Con voz propia. Nina

Con voz propia - Nina


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zapatos, mi primer trabajo remunerado, ganaba 14 000 y 7000 las daba a mis padres. Ganar 7000 en un solo día por cantar durante tres horas fue una experiencia que tardé tiempo en entender y digerir. Treinta años no son muchos años, pero cuando miro atrás empiezo a sentir vértigo.

      Ahora que enhebro las primeras líneas de esta aventura tan deseada como temida, pienso que no me importaría en absoluto escuchar tu voz. Acostumbrados como estamos a compartir emociones a través de ella, tú en la platea y yo en el escenario, quizás se te haga extraño no oírme y, en cambio, leerme. Tal vez me resultará extraño pensarte y no percibirte en la oscuridad del patio de butacas. Probémoslo. Al fin y al cabo es nuevamente la voz la que nos unirá mientras dure la lectura de estas líneas. Más de una vez, sin conocernos, hemos sido partícipes de historias contadas con palabras, gestos y notas. Ahora, en el silencio de tu lectura y mi escritura volvemos a ser cómplices alrededor de un instrumento misterioso, capaz de levantarnos el ánimo, transportarnos emocionalmente e incluso mimarnos el alma cuando estamos dolidos. Cambio el señuelo, pero el anzuelo sigue siendo el mismo y escribo sobre la voz. Ahora que hace treinta años que somos pareja de hecho, me apetece ordenar y compartir algunos de los impagables momentos que hemos vivido juntas a lo largo de esta travesía por los caminos del oficio de actriz y cantante. Hemos tenido el privilegio de explorar rutas diversas que nos han puesto a prueba y nos han obligado a conocernos a fondo, saber hasta dónde podíamos llegar, ser conscientes de nuestros límites y nuestras necesidades. La voz ha sido vehículo y compañera de trayecto, una especie de mochila que he llevado colgada a la espalda y donde he ido guardando experiencia compartida y acumulada dentro y fuera del escenario. La voz ha sido un pequeño motor, una especie de fuerza que me ha empujado a desarrollar un oficio inestable por naturaleza, y lo sigue siendo ahora que desde hace nueve años me guía en su estudio, quizás de forma natural, quizás de forma buscada, quizás para entender la naturaleza de un instrumento frágil, cambiante y misterioso. Treinta años para sentirla y vivenciarla. Nueve años para estudiarla y entenderla. Y el resto de años que vengan para seguir la huella del aprendizaje, ensamblar vivencia y conocimiento y crear complicidades con el público desde el escenario o fuera de él. Vacío la mochila sobre la mesa de mi casa. Como era de esperar, aparece de todo un poco. Empezaré a separar pacientemente el puñado de vivencias que sirvan para hablar de aquello que conozco y amo.

      Escojo, pues, las notas, y me lanzo a componer esta primera partitura con la voluntad de acercar el oficio de actriz-cantante a quien quiera conocerlo. La orquestación con que visto la pieza es tan variada como los factores que hacen posible el oficio y los que dificultan su desarrollo. Lo reivindico, el mío y cualquier oficio. Ahora casi no se oye a nadie hablar de ello, más bien hablamos del trabajo o del puesto que ocupamos en la empresa donde trabajamos. Raramente se usa el término cuando uno habla del papel que desarrolla en la sociedad y de qué forma le es útil. Hablo de la voz a través de un oficio que he aprendido a fuerza de conocer mi voz. Hablo también de cualquier voz. De las voces de los que la usan profesionalmente y de los que no. De los que no tienen voz pero pueden oír las voces que los rodean, y también de los que no las oyen pero que con la ayuda de las nuevas tecnologías y la rehabilitación logopédica han sido capaces de desarrollar la voz y el lenguaje para así articular aquellos sonidos que les permiten hacerse entender e interactuar con el mundo.

