Con voz propia. Nina
baile, hasta que Emili Juanals gritaba: «¡Chicos! ¿Nos vamos?». Este era el grito de guerra. Al oír estas palabras —exactamente siempre las mismas— todo el mundo corría a coger el instrumento. El Sr. Bofill era el único que no se impacientaba. Por nada. Se levantaba tranquilamente de la silla con una elegancia difícil de explicar, la plegaba y colocaba la embocadura del saxo a la boca como si nunca hubiera existido aquella media parte de descanso. Tenía sesenta y dos años, el Sr. Bofill. Era hombre de pocas palabras y sonrisa dulcísima. Siempre me impresionó el orden, la disciplina y tranquilidad de aquel hombre, atributos que sin duda debían de ayudarlo a hacer un trabajo durísimo durante toda su vida. Un músico de cobla-orquesta como tantos otros que al llegar de madrugada a casa dormía tan solo unas horas para incorporarse temprano a otro trabajo. Casi todos desempeñaban dos oficios. En la provincia de Girona y en el circuito musical del que hablo, llegar de tocar a las tantas de la madrugada e ir a trabajar al cabo de unas horas era un hecho de lo más habitual. Los músicos, además de hacer de músico, tenían otras ocupaciones. «¿En qué trabajas?» «¿Yo? Soy músico.» «Ya… pero ¿de qué vives?» No es un chiste. Lo había oído preguntar en más de una ocasión. Llevábamos una vida de titiriteros. Añorábamos la comida de casa, la cama y el cojín. Al terminar el verano, además de un puñado de kilómetros y escenarios, acumulábamos sueño, mal comer y mal humor. Por una cuestión de salud hacíamos el esfuerzo, con mayor o menor fortuna, de no dirigirnos demasiado la palabra como medida de protección de nuestra integridad física. Una vez terminado el período de actuaciones masivas, cuando nos reencontrábamos de nuevo en otoño para algún bolo esporádico, las bregas del verano ya se habían difuminado. En resumidas cuentas todo era como un intensivo avanzado sobre convivencia —y supervivencia— que compartíamos juntos, en el escenario y fuera de él, a tiempo completo, por así decirlo. De los músicos con los que tuve el privilegio de compartir aquellos cinco primeros años de vida profesional heredé un know-how impagable sobre gestión en relaciones humanas. Recuerdo intensamente aquella época. Está lejos en el tiempo, muy lejos, y en cambio tan presente en el pensamiento y el corazón. Un sentimiento de estima profunda me invade cuando pienso en ello. Estima hacia unos músicos de los que aprendí lo que verdaderamente hace falta saber sobre este oficio, lecciones imposibles de encontrar en el plan de estudios de ninguna carrera universitaria. No sé cómo habría sido mi trayectoria en el caso de haber vivido otros inicios. Lo que sí sé es que aquel aprendizaje ha marcado profundamente cada uno de los pasos que han venido después.
Se acabó aquello de ir empotrada en el asiento trasero de un Renault 12 con tres músicos más. ¡Autonomía! El r5 de segunda mano y yo íbamos juntos de bolo. Quedaba también atrás la época en que mi madre me esperaba en el coche tejiendo o haciendo ganchillo hasta que se quedaba dormida y yo la despertaba de madrugada una vez terminado el baile. Mamá me llevaba a los bolos cuando por combinación no podía viajar con el resto de músicos. Lo hizo durante dos años hasta que me saqué el carnet justo al cumplir los dieciocho. Cuando llegábamos a casa de madrugada, me metía en la cama y ella se iba al laboratorio fotográfico donde trabajaba. En los meses de verano entraba a trabajar a las cuatro de la madrugada porque las fotos tenían que salir necesariamente a media mañana para ser entregadas en las respectivas poblaciones de donde venían para ser reveladas. Nunca le ha dado ninguna importancia al hecho, más bien se lo ha quitado, argumentando que yo habría hecho lo mismo por un hijo mío. No estoy tan segura de ello. Ya entonces era consciente del esfuerzo que hacía mi madre pero no fue hasta años más tarde cuando me di cuenta de lo que realmente esta mujer había llegado a hacer por su hija. Si hoy puedo escribir estas líneas que hablan de la voz y el oficio es, sin duda, gracias a su infinita generosidad. Cuando la fuerza del sentimiento es tan punzante como la que siento ahora mismo mientras escribo sobre mi madre, más vale no perder el tiempo encontrando palabras para describirla.
