Con voz propia. Nina
trasero de un Renault 12 de la época. Habíamos dejado la autopista en Hospitalet de l’Infant dirección Vandellòs, Tivissa y Móra para desviarnos hasta nuestro destino. Mes de agosto. Ventanillas bajadas todo el viaje. Y aquella carretera de curvas que no se terminaba nunca. Me recordaba mucho a la que entonces conectaba Lloret y Tossa. Aquellos kilómetros de curvas entre el último pueblo costero de La Selva y el primero del Baix Empordà me los conocía como la palma de la mano. Los de la Ribera d’Ebre se tornaron también familiares después de cinco años de cantar en las fiestas mayores de aquellas tierras. Durante las cuatro horas largas que duró el viaje no paré de hablar por encima de los decibelios producidos por la suma del viento y la velocidad del coche. La mudez de aquella noche en Flix fue una especie de preludio del resto de noches que me esperaban hasta entrar en quirófano.
El pólipo[4] no apareció aquella noche en Flix por culpa de la parlería que me dio en el viaje, aunque este tipo de lesiones suelen debutar de manera repentina, incluso pueden hacer acto de presencia de un día para otro. Basta con un grito de rabia y enfado como los que emiten al abroncar al árbitro algunos aficionados en los campos de fútbol. Cuando oigo según qué tipo de alarido, no puedo evitar visualizar un pólipo saliendo disparado por entre el pliegue vocal. El garbancito —así es como lo recuerdo cuando el médico me lo enseñó después de la operación— se fue incubando a base de cantar una media de cinco horas diarias en unas condiciones acústicas y ambientales nada recomendables. Un buen día, harta de esfuerzos, una de las cuerdas vocales dijo basta y explotó como un globo. Con el garbancito convivimos una temporada larga hasta que el Dr. Torrent lo operó. Treinta años atrás, después de una operación de este tipo te hacían callar durante quince días. Recuerdo ir con la libretita a todas partes para poder establecer comunicación. Dos semanas después de la operación tenía verdadero pánico a emitir un sonido.
Me habían dado el alta oficial y según los protocolos de la época ya podía hablar, y en cambio no encontraba el momento de abrir la boca y articular un sonido, y mucho menos sostenerlo afinado, es decir, cantarlo. Pensaba que quizás la voz habría cambiado, que la operación habría modificado su timbre característico. Hoy en día esta práctica del silencio absoluto y continuado durante quince días afortunadamente no se practica ni recomienda. El paciente puede y debe recibir rehabilitación tanto en el pre como en el posoperatorio y el logopeda será el encargado de llevarla a cabo. Por razones que no he sabido nunca, no me recomendaron hacer rehabilitación con ningún logopeda y yo desconocía entonces la existencia de este profesional sanitario. De modo que mi rehabilitación la hice sola; eso sí, conté con la ayuda de un guía excepcional. Mi cuerpo se encargaba de desvelarme las pautas de higiene vocal a seguir, solo necesitaba escucharlo con atención y ser consciente de las necesidades que se presentaban en función de la exigencia y las peculiaridades de cada proyecto vocal a desarrollar. Perder la voz fue un tropiezo que me ha enseñado a escucharme con plena atención mientras la uso. Lesionarme hasta el punto de no poder utilizarla en meses es una lección interesante de la que se aprende, entre otras cosas, a oír, escuchar y, sobre todo y más importante, a percibir la voz independientemente del feedback auditivo y al margen de este. Trabajar de forma consciente la percepción sensorial permite construir un sistema de monitoreo interno que facilita información sobre el movimiento y el grado de esfuerzo muscular que aplicas mientras intentas dotar del equilibrio necesario para emitir el sonido que deseas a un instrumento inestable por naturaleza.
