Con voz propia. Nina

Con voz propia - Nina


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plena consciencia de la situación en casa. Trabajar, ahorrar y sacrificarse formaba parte de nuestro pan de cada día y era de lo más normal. No lo vivíamos como algo excepcional. Tenía que olvidarme de solfeos y puñetas y seguir cortando bragas. Las llegué a odiar, las bragas, quedé muy harta de cortar sus gomas, una caja tras otra.

      Si hoy me encontrara por la calle al profesor de música francés, lo abrazaría y le daría infinitas gracias. Años más tarde entendí su gesto y supe apreciar y valorar la intención educativa en que se apoyaban las palabras que me dirigió. Potenciar las habilidades con las que nacemos y por las que destacamos cuando somos pequeños debería ser el objetivo prioritario del sistema educativo, casi obligatorio, diría, si no fuera porque la palabra me provoca cierta urticaria. Todos nacemos con unas habilidades, un don. Llamadlo como queráis. El talento reside en algún giro de nuestro cerebro. Y aunque no tengamos ninguna prueba de ello, lo cierto es que el talento existe y crea gran admiración hacia los que lo poseen o, mejor dicho, para los que pueden y saben cultivarlo y desarrollarlo mediante la formación, el esfuerzo y la constancia. Nadie nos asegura que algún día lleguemos a ser Mozart, Einstein o Messi; no obstante, no hay otro camino que detectar el talento, formarlo y gestionarlo sabiamente para destacar, disfrutar, ser felices y sentirnos y ser útiles a nuestra sociedad.

      Si hoy pudiera hablar con el abuelo Joan horas y horas como lo hacía antes, le daría gracias una y otra vez. Lo sabía cuando estaba vivo, pero cuando se fue aun me di más cuenta de la brutal herencia que me había dejado en cada una de sus palabras y acciones. El abuelo Joan, y tantos otros abuelos, nos han dejado en estima y ejemplo el patrimonio más valioso que ningún niño podrá tener jamás. Años más tarde, al comenzar a cantar profesionalmente, inicié los estudios del dichoso solfeo, pero nunca le dije al abuelo que el lenguaje musical me aburría hasta límites insospechados, que me dormía llevando el compás y que me mareaba solo con pensar que tenía que leer en tantas claves. ¿No bastaba con la de sol? ¡Pobre de mí! Entonces no tenía ni idea del puñado de disciplinas que tendría que aprender para poder desarrollar el oficio con todas las garantías. Yo solo quería cantar. Para hacer el oficio hacían falta dos cosas muy básicas: amarlo y dominar ciertas habilidades. Si quería desarrollar el oficio de cantante, tenía que comprometerme a conocerlo, y eso quería decir batallar en una colección de frentes que se me abrían delante. Se me amontonaba el trabajo, pues, y no precisamente cortando las gomas de las bragas. Ahora prácticamente no se ven overlocks, la gente no tiene telares en casa para ganarse la vida. Pero a menudo, en las sastrerías de los teatros, cuando veo una máquina de coser, un tornamallas o unas tijeras, me dan escalofríos.

      Con los conos de los hilos de coser en la overlock confeccionaba una especie de batería y con los trozos de caña que cortaba en la riera que había junto a la casa de los abuelos me hacía unas baquetas para apalear aquellos conos de plástico mientras cantaba. Tenía unos cuatro años. Este es el primer recuerdo que tengo de mí misma cantando. Me bastaba con oír una melodía solo una vez para reproducirla automáticamente y lo hacía constantemente porque era el juego que más me divertía. Soy de una generación privilegiada que creció y jugó rodeada de naturaleza, campos de labranza y ganado. Es una de las muchas cosas buenas que tiene el hecho de ser de pueblo. La diversión estaba en la calle, la riera o la montaña. Nunca mostré demasiado interés por los juegos convencionales específicamente de niñas; de hecho, en el cochecito, en lugar de muñecas llevaba conejos, los que se criaban en Ca la Lola, la payesa de delante de casa, donde pasaba todas las horas del mundo cazando renacuajos en el estanque o lavando allí zanahorias. En aquella barriada alejada del centro de Pineda encontré los primeros escenarios. El tejado de una cabaña de pastor medio derruida, uno de los pilares de la escuela donde me encaramaba en verano para cantarle al sol, mientras se iba, la misma canción cada atardecer. Y los conejos en el regazo. Los momentos vividos entonces con la voz están vivos como si hubieran sucedido ayer. Había un vecino que venía a menudo a nuestra barriada y me daba dos reales cada vez que le cantaba una canción. Yo no me hacía de rogar quizás porque en casa no tenían la costumbre de hacer cantar a la nena, hecho bastante enojoso cuando eres un crío muerto de vergüenza. De hecho, nunca me hicieron demasiado caso, bastante trabajo tenían en casa como para andar fijándose si apaleaba los conos o cantaba. En cambio, cuando a los diez años heredé la guitarra de mi hermana y empecé a rasgar aquellas cuerdas, mi madre empezó a escucharme con una paciencia infinita cada vez que se lo pedía. Ella y mis hermanas fueron el primer público incondicional. Y aun lo son ahora.