Aquel 20 de febrero de 1983, en La Fraternitat de Martorell, mientras faltaban unas horas para estrenarme como cantante profesional, los músicos no paraban de preguntarme si estaba nerviosa. Yo les contestaba con un monosílabo. No. ¡Qué insistencia! Ellos parecían, no diré que nerviosos, pero un punto excitados y expectantes. No paraban de frotarse las manos, de caminar arriba y abajo. Me miraban y me dedicaban una sonrisa con cara de tranquila, que todo irá bien. Cuando por última vez Pere Millet, músico y colega con quien me une desde entonces una bella amistad, se acercó para darme un golpecito en la espalda y decirme: «Tú tranquila, pequeña, tú piensa que aunque vaya mal en la cárcel no te meterán», me salió como una buchada decirle: «¿Pero por qué tengo que estar nerviosa si estoy a punto de hacer lo que más me gusta en este mundo?». Por lo visto los debí de convencer, porque nadie se volvió a interesar por mi estado anímico. El baile empezó a la hora prevista. Subí al escenario y, como si hubiera llevado aquellos taconazos toda la vida, bailé y canté las piezas que habíamos estado ensayando durante un mes. Fueron las dos horas y media más cortas de mi vida. Al acabar todos me felicitaron y me informaron de que una vez acabado el baile no podíamos marchar sin antes haber recogido los cables, desmontado las tarimas y cargado el material en la furgoneta. Empecé por mi cable. Una vez recogido, ordené en su estuche el micrófono Electro Voice PL50 que Emili me había aconsejado que comprara —50.000 pesetas de las de entonces— y una vez hecha esta tarea seguí recogiendo los cables que me iba encontrando por el camino. Ellos también lo hacían. Limpiaban, lustraban y guardaban los instrumentos. Llevaba veinte minutos enrollando cables cuando me advirtieron de la broma. No pude escapar de recibir una novatada que, todo hay que decirlo, me tragué absolutamente. Aunque si hubiera tenido que desmontar cada día al acabar no me habría importado en absoluto. Era feliz. E inocente. Muy inocente. Ahora, cuando en algún concierto llevo material mío y al acabar lo desmonto y lo guardo, me veo a mí misma con unos pantalones de pana color lila, un jersey de lana que había tejido con la ayuda y guía de mi madre, una coleta al lado de la oreja izquierda y el brazo derecho completamente forrado de cable negro, desde el codo hasta la escotadura entre los dedos índice y pulgar.
Mi primera actuación, el 20 de febrero del 1983.
Pere Millet se quedaría asombrado si supiera la cantidad de veces que utilizo su sentencia para bromear con mis alumnos cuando las cosas no les salen como esperan. Yo misma tendría que aplicarme a menudo la regla cuando me olvido de relativizar las situaciones que me imponen y procurar reencontrarme con la agradable sensación de no pasa nada, puedo con todo que sentía de joven al salir al escenario. Los años vienen acompañados de serenidad pero también de responsabilidad y consciencia. Sería todo más fácil si encima del escenario viviéramos en la ignorancia más absoluta de lo que hacemos, lo que generamos y lo que recibimos del público una vez estamos en la palestra, y empleo adrede esta palabra porque, allí arriba, lo que se produce mientras el público ve la función o escucha el concierto es una verdadera lucha con uno mismo. Para movernos en el escenario con plena libertad necesitaríamos protegernos de nosotros mismos, aislarnos, desconectarnos de forma temporal de la mente, o parte de ella, de manera que el mono que va saltando cada dos por tres por las ramas del cerebro, de pensamiento en pensamiento, de juicio en juicio y de creencia en creencia nos dejara en paz y pudiéramos disfrutar del texto que decimos y las notas que cantamos. Pere Millet se quedaría de una pieza si supiera cuán presente tengo, treinta años después, su sentido del humor, su talante, su humanidad.
Una voz en off que conozco y que me impone me abronca socarronamente desde el control de realización de los estudios de Prado del Rey cuando no hago, ante la cámara, aquello que me pide que haga mientras interpreto a una heroína de cómic acompañada de siete bailarines. Me habían invitado a cantar en el programa de más audiencia de la televisión después de que una semana antes me presentara como su nuevo descubrimiento el músico Xavier Cugat. Me di de bruces con aquel «nuevo título» prácticamente allí, en el plató, mientras Xavier Cugat lo soltaba con su ironía y simpatía. Antes de escuchar la sorprendente noticia sobre mi persona, lo único que sabía era que nos íbamos de bolo con la orquesta ni más ni menos que para actuar en el Un, dos, tres y que cantaría Georgia on my mind. Lo que tenía que ser un bolo más se convirtió en un hecho que me cambió radicalmente la vida. Emprendo estas líneas y viene a mí como una bocanada aquel preciso momento en que en un plató enorme empieza sonar un playback y tengo que cantar sobre él fingiendo que canto.