Cantar en entoldados como lo hacíamos entonces suponía someter la voz a condiciones acústicas y ambientales de lo más nefastas. Los metros y metros de lona que cubrían aquellas construcciones, destinadas a celebrar los bailes de las fiestas en los pueblos, producían un sonido extremadamente seco por no hablar del polvo que generaban. Ni los mejores equipos de sonido habrían podido facilitar la calidad ideal para cantar durante horas y horas en las condiciones en que lo hacíamos. Por un lado te peleabas con el feedback auditivo que recibías y que no se correspondía con la energía sonora que sabías y sentías que tus pliegues vocales generaban y, por el otro, te ibas tragando la polvareda que levantaba la suma de la lona, el confeti y las pisadas en el suelo de los que venían a bailar y disfrutar de la fiesta. Y así un día tras otro. Tocábamos unos ٢٦٠ días al año. Hacíamos la maleta a primeros de junio y no volvíamos a casa hasta finales de septiembre. Y venga lonas, y venga confeti y venga polvo. En los entoldados no solo tocábamos en verano, aturdidos por el calor, también lo hacíamos en invierno, petrificados por el frío que sufríamos, calentándonos manos y pies con un foco colocado en el suelo del camerino. Al acabar la maratón diaria del baile de tarde, concierto y baile de noche, me sonaba la nariz y parecía salir alquitrán. Entre moco y moco, un buen día se me apareció la imagen de mi aparato vocal. Si mi nariz había filtrado tal cantidad de suciedad al acabar un bolo, ¿cómo debían de estar el resto de las cavidades del tracto vocal?[5] ¿En qué condiciones hacía trabajar a un instrumento que para sonar necesita de unas cavidades bien hidratadas donde amplificar las vibraciones producidas por los pliegues vocales? ¿Qué tipo de sacrificio padecía diariamente la voz para superar el repertorio de obstáculos con el que topaba el sonido que salía de los pliegues mientras se encaramaba faringe arriba para encontrar algún lugar donde resonar?
Comencé a respirar por la nariz. Siempre. Hablando, cantando o callando. O, dicho de otra manera, procuraba mantener la boca cerrada siempre que podía. Me costó Dios y ayuda adoptar ese hábito porque la desviación del tabique nasal me tenía acostumbrada a ir con un palmo de boca abierta día y noche. Respirar por la nariz mientras cantas o hablas, en las pausas (¡claro!), es de lo más inorgánico. Pruébalo. Exige una pausa más larga de lo habitual, e incluso un punto incómoda. Una incomodidad que deja de existir si en lugar de inspirar profundamente dejas que el aire entre libremente por los orificios de la nariz después de cada exhalación. No es imposible hacerlo, solo requiere sistematización. Todo es susceptible de ser mecanizado, afortunadamente. El grado de energía que invertimos al inicio de un aprendizaje no tiene nada que ver con la que utilizamos cuando aquel se ha digerido e interiorizado. La mecanización es clave para actuar y cantar. El aprendizaje se tiene que olvidar. Aquello aprendido tiene que salir automáticamente. La energía, ahora, hace falta invertirla en el texto, la nota o el gesto y ponerlos al servicio de lo que se quiere explicar, sin esfuerzo ni tensión. Con un texto o partitura delante es fácil —y necesario— ordenar las respiraciones que vas a hacer. Es fundamental situar en el papel —y en el cerebro— cómo y cuándo dejarás entrar ese aire y programar muscularmente el grado de retención que te permitirá dosificar su salida con el objetivo de tejer el discurso sonoro tal y como lo has imaginado y estructurado previamente.
No estaba dispuesta a volver a pasar por el quirófano. Si la nariz, sin utilizarla adrede, filtraba con gran eficacia aquella polvareda, no le importaría detener unos cuantos miles de ácaros más: los que a partir de ahora no dejaría entrar por la boca. Estaba convencida de que tanto la acústica como las condiciones ambientales de las que hablo habían contribuido al forzamiento y, este, a la aparición del pólipo. Cuando escucho grabaciones de aquella época con el oído y los conocimientos de ahora, no tengo la percepción —tampoco la tenía entonces— de que mi gesto vocal fuera forzado por naturaleza o que llevara la voz a terrenos pantanosos o arriesgados. La voz, como el resto del cuerpo, está sometida a factores internos y externos, y no siempre sabemos o podemos controlar ni los unos ni los otros para evitar completamente sus efectos. Utilizamos la voz en condiciones ambientales desfavorables; en espacios llenos de cortinas polvorientas; en aulas de acústica imposible con alumnos poco respetuosos y nada conscientes del esfuerzo vocal de quien tiene que dar clase durante horas y horas; en auditorios de grandes presupuestos y dudosa rigurosidad acústica. Solo en los teatros antiguos uno encuentra una acústica amable, una temperatura más o menos agradable y, con un poco de suerte, personal técnico cualificado y consciente de las necesidades básicas que músicos, actores, bailarines y cantantes tienen que ver cubiertas. Pero, en general, es enorme el desconocimiento y la falta de conciencia sobre las condiciones ambientales propicias para instrumentistas e instrumentos. Hoy está prohibido fumar en los teatros, pero aun hay conciertos o funciones en los que, mientras cantas, desde el escenario te llega a la garganta el humo de un cigarrillo que alguien del personal fuma con la puerta de emergencia del escenario abierta de par en par.
El Sr. Bofill cogía la silla de madera, la bajaba del entarimado donde tocábamos y la alineaba de lado. Se sentaba.