Con voz propia. Nina

Con voz propia - Nina


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de realización aparece ahora en el plató. El propietario de esta laringe cuya voz se hizo famosa justamente por hacerse audible solo en off camina hacia mí. Me mira fijamente con cara de pocos amigos. Entre el humo del puro que engullen los pliegues vocales de aquella voz —y los míos— y la sequedad en la garganta que me produce el aire acondicionado, empiezo a alegrarme de tener que fingir que canto. Al mismo tiempo que descubro cuán postizo es fingir que canto, también me doy cuenta de lo cómodo que es acostumbrada como estoy a sudar la camiseta cuando lo hago de verdad, es decir, en directo. Después de cuatro horas de repetir exactamente la misma canción y coreografía, empiezo a cambiar de opinión. Mi concepto de confort no pega con el dolor que siento en los pies y en el cuerpo, ni con el cansancio físico y mental que comporta repetir hasta el aburrimiento la misma canción y coreografía, eso sí, procurando mantener la frescura y empuje que de forma natural habían brotado a las 10 de la mañana cuando comenzábamos a grabar.

      Tengo la voz en off plantada literalmente ante mis narices. Sus ojos me miran. Parece que esté a punto de abroncarme de nuevo. Baja la cabeza y deja ir un suspiro de perdonavidas. Después de unos meses de compartir días y días de plató entendí que detrás de aquella pose estirada se escondía una persona de igual timidez y bondad. Pero era mi primer día y aquella postura me enojaba y me intimidaba. Si quería algo, que lo dijera claro y punto. La paciencia no ha sido nunca uno de mis puntos fuertes. Milagrosamente no lo envío a hacer puñetas. Alguien con más luces que yo debió de hacerme contar hasta 10 y, cuando iba por el cinco, la voz en off me enlaza por el brazo y empezamos a pasear por aquel plató frío, gris y con olor a puro igualtalmente como si lo hiciéramos por la Casa de Campo. Al volver del paseo entre los decorados, aun no estoy segura de si duermo y sueño o estoy despierta y lo vivo. ¿Es playback esto también… o es directo?

      Impulsiva como soy por naturaleza, acepto la propuesta que acaba de hacerme Narciso Ibáñez Serrador sin pensar ni un minuto en las consecuencias. No reflexiono ni un momento si lo que me propone es lo que deseo, persigo y me conviene artísticamente. Acepto, pues, y me voy de cabeza hacia una realidad en la que tardaré tiempo en instalarme. Cambio la calidez del escenario por la frialdad del plató. La complicidad personal y musical de los compañeros de batalla gerundenses por la relación cordial de un equipo que se reúne dos días a la semana para compartir una jornada de trabajo. La respuesta inmediata del directo por la falta de feedback instantáneo del diferido. La sensación de riesgo y peligro del escenario por la monotonía de la repetición que urge vencer. La exigencia vocal del directo por la exigencia mental de dotar de alma a un sonido enlatado mediante la actuación. Cambio un medio, el escenario, que he pisado, vivido, y me es tan familiar por uno desconocido y mitificado, la televisión. La interpretación única e irrepetible del momento por la actuación repetida hasta el aburrimiento, cuyas trampas hace falta vencer para generar el nervio y la adrenalina que solo el directo crea. El paso del escenario al plató significó uno de mis grandes aprendizajes.

      El equipo del programa en la celebración de un nuevo record de audiencia: 23.151.000 espectadores.

      Hice la maleta para irme cuatro meses a Madrid y me quedé cinco años. Qué fácil era irse de casa a los diecinueve años con un contrato bajo el brazo para participar en uno de los programas de más éxito de la historia de la televisión. Durante aquellos cinco años, además de pasar a formar parte de la factoría de azafatas discovered & made by Chicho, representé a España en el Festival de Eurovisión y grabé dos discos. Pero una vez terminado el contrato con la tele, el resto no fue tan fácil. Lo cierto es que durante aquellos cinco años me morí literalmente de asco. Ni personal ni profesionalmente guardo un buen recuerdo de aquella época. Pero tampoco sería verdad, o del todo exacto, decir que tengo un mal recuerdo. Digamos que es una mezcla de sentimientos contradictorios, de ilusión infinita y decepción profunda. Fruto de esta mezcla de condimentos resultó un plato de sabor agridulce. Hete aquí. De aquella etapa hay dos aprendizajes clave y de gran valor: por un lado, el maestrazgo de grandes profesionales y la experiencia adquirida en los platós; y por el otro, llegar a la conclusión de que en la vida lo más relevante no es saber con exactitud qué quieres sino saber con certeza qué no quieres. Si los primeros cinco años de oficio contribuían a colocar los cimientos de la casa, los cinco siguientes fueron básicos para entender que para armar con garantías el edificio había que hacerlo con personas que fueran profesionales y profesionales que fueran personas. La lección consistía en aprender a decir no. Un no a tiempo y dentro del compás necesario. Un no rotundo y firme pero educado y a la persona indicada. La lección consistía también en tomar las riendas y tirar del carro profesional y artístico, hecho que implicaba defenestrar a los que se empeñaban en ir poniendo palos en las ruedas. Hacía falta apartarlos y apartarse de ellos, dejar de compartir ruta y hacer camino en mejor compañía o sola. Qué fácil es estrellarse cuando no miras cómo y dónde pisas. Cambiar los entoldados por la televisión, además de artístico, fue un potente aprendizaje personal.

