murió en Madrid el 22 de junio de 1937, asesinado por la espalda por dos soldados a sus órdenes, mientras trataba de defender las posiciones republicanas en las trincheras de la Ciudad Universitaria[83].
AÑOS 30. OCUPANDO EL TIEMPO LIBRE
Álvaro permaneció en el Instituto-Escuela hasta terminar el bachillerato, en 1932. Además de estudiar con gran provecho, también desplegó una importante actividad extraescolar que le llevó a convertirse en periodista, orador y deportista, entre otros menesteres.
En este período, junto a otros muchachos de su edad, fundó una revista. Muchos de ellos estudiaban en otros colegios, pero tenían en común el ser un grupo de hijos de intelectuales de la época: con él tomaron parte en esta experiencia personas como Gregorio Marañón Moya (que figuraba como director y en su casa —Serrano 55— se celebraban las reuniones de la redacción[84]), Miguel Moya Huertas, Miguel Germán Ortega Spottorno, Joaquín Sánchez Covisa, Rafael Gasset y Dorado, Luis López Roberts, Juan Pérez de Ayala, Fernando Ruiz Morales, Carlos Pittaluga y Enrique Miret Magdalena. Ortega Spottorno y Álvaro d’Ors eran los más jóvenes de todo el equipo. La revista se llamaba Juventud y se vendía a 50 céntimos en sendos kioscos de las calles Recoletos y Serrano. De ella cuenta él mismo:
Estrenábamos en esa revistilla, que duró poco más de un año, nuestras aficiones literarias, pero ya se comprende que fue cosa de niños. El torero Belmonte, en una entrevista que le hicimos, decía de ella que era «una birria con buenos apellidos». De hecho, solíamos llamarnos por el apellido más que por el nombre; sobre todo, los del Instituto-Escuela[85].
De su paso por Juventud queda constancia no solo por los artículos de temática diversa firmados por él en la revista, sino también como personaje entrevistado. Se conserva una foto en la que aparece toda la Redacción después de una comida que se había celebrado en el restaurante Botín: lo mismo que los redactores de publicaciones de cierta solvencia, también ellos pensaron que deberían tener una comida de trabajo para hacer balance de sus resultados. Una mirada atenta sobre esa fotografía permitirá descubrir una pequeña mancha en la chaqueta de Álvaro d’Ors: según le comentó en cierta ocasión a su discípulo Jesús Burillo, se había manchado comiendo cordero. La revista guarda memoria de las aficiones que, en este momento, tiene nuestro protagonista:
Es curioso ver qué cosas escribíamos y con qué pretensión de estilo. La colección completa, aunque corta, debe de ser hoy difícil de encontrar; yo mismo no sé si conservo algún número suelto. Pero me asombra hoy que en aquel momento dijera que mi cuadro preferido del Museo del Prado era la «Diana Cazadora» de Rubens, que mi principal afición era viajar, por la que luego había de tener disgusto, y que la artista de cine que más me fascinaba era Pola Negri; siento ahora cierta vergüenza de estas aficiones entonces confesadas, y me imagino que algo parecido debe de haber ocurrido con mis compañeros de redacción, la mitad de los cuales no viven ya[86].
Además de estas aficiones, en las páginas de Juventud se recoge también que el plato favorito de Álvaro era el arroz y los mariscos en general y que las ciudades del extranjero que más le gustaría visitar eran Roma, Oxford y Brujas. En la misma publicación se pueden ver algunos dibujos suyos y unas Hojas de un carnet de viaje que dan cuenta de uno de esos periplos veraniegos a los que ya hemos hecho alusión.
