Con voz propia. Nina
da la posibilidad de crecer, explorar nuestras capacidades y desplegar todo nuestro potencial. La técnica debe estar al servicio de la voz. Al final, lo importante es pasar la información por el propio cedazo y otorgarle alma y singularidad.
A pesar de este desconocimiento anatómico y funcional sobre mi instrumento, siempre he conocido mi voz. Me he sentido muy cerca de ella. Sé cómo está incluso antes de oírla cada mañana. Hemos hecho un largo camino juntas y hemos aprendido a organizarnos del mejor modo posible. Pero a los veintiún años, por cuestiones orgánicas de la edad y por inexperiencia, uno es incapaz de reconocer el sonido de su voz, son muchas las influencias que recibimos, y no solo musicales. La voz se va enriqueciendo o empobreciendo según los modelos en que se refleja. El criterio sobre el propio sonido llega más tarde. Si llega. Alguna vez he oído decir que la voz guarda cierto paralelismo con el vino y, ciertamente, el tiempo es clave para madurar, desarrollar la personalidad vocal y cierto criterio, no solo hacia la propia voz sino también sobre las voces que nos rodean. Los cambios que habitualmente sufre la voz a causa de los procesos orgánicos que comporta la edad son prácticamente imperceptibles en cantantes entrenados. Es de agradecer que un oficio cuya principal característica es la inestabilidad tenga algún tipo de ventaja ante otros que presentan más seguridad emocional y económica. Los actores y cantantes envejecemos, claro está, pero gracias al entrenamiento podemos llegar a la vejez físicamente y vocalmente más jóvenes de lo que nos tocaría por nuestra edad cronológica. Me gusta pensar que este es el regalo que nos llega a medida que cumplimos años. El instrumento ciertamente mejora con el paso de los años si el propietario se encarga, como y cuando hace falta, de su mantenimiento.
Al abrir el armario del cuarto de coser me tropecé con un sospechoso maletín negro. Hacía meses que nos habíamos independizado, por así decirlo, de los abuelos. Habíamos dejado la casa del abuelo Joan para ir a vivir a un piso cerca del mar. Por lo visto, durante la mudanza nos llevamos una overlock porque en el cuarto del que hablo mi madre todavía cosía algunas bragas por la tarde, al llegar del laboratorio fotográfico donde había empezado a trabajar. Yo nunca más volví a cortar las gomas. Cuando entraba en el cuarto de coser miraba de reojo la overlock con cierto desprecio, como si aquel trozo de hierro pudiera llegar a percibirlo. No sabía qué hacer. Me moría de ganas de abrir aquel maletín y al mismo tiempo sabía que no debía hacerlo. Aunque nadie me pillara, sabía que no estaba bien abrirlo y no tenía que hacerlo. Y punto. Estuve días dándole vueltas al tema. Dudaba si contárselo a mis hermanas. Ganas no me faltaban. Quizás ellas conocían la existencia del maletín. No. No se lo diría. Me moría de vergüenza solo con pensarlo. Lo haría pero no se lo diría a nadie.
Con las penurias que pasaba mi madre para llegar a final de mes, la última cosa que me podía imaginar al abrirlo es que me había comprado un tocadiscos, pagado a letras como se hacía antes, cuando su trabajo le costaba a aquella mujer llegar a final de mes. Que aquel artefacto era de mi propiedad lo supe días después cuando me lo regaló pero al abrir a escondidas la misteriosa maletita negra me quedé bastante indiferente e incluso un poco decepcionada. ¿Un tocadiscos? Pensaba encontrar algo más estrafalario. ¿De quién demonios debía de ser? Evidentemente, nuestro no era. Seguramente mi madre lo había guardado allí por alguna razón que desconocía y que algún día sabría. Pues sí, sí que lo supe. Las noches que siguieron no pegué ojo. La ilusión me lo impedía. Me despertaba cada dos por tres para asegurarme de que el tocadiscos estaba exactamente donde lo había dejado.
aun tiene aguja, y alguna vez he hecho sonar algún disco. Era monofónico aunque eso lo supe años más tarde. Qué sabía yo entonces de si sonaba un canal o sonaban dos. Estereofónico o no, el caso es que aquello sonaba y era mío. Y podía escuchar voces. No dependería nunca más de la radio para escuchar música. Aquel aparato me daba libertad para escoger lo que yo quería oír. Claro que en la radio también podía girar el dial cuando una voz no me gustaba. Pero el tocadiscos era un grado más. Implicaba escoger.
