Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
Derecho Penal[126]:
Yo fui alumno de él, pero ese curso me matriculé «libre», para evitar el encuentro personal, que, sabiendo de su talante, podía prever que no iba a ser cómodo para mí, a causa de su notorio sectarismo ideológico. Aprobé el examen escrito, pero, cuando invitó a un nuevo examen (creo que oral) para «mejorar», con la amenaza de posible suspenso, me acobardé, y contenté con ese «aprobado». Por otro lado, nos estafó al cobrar, al principio de curso, por unos pocos pliegos de su libro, que no tuvieron continuación (los conservo), el precio entero del libro. Puedes creer que era un profesor muy poco querido por los alumnos, y menos por las pocas alumnas de entonces. El atentado que sufrió, al volver a su casa, en la calle de Goya, fue una mala torpeza; pero eran «estudiantes católicos», de los que recuerdo bien a uno, que fue muerto en Madrid en los primeros momentos de la Guerra: un acto del todo reprochable, pero que revelaba la malquerencia de muchos alumnos[127].
Por su coherencia personal, Álvaro d’Ors recordaría con admiración la figura de Eloy Montero, catedrático de Derecho Canónico, ya que supo llevar su condición de sacerdote con normalidad y mantenerse firme en sus ideas en aquellos años turbulentos:
Yo recuerdo, en todo caso, y lo recuerdo con nostalgia, que, cuando andaban quemando iglesias y conventos, expulsando a los religiosos y demás desmanes de la República, siendo yo estudiante de la Central, Don Eloy Montero, catedrático allí de Derecho Canónico, no tuvo ni asomo de deserción: seguía con su sotana, hablando claro sobre las exigencias de la Iglesia[128].
Otros profesores de Derecho, de los que guardaría buen recuerdo, fueron Nicolás Pérez Serrano (Derecho Político), Galo Sánchez Sánchez (Historia del Derecho) y Felipe Clemente de Diego (Derecho Civil), aunque con este último se matriculó como alumno libre[129].
En este ambiente crispado que le tocó vivir, Álvaro d’Ors llegó a presagiar la guerra civil que iba a asolar España a lo largo de un examen que hizo para subir nota en Derecho Internacional:
Siendo yo estudiante de la Central, y (...) un joven de talante pacífico y exclusivamente intelectual, presentía, cuando todavía no era previsible el Alzamiento del 36, esta necesidad de una como «redención cruenta» del ser auténtico de España. Tuve ocasión de expresar este sentimiento oscuro en un examen escrito para matrícula de honor en el curso de Derecho Internacional Público que dirigía don Antonio de Luna. El tema por él propuesto era un comentario a un texto de Bernardino de Saint-Pierre. Hablé yo entonces, en aquel ejercicio (que, naturalmente, se habrá perdido), de una necesidad de «redención cruenta» de la España entonces sumergida en una gravísima crisis de identidad (No es sorprendente que mi ejercicio no fuera favorablemente juzgado)[130].
Para los tiempos que corrían, la Facultad de Letras era el polo opuesto al ambiente que se vivía en la calle de San Bernardo: un auténtico remanso para cultivar la mente. El edificio estaba limpio. Entre el alumnado había ya un porcentaje significativo de mujeres, y la organización de las clases, seminarios y bibliotecas que había impulsado Manuel García Morente, catedrático de Metafísica y Decano de la Facultad, se dejaba sentir positivamente en todo el conjunto. Julián Marías, Carlos Alonso del Real, Julio Caro Baroja, Carmen García Parra, Antonio Tovar, Martín Almagro o Manuel Fernández Galiano son algunos de los compañeros que compartieron aulas con Álvaro d’Ors. Los profesores con los que tuvo un trato más intenso fueron, de acuerdo con sus intereses, los de Filología Clásica: Pedro Urbano González de la Calle[131], del latín, y José Alemany Bolufer y su adjunto, el canónigo Daniel García Hugues, de griego.
UN DURO GOLPE
A pesar de los antecedentes que dan a entender una infancia feliz, y el inicio de una juventud repleta de lecturas, estudios, viajes, buenos amigos y otros muchos acontecimientos envidiables por cualquier chico de su época, la vida de Álvaro d’Ors no siempre transcurre de esta apacible manera. Hay un momento en el que recibe un golpe especialmente fuerte que calará muy hondo en sus sentimientos. Pese a su madurez personal, se encuentra aún en una edad vulnerable cuando se produce.