El trato con Miguel Germán Ortega Spottorno y alguna esporádica visita a su casa, hizo que su padre, el filósofo Ortega y Gasset, reparara en Álvaro y, en cierto modo, terminara volcando en él, años más tarde, los halagos que no tuvo nunca para con Eugenio d’Ors[87]. El elogio de Ortega a Álvaro d’Ors está recogido en la revista Oretania al hacerse la presentación editorial de d’Ors como uno de sus nuevos colaboradores: «Madrid, primeros meses de 1936. Antedespacho de la desaparecida Revista de Occidente. En torno a la maestría de don José Ortega y Gasset, se hallan reunidos varios de sus habituales contertulios. Esa tarde están presentes, con Ortega, Fernando Vela, Dámaso Alonso, Martínez Acebal y Julián Marías. Uno de ellos —quizá Vela—, deriva la conversación hacia el gran Eugenio d’Ors. Se habla, se opina, se discute no sin dejar de reconocer lo que el autor de ‘la obra bien hecha’ ha representado para las generaciones posteriores al 98. Ortega permanece en silencio. Con su momentánea mudez —él, tan comunicativo siempre con sus amigos de la intimidad— parece asentir a la conclusión general a que se llega respecto a la trascendencia de la obra del autor del Nuevo Glosario. Cuando la discusión ha quedado al parecer sin contenido, y un nuevo tema está a punto de aflorar en la mente y labios de los contertulios, Ortega rompe su silencio y dice esto: “Lo que más perjudica a la obra de D. Eugenio es su personalidad, que la apabulla y ensombrece. Nuestro catalán es hombre fuera de su época. Debería haber tenido su vivencia en la Grecia de Pericles. Con todo, tengo la impresión que lo mejor de la obra de D. Eugenio va a ser su hijo Álvaro”»[88].
Como a Álvaro se le daban bien los idiomas y había llegado a hablar el inglés con cierta soltura, formó con un grupo de compañeros de clase un Club Hispano-Inglés. A la hora de repartirse los cargos, nombraron secretaria a Elena Humbert y a él lo hicieron presidente. Cuando llegó el momento de echar a andar, prepararon un acto inaugural en el que el flamante presidente debía pronunciar un discurso ante sus compañeros. Según recordaría años más tarde, su experiencia como orador fue un fracaso, dada su timidez:
Recuerdo que en la primera sesión en que había de actuar, en el sótano del Instituto, con mesas arregladas, me levanté a pronunciar mi discurso. La primera vez en mi vida que hablaba en «público»: el club tendría unos cincuenta o sesenta socios, y el acto se había preparado con mucho cuidado. Empecé... y a los pocos minutos se había armado tal griterío de chunga, que hubo que suspender el acto, y el club ya no levantó cabeza[89].
Según sus propias confesiones, en esta época de su vida, Álvaro d’Ors aborrecía a Emilio Salgari, no le entusiasmaba Julio Verne y le repugnaba el Cuore de De Amicis. En cambio, leía con fruición a Charles Dickens y a Robert Louis Stevenson[90]. Estas aficiones literarias le llevaron a intentar escribir una «novela corta», pero la experiencia resultó frustrada y frustrante:
Fue una experiencia decepcionante: llevaba poco escrito cuando vi que los personajes creados por mí empezaban a obrar por su cuenta y de manera poco aceptable, contra mi voluntad, por lo que decidí quemar lo escrito. Y nunca volví a intentar nada parecido[91].
El 9 de enero de 1929, el periodista César González Ruano publicaba en La Libertad de Madrid un artículo sobre los Reyes Magos y los hijos de los escritores. Entre otros, uno de los primeros protagonistas del suelto es Álvaro d’Ors, de quien el experto entrevistador hace un retrato bastante perfilado con muy pocos trazos. Vale la pena reproducir lo que dice el maestro de periodistas, ya que proporciona información sobre algunos de los aspectos que venimos reseñando en este apartado: “Álvaro d’Ors tiene doce años y es el mayor de mis interviuvados. Aspecto de joven príncipe inglés, traducido al castellano por un catalán. Abierto, escueto y luminoso. Alegre. Escritor. Hablo con Eugenio d’Ors (…)
—Mi hijo pequeño —dice d’Ors— está en esa edad intermedia en que no es oportuno hablarle de la credulidad. Naturalmente, tiene sus reyes. Todos en esta casa tenemos nuestros reyes.
Álvaro d’Ors —que nace con un nombre más envidiable que el del caballero Casanova— se cuadra elegantemente, me estrecha la mano y contesta a mis preguntas.
—Yo —me dice— no creo en los Reyes Magos, naturalmente. Pero nadie me ha demostrado que no existan.
La frase de Álvaro me hace pensar que me encuentro ante un niño que es algo más que un niño.
—¿Cómo te imaginas tú a los Reyes?