Conscientes o no, desarrollamos un criterio sobre la propia voz y las que nos rodean. En cuestión de voces, tomamos decisiones y escogemos igual que hacemos en muchos aspectos de la vida. Escogemos con plena consciencia, por ejemplo, al girar el dial de la radio cuando no soportamos la voz que oímos o para encontrar aquel programa que nos gusta, no solo por su contenido sino por lo que nos transmite la voz de quien lo conduce. Hay voces que nos enamoran, mientras que otras nos resultan insoportables. Podríamos cambiar perfectamente aquel refrán y decir contra voces no hay disputas. Existe cierto consenso, sin embargo, en que las voces graves y con cuerpo son las más atractivas. De hecho, es conocido el fenómeno de transformación deseada y consciente de aquellas voces femeninas que para reforzar su autoridad han adoptado un timbre de voz más grave, estrategia que, afortunadamente, debe de ir a la baja porque la inteligencia y capacidad femenina para ocuparnos de según qué responsabilidades está más que probada. No nos hace falta ganarnos la confianza de nadie utilizando una fachada acústica que se corresponda con aquello que se espera de nosotras. Graves o agudas, cálidas o estridentes, en materia de gustos vocales no hay absolutamente nada escrito ni válido para todo el mundo.
Escogemos las voces en la radio, en la televisión, en la calle, en el trabajo e incluso las escogemos en las aulas de las escuelas o universidades cuando nos encontramos ante un profesor que habla con volumen, entonación y ritmo adecuados. No quiero decir que escojamos al profesor —esto, desafortunadamente, en muchos casos no podemos hacerlo— sino que nuestro cerebro escoge conectarse o desconectarse en función del listón comunicativo que nuestro emisor sea capaz de alcanzar. Se puede dar el caso de que te interese el contenido del mensaje pero la monotonía de la voz y la ininteligibilidad acaben por provocar una irremediable desconexión neuronal, y nunca mejor dicho.
Sin estudios científicos a mano que lo prueben, me atrevo a afirmar que la voz tiene un impacto en el interlocutor y que juega un rol vital en la conexión entre individuos. Que podamos sentir, o no, afinidad con una persona que acabamos de conocer puede ser cuestión de segundos, los que tardemos en percibir la sequedad o la amabilidad, la ternura o la dureza, la convicción o la duda, la verdad o el engaño a través del timbre, el tono, el volumen y el ritmo de quien nos habla. Las palabras encuentran en la voz el soporte acústico para volverse audibles, y justamente por este canal viaja una información no explícita en lo que decimos pero perfectamente perceptible y codificable que informa y condiciona a nuestro interlocutor.
Los formadores en presentaciones orales de alto impacto se preocupan de los contenidos, de la construcción del mensaje, pero no del instrumento que lo hace posible. Es lógico entonces, que no estén demasiado de acuerdo, como leo a menudo, con la famosa regla 38%-55%-7% de Albert Mehrabian,[2] resultado de la investigación que el psicólogo llevó a cabo y con la cual demostró que el impacto de la comunicación verbal y la no verbal es superior a la del propio mensaje, es decir, superior a las palabras que empleamos para comunicar. Probablemente porque la investigación es por encima de todo replicabilidad y esta es totalmente necesaria para poder generalizar los resultados de una búsqueda, no se hacen esperar las voces que postulan que, en ningún caso, un estudio enmarcado en el ámbito de la comunicación de emociones y sentimientos puede generalizarse a todos los contextos y registros comunicativos. Tienen razón. En parte.
Como profesional preocupada y ocupada en mejorar el uso vocal y las habilidades comunicativas de aquellos que me confían sus voces, confieso que la regla de este buen hombre me va como anillo al dedo. No obstante, entiendo que se pueda encontrar descompensando el grado de impacto que, según los resultados del estudio, las palabras ejercen en el interlocutor (7%) frente al grado de impacto que provoca el instrumento que las materializa (38%). Dicho esto, estoy segura de que eres muy capaz de imaginar qué pasaría si dispusiéramos de un discurso magistralmente construido y desastrosamente articulado. Tengan razón los unos o los otros, lo cierto es que a través del sonido, palabras e intenciones quedan enroscadas para ir en una misma dirección, o no. Excepto en el ámbito periodístico, donde la voz, a nivel acústico, debe correr tan paralelamente como pueda el camino de la objetividad en relación con la información que transmite, en otros ámbitos lo que desea el comunicador es convencer (políticos), ilusionar (empresarios), emocionar (actor, cantante), alentar (profesor), vender (comercial) o motivar (entrenador), en definitiva, ser capaces de transmitir con eficacia el mensaje y alcanzar un objetivo. Ahora bien, cuando de forma forzada añadimos emoción