      De mis treinta años de oficio, diecisiete han transcurrido en la ignorancia más absoluta en lo que se refiere a la mecánica de mi laringe; dicho con otras palabras, canté durante diecisiete años sin saber cómo hacía lo que hacía. El aprendizaje y el descubrimiento de la propia voz llegó escuchando otras e intentando reproducir, y por lo tanto imitar, aquello que estilísticamente me interesaba. Tener una voz versátil, capaz de responder funcionalmente a casi cualquier color o matiz vocal era una ventaja para iniciarme en el canto y explorar aptitudes y carencias. Los discos de vinilo fueron mis libros de canto, y los profesores, las voces que he admirado, de las que he aprendido, en las que me he reflejado y las que, en definitiva, han modelado la mía. No había teoría. Vino más tarde. Tenía veintiún años cuando decidí estudiar con una reconocida profesora de canto clásico en Madrid. Hacía unos meses que vivía allí. Me fui un caluroso día de julio de 1987 para actuar como invitada del Un, dos, tres, el concurso más famoso de la historia de la televisión, y me quedé cinco años. De un día para otro, exactamente de un viernes a un sábado, había dejado de ser Anna y me había convertido en Nina. 23 millones de espectadores son muchos millones de personas. Iba por la calle y tenía la sensación de que estaban todos ahí, juntos, los 23 millones, gritando mi nombre. Bueno, el nuevo nombre. En casa, por suerte, seguía siendo Anna Mari y, a pesar de la riada que bajaba, procuraba seguir el curso de la vida que ahora me llevaba a estudiar canto. La aventura con la profesora de clásico, sin embargo, duró un suspiro.

      A mi voz le gustaba el jazz. Antes de producirse la aventura madrileña, había empezado a estudiar en el Taller de Música de Jazz. Los estándares de jazz me tenían muy bien acostumbrada a acampar la voz allá donde le apetecía. Las clases de clásico eran como una especie de ahogo, un castigo vocal, una represión a los sonidos que en nombre de una estética no estaba permitido emitir. Aquello era demasiado rígido y yo demasiado rebelde. Ni yo tuve la inteligencia para entender en qué consistía aquel trabajo y la paciencia para ir descubriéndolo, ni aquella buena mujer me lo supo explicar. Tampoco era su deber. O quizás sí. Un profesor debería ser un canal de transmisión de conocimientos y un guía capaz de proveer al alumno de las herramientas adecuadas para alcanzar los resultados que ambos desean.

      La discusión sobre si el canto debe nutrirse o no de la técnica es una cuestión que plantean a menudo tanto alumnos como artistas consagrados. He conocido cantantes que no quieren ni oír hablar de técnicas. Argumentar que les pueden maltratar, no en un sentido físico pero sí estético, la acústica de sus voces y, en consecuencia, su personalidad como cantantes. Pero a mí me parece que es como si Messi evitara someterse a un entrenamiento técnico y sistemático para así mantener intacta su genialidad en el campo los días de partido. En el canto, si alguien es un genio lo será con técnica o sin ella, pero será más eficaz si conoce el instrumento y lo entrena.

      Entrenar el aparato vocal para explorar sus posibilidades sonoras y hacer uso del abanico de recursos vocales que ofrece no lleva implícita ninguna transformación irreversible. Ciertamente, del entrenamiento muscular laríngeo y de todo el conjunto de estructuras que posibilitan el sonido se derivarán unas consecuencias acústicas y, fruto de este trabajo, el intérprete dispondrá de más recursos para aplicarlos libremente cuando y donde le convenga. La técnica no es limitadora por naturaleza, más bien al contrario, otorga libertad. El conocimiento es un aliado, no un enemigo; en todo caso hace falta canalizar la información que recibimos hacia el propio interés estético y artístico. Es cierto que en algunos géneros como el canto lírico o el teatro musical, el conocimiento de la técnica y el entrenamiento no solo son recomendables sino que se hacen absolutamente imprescindibles. Fisiológicamente, todo el mundo puede cantar, de la misma manera que todo el mundo puede nadar, correr o patinar. El grado de exigencia y profesionalidad con el que queramos o debamos desarrollar una actividad profesional nos marca cuál tiene que ser el nivel de conocimiento y entrenamiento


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