Con voz propia. Nina
máximo. Te sentías mimado y considerado. Sonja me empujaba hacia el escenario y yo me subía a él sabiendo de memoria qué cámaras estarían pinchadas a lo largo de la canción. Preparada para contar la historia a través del objetivo negro.
Antes de pisar el Palais de Beaulieu, convertido para la ocasión en un plató de medidas desmesuradas, había acumulado algún aprendizaje ante la cámara, especialmente en la etapa del concurso Un, dos, tres donde grabábamos semanalmente dos y tres canciones. De hecho me harté, en el buen sentido, de cantarle a un objetivo, cosa que, todo sea dicho de paso, no es de lo más inspirador, para qué nos vamos a engañar. Estaba habituada a tener al público delante, verlo, sentirlo, y en el plató lo único que tenía delante era unas gradas vacías. Grabábamos todas las piezas musicales sin público, en presencia de cinco cámaras con los respectivos operadores y ayudantes. Al principio fue realmente complicado. Nunca sabía dónde mirar. Por más que me ordenaran que mirara a cámara, no lo hacía. La vergüenza se me comía. Los focos deslumbraban y no veías mucho más que el piloto rojo situado sobre cada objetivo y las piernas del operador detrás de aquella carcasa. Me urgía una estrategia para vencer aquella vergüenza. La estrategia consistió en entender que tras aquellos objetivos había personas.
Al oír las primeras notas del piano escritas en el arreglo de Juan Carlos Calderón, pensé en mis padres y los sentí tras la cámara. Al pisar aquel escenario inmenso y oír los primeros acordes pensé en ellos, en cómo estarían viviendo aquel preciso momento. No sé si, instantes antes de empezar a emitir las tres primeras notas sin saber si sonarían temblorosas o decididas, pensarían ellos, como lo hice yo, en el apoyo incondicional que me habían dado desde que empecé a cantar. Me invadió un sentimiento de gratitud profundo que me acompañó toda la canción. Así fue como aprendí a mirar a cámara. No me costó nada, entonces, sentir verdadera estima por aquel pedazo de cristal. Pensaba en mis padres, los imaginaba al otro lado del objetivo, sonrientes, alentándome. Siempre alentándome. No hacía falta hacer nada más. La cara se iluminaba. Todo fluía. Lejos de dispersarse, la energía generada por la voz se condensaba a mi alrededor para salir proyectada con la fuerza necesaria hacia aquella platea gigantesca. Era tan sencillo como no pensar, mientras cantaba, que lo hacía para 300 millones de personas. Cantaba pensando solo en mis padres. Si mientras actuamos pensáramos en el número de personas que nos ven, lo primero que haríamos en condiciones normales sería tomar las de Villadiego. En caso de que tengamos el coraje suficiente para quedarnos, lo más sensato y operativo una vez en el escenario es protegerse por una campana imaginaria, creada a base de concentración y atención plena hacia lo que dices mientras cantas o hablas. Esta protección no impide percibir lo que sucede en la piel de los que escuchan y, justamente, si lo que se pretende es llegar y penetrar sus epidermis hace falta estar mental y físicamente conectado al cuerpo y la voz que dice o canta un texto y unas notas. La complicidad entre platea y escenario, entre cantante y espectador no es otra cosa que el fruto de la concentración y atención plena del que actúa y del que escucha. Una vez sobre el escenario hace falta saber tirar del hilo y arrastrar suavemente al espectador hacia esta campana. Si tenemos la suerte de que entren en ella, la magia está asegurada.
El año anterior a que yo representara a España en Eurovisión, una joven canadiense había ganado el certamen con la canción Ne partez pas sans moi representando a Suiza. Y al siguiente fue invitada nuevamente al festival para presentar su primer disco, producido por el gran músico y productor americano David Foster. Céline Dion era todo empuje y energía, como su voz. La potencia, estabilidad, concreción, afinación y contundencia musical y vocal de esta mujer son atributos totalmente extrapolables a su personalidad. Que la voz refleja cómo somos y cómo funcionamos en la vida lo tengo clarísimo. Céline es uno de los ejemplos más claros que jamás he conocido. Cuando nos conocimos, en el año 1989 en Lausana, justo empezaba a promocionar su primer álbum. Era una artista desconocida por el gran público. Pero yo la recordaba perfectamente a ella y la gran canción con que ganó el festival. Después de sonar por primera vez Nacida para amar, se apresuró a buscarme. Me felicitó por la canción y desde aquel momento nos hicimos inseparables. El suyo es uno de los recuerdos más entrañables que conservo de aquellos días en Suiza. Era dos años más joven que yo y en cambio parecía que tuviera 10 más. Una mujer madura. Con las ideas muy claras y las riendas de su carrera muy bien agarradas.
Las votaciones habían terminado. Habíamos quedado en sexto lugar. No estaba nada mal. No era el primer puesto que todos nos auguraban desde que pisamos Lausana pero ya respiraba tranquilla, sobre todo porque había quedado contenta del trabajo hecho. Entre abrazo y abrazo con Calderón y el equipo, alguien me agarró por detrás de la cintura y me hizo girar como a una peonza. No sé de dónde sacaba tanta fuerza aquella mujer larguirucha y delgada. Bajamos juntas hacia el hall a participar del fin de fiesta. La mayoría de músicos de la orquesta se habían apuntado a la jam session que allí se preparaba. Mientras escuchábamos a los espontáneos que iban desfilando por el escenario, Céline no dejaba mi cintura, ni yo la suya como dos niñas que acaban de hacerse amigas y no quieren separarse ni un momento. Buscábamos un tema para cantar juntas. Ella, que llevaba a su pianista, escogió The greatest love of all, un pedazo de tema que algunos años atrás había hecho popular Whitney Houston. Nos pusimos de acuerdo en el tono y le dimos. Supongo que debí de ser capaz de cantar alguna nota —algún día volveré a ver el vídeo— porque lo que recuerdo es haberme quedado fascinada y embelesada por aquella fuerza de la naturaleza, su voz y su belleza interior.
Con Celine Dion tras cantar juntas en una Jam Session. Festival de Eurovisión 1989.
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