Su vida había estado hasta entonces rodeada del cariño y de la estimulante personalidad de sus padres. A este afecto correspondió él siempre, expresando sus sentimientos de acuerdo con su propio carácter afectivo. Pero llega un momento en el que sus padres deciden divorciarse. Muy pocas personas habrán oído a Álvaro d’Ors referirse a esta ruptura, a pesar de que fue un divorcio sonado, suficientemente conocido en su momento y aireado por la prensa, porque se trató de uno de los primeros que tuvieron lugar en España tras la aprobación de la correspondiente ley por parte del Gobierno de la República[132]. Así pues, en 1934, en el inicio de su juventud —19 años—, Álvaro d’Ors tuvo que hacer frente a las inevitables tensiones familiares con las que se vio obligado a convivir.
El noviazgo de Eugenio d’Ors y María Pérez Peix había sido muy largo, en buena medida por la oposición del padre de la novia, que hubiera querido casar a su hija mayor con algún industrial conocido y con buena posición económica, sin que su empeño prosperara. En cambio, Xènius, a pesar de vivir con cierta holgura, no tenía especial fortuna personal (tan solo lo correspondiente a su herencia materna: unas viviendas alquiladas con rentas bajas), ni parecía apuntar hacia ninguna de las vías habituales en la época para enriquecerse. Sus aficiones artísticas y literarias le habían hecho aparecer ante la familia de ella como un bohemio. Cuando finalmente se casaron, el 10 de octubre de 1906, en la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de los Ángeles de Barcelona, la boda se celebró casi en la intimidad familiar, sin los fastos ni los gastos que cabía esperar por parte de una persona con la posición de Álvaro Pérez, a quien se le casaba su primera hija. Tampoco quiso actuar como padrino en la ceremonia, y su papel lo ocupó el poeta Joan Maragall. Hasta tres años más tarde no iría a ver a los recién casados a su residencia de París, y siempre manteniendo una cierta distancia con su yerno, con quien nunca llegó a tener una relación normal. En palabras de Víctor d’Ors, «las tensiones se percibían en aquellas comidas largas y suculentas de 5 platos de los domingos en la calle de Caspe»[133].
Tanto Eugenio como María eran contrarios al divorcio como recurso para arreglar los problemas de un matrimonio. Su formación cristiana y también la mera visión humana de las consecuencias de esta acción les hacían situarse en el bando opuesto[134]. No obstante estas premisas, en un momento determinado se produjo el divorcio. A partir de aquí, el distanciamiento entre Eugenio d’Ors y la familia Pérez-Peix fue total. María Pérez Peix encontró un apoyo grande en su hermana Pilar, que, casada con un oficial de la Guardia Real, Alfonso Martínez Pérez, residía también en Madrid. Por su parte, Xènius se quedó prácticamente sin familia, ya que su hermano José Enrique había fallecido poco tiempo antes. Los hijos menores, Juan Pablo y Álvaro, alternaron periodos viviendo con su madre o en alguna residencia, mientras que Víctor, ya con 26 años, se independizó por completo.
Pasado el tiempo, casi al final de la guerra civil española, Álvaro intentaría que el matrimonio se reconciliase[135]. Pero los Pérez-Peix se opusieron frontalmente a esta posibilidad y no consintieron que María, después del escándalo vivido en su momento, lo arreglara todo «como si no hubiera pasado nada». Da la sensación de que el inevitable cúmulo de desagradables situaciones paralelas que se suelen producir en estos procesos había recaído más en las familias que entre los propios esposos, y que fueron los parientes los que hicieron valer, finalmente, su opinión contraria a cualquier tipo de concierto.
A partir del divorcio, las relaciones de Álvaro d’Ors con su padre se verían afectadas para el resto de su vida. Seguiría viéndole con mediana regularidad, en la medida en que don Eugenio viviera en España, dado que su aversión a la República recién instaurada le hacía pasar temporadas cada vez más largas en París[136]. Quizás algún psicólogo pudiera referirse a la ruptura de los padres de Álvaro como un trauma sufrido en plena adolescencia; la cuestión es que jamás hablaría a su familia sobre este asunto[137].
Durante el resto de su vida adoptaría siempre una postura muy firme sobre el hecho mismo del divorcio[138] («uno de los mayores males de nuestra sociedad» solía decir), al tiempo que se volcaba en comprensión y adhesión hacia los hijos de