      Tu voz es única e irrepetible, como tus huellas dactilares. La dotación anatómica con la que naciste, la voz de tus padres, la lengua que hablas, la cultura a la que perteneces, las voces que te rodean y la música que escuchas, entre otros factores, han ido construyendo a lo largo de los años el sonido que te representa. La voz es el soporte sonoro del pensamiento generado en el silencio de tu cerebro. Si las lenguas, a través de un repertorio específico de palabras, representan tu mundo, la cultura a la que perteneces y la realidad que te rodea, la voz, mediante un abanico de rasgos acústicos, no solo te representa y caracteriza sino que, además, informa sobre tu estado anímico y es literalmente imposible evitarlo. Tendríamos que cerrar el grifo de la información que viaja por las vías nerviosas encargadas de la fonación, cosa totalmente inviable. Para bien y para mal, las emociones penetran en tu voz. Hete aquí que por la voz se te detecta, interpreta o aprecia cualquier sutileza que las emociones, en forma de matiz acústico, aportan a tu mensaje. La voz es un DNI sonoro, un documento de identidad acústico que contiene y transporta en ondas sonoras toda clase de información sobre su propietario. La usas a diario cuando y como quieres. La tienes siempre a tu disposición, y será compañera de viaje en proyectos vitales, personales o profesionales, siempre que la cuides como a cualquier otra parte de tu cuerpo, no solo por una cuestión de salud, que también, sino porque es el gran canal de expresión que te permite la interacción con el mundo. Tú no lo recordarás porque bastante ocupado estabas en ese momento, pero al nacer lo primero que hiciste después de respirar por primera vez fue emitir un sonido. El pistoletazo de salida de la carrera que acababas de iniciar era un grito producido por tu laringe, un instrumento que al asomar la cabecita del vientre de tu madre te permitió manifestar las dos primeras señales inequívocas de vida. En aquel momento no te planteaste cómo abrir la glotis[1] para dejar pasar el aire y respirar, ni cómo volver a cerrarla para unir las cuerdas vocales y articular aquel grito. Tu sistema nervioso estaba suficientemente maduro para poder desarrollar ambas acciones. Si lo piensas un momento, ahora tampoco tienes que hacer gran cosa para articular el puñado de sonidos que emites desde que te levantas hasta que te acuestas. En este instante, mientras lees, tu laringe va produciendo pequeños movimientos. Fíjate. Tal vez hasta se te escape algún sonido ensayando algunas de las vivencias vocales que compartiremos. ¿Te has preguntado alguna vez cuántas horas al día utilizas la laringe? Veinticuatro. Nunca descansa. Siempre está en guardia, incluso cuando muscularmente está en reposo para poder cumplir su gran función vital, la que nos da y nos quita la vida. La respiración.

      El abuelo Joan murió hace diez años, tenía noventa y ocho. Durante los últimos meses ya no sabía qué hacer para aferrarse con fuerza a la vida y arañarle un año más… «Hombre, si pudiera vivir un poquico más», me decía desde la cama. Me pregunto qué debía de sentir el abuelo cuando miraba hacia atrás. Vivir noventa y ocho años, dos guerras mundiales, una guerra civil, una posguerra y una dictadura de cuarenta años da para sentir un poco de vértigo. El abuelo era de pocas palabras, pero de repente, cuando le venía a la cabeza un capítulo de su vida, empezaba a narrarlo sin previo aviso. No le hacía falta. Como al actor que una vez en el escenario sabe que el público está allí, expectante, dispuesto a sumergirse en la historia que está a punto de explicar. El público, claro está, éramos los de casa. Me encantaba escuchar al abuelo explicando las batallas de la guerra civil y, en particular, cuando explicaba cómo lo hirieron cruzando el Ebro. Mientras narraba pausadamente los hechos con una descripción minuciosa, como si fuera la primera vez que él lo hacía y que yo lo oyera, le pedía que me enseñara los trozos de metralla que se le habían quedado incrustados en la parte interna del brazo derecho y que él jamás mostraba de no ser porque una nieta pesada se lo pedía insistentemente. Me divertía ver aquellos trocitos de bala que sobresalían de entre la musculatura del brazo cuando hacía una rotación externa con este. Ya ves tú qué gracia debía de hacerle al abuelo quedarse inmóvil en la cama durante un mes con la muerte rondándolo demasiado cerca. Es fácil comprender por qué se aferraba a la vida del modo en que lo hacía.

      No sé si alguna vez el abuelo Joan recordaría las 14 palabras que me dirigió —seguro que no con la frecuencia e intensidad con las que yo las he recordado siempre— el día que le planteé, aun no sé con qué valor, que el profesor de música francés con quien me aburría soberanamente en clase de música me había sugerido tomar clases particulares de solfeo con el objetivo de cultivar y potenciar mi, según él, singular oído. Creo que escogí un mal día para planteárselo, había demasiadas cajas de bragas por cortar. «Siéntate aquí y corta esa caja de bragas que ya te enseñaré yo solfeo», me soltó por respuesta con el humor fino y socarrón que caracterizaba a aquel hombre que con once años emigró de su Andalucía, dejando atrás la caseta de la vía del tren en Los Gallardos, la aldea donde vivía y trabajaba con su padre y desde donde, una vez por semana, se desplazaba en burra hacia el pueblo de donde provenían, Palomares, para llevarles comida a la madre y las hermanas. Pasaba un día entero para ir y otro para volver.


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