      Aquellos primeros años de oficio con las orquestas, aquellos primeros pequeños pasos, lentos y firmes, habían servido de mucho, pero no eran suficientes para afrontar el tramo de camino que venía. De un día para otro, la vida me hacía caminar por una superficie de pendiente peligrosamente pronunciada, en la cual me resultaba difícil moverme al ritmo que me era familiar. La realidad hacía tanta pendiente que la gravedad se te llevaba y solo podías correr. Y ya se sabe que en las pendientes más vale ser prudente y disminuir la marcha si uno no quiere espachurrarse las rodillas. Pero a aquella pendiente no la detenía nada ni nadie. Y yo me veía a mí misma —y me veo aun— bajando a toda velocidad. Como una especie de esquiador de fondo aficionado y temerario que no conoce ni el terreno ni las condiciones ni la técnica de lo que se propone hacer.

      Aprendí a convivir con la fama a la vez que procuré tocar siempre con los pies en el suelo. Dos cuestiones que a partir de ese momento irían ligadas para siempre. Reconozco que siempre me ha obsesionado tocar los pies en el suelo, quizás porque he navegado a menudo en el barco de la popularidad desempeñando un oficio poco reconocido y valorado e inestable por naturaleza. Así las cosas, sin ningún tipo de transición, de la noche a la mañana, y nunca mejor dicho, había empezado a vivir otra realidad, sin progresión ni tiempo para digerirla. No hay cerebro humano preparado para la popularidad. Hete aquí que algunos cerebros pierden el norte cuando experimentan una sobreexposición mediática. ¡Claro que si algunos pierden las coordenadas quizás sea porque nunca las han tenido del todo claras! ¿Dónde quedaba el canto dentro de esa marea de gestión humana y artística? Yo solo quería cantar. Tantas monsergas…

      «¿Pero cómo nos llamas ahora?» Mi madre no se creía que pudiéramos estar hablando por teléfono: «¡Pero si dentro de dos países te toca cantar!» Me apetecía oír la voz de mis padres y que ellos oyeran la mía para tranquilizarlos. Sabía que estarían viviendo aquel momento con intensidad. Era necesario quitar hierro a la situación, reír un rato, oírnos las voces, sentirnos cerca. A mi alrededor había demasiada excitación y, lo que me apetecía y necesitaba, era mantenerme dentro de una burbuja, verlo desde fuera, tomar distancia y procurar tener la calma necesaria para cantar. Las delegaciones de los 22 países esperábamos en la green room[6] habilitada para la ocasión. Cada una se sentaba y hacía piña alrededor de una mesita blanca, en cuyo centro había un pequeño soporte de madera desde donde salía un palo en cuyo extremo superior lucía la bandera del país que representábamos. En la nuestra, claro, teníamos la bandera española. Tuve que mirármela dos veces. Era la bandera del régimen franquista. Nada. Un lapsus sin importancia. ¿O no? Juan Carlos Calderón, hombre de inseguridad proporcional a su enorme talento, lo daba todo por perdido antes de empezar. Lo que se juzgaba era la canción y no su intérprete; era lógico, entonces, que sintiera el peso de la responsabilidad más que yo. «Si una canción no gana, se pierde.» Con la intención de no tirar a la basura ninguna otra pieza, hacía años que había decidido no componer ni una más para un festival. Eso me dijo cuando le pedí que hiciera una excepción y compusiera Nacida para amar. Para no contagiarme del ambiente, decidí ir a dar una vuelta y buscar una cabina para llamar a casa. De vuelta a la green, la azafata que tenía asignada me empujó hacia


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