Génesis, vida y destrucción de la Unión Soviética. Jaime Canales Garrido
claro que, debido a la falta de rigor científico de las aludidas investigaciones, no tiene nada de extraño que los medios de comunicación de masas al servicio del anticomunismo -liderados, organizados y financiados, a la postre, por el principal enemigo de la Humanidad progresista- las difundan con el empeño propio de propagandistas profesionales a sueldo. Y, lamentablemente, es este el tipo de fuentes de información que forma la siempre maleable “opinión pública”.
Pero el fenómeno más adverso que esta suerte de estudios provoca es que, al reducir al carácter de absoluto interpretaciones y versiones arbitrarias de algunos hechos históricos, se les transmite a estas la calidad de verdades absolutas que, con al correr del tiempo, devienen para las gentes axiomas inconmovibles e irrefutables2. Por tanto, enquistados en sus conciencias, son muy difíciles de erradicar.
Así, si se pretende analizar, de manera cabal, las razones de la destrucción de la Unión Soviética, no se debe ignorar el papel determinante que ha jugado en ello uno de los instrumentos más importantes y efectivos: la ubicua guerra de desinformación, que -como la práctica lo ha hecho evidente- fue y es la causa principal del desconocimiento que se tenía -e interesadamente algunos insisten en tener- de la realidad de los países socialistas3.
Y esa guerra no se inició en el mismo momento del nacimiento de la Unión Soviética, sino varios años más tarde, porque las potencias imperialistas, a la sazón, optaron por el ya consabido recurso: desencadenaron una cruenta agresión militar contra la novel República de los Soviets, de la que participaron contingentes militares de 14 estados.
Entonces, al no poder vencer al nuevo Estado en los frentes de batalla de la mal llamada “Guerra Civil”, iniciaron las actividades de zapa, siendo parte notable de estas la guerra de desinformación, cuya primera campaña alcanzó su apogeo el año 1933, cuando los nazis incendiaron el Reichstag, culpando de ello a los comunistas4. Ese hito marcó, precisamente, un punto de inflexión en los métodos propagandísticos de la anticomunista Alemania nazi dirigidos contra su enemigo por antonomasia: la URSS.
A la campaña de difamación nazi se sumó el magnate norteamericano de la prensa Hearst, que en 1934 viajó a Alemania, donde fue recibido por Hitler como un visitante muy especial. Hearst puso a disposición de la GESTAPO la cadena de diarios, revistas y periódicos de su propiedad, para difundir en los Estados Unidos artículos firmados por el propio Göring sobre supuestas masacres, presidios, hambre y represiones en la Unión Soviética.
Los norteamericanos de aquella época -paradójicamente, menos manipulados que nuestros contemporáneos-, conociendo lo que representaba el nacional-socialismo, iniciaron una serie de manifestaciones de protesta contra tales publicaciones. Ello obligó a Hearst a desistir de la colaboración “periodística” del segundo hombre de la jerarquía nazi.
Continuó, eso sí, la colaboración entre la GESTAPO y el magnate, quien se limitó a reproducir los artículos que aquella le hacía llegar sobre la pretendida realidad de la Unión Soviética. Pero, dejemos por el momento a Hearst, la GESTAPO y sus infamias, pues, más adelante, volveremos a encontrarnos con más pormenores de esa fructífera cooperación entre los nazis y uno de los destacados representantes de los intereses del mundo empresarial norteamericano.
Podemos afirmar, sin ambigüedades, que el grueso de la información sobre la época de Stalin, divulgado a partir del año 1956, esto es, tres años después de su muerte -no casual ni natural- que dio inicio a un prolongado período de anticomunismo a nivel mundial, no se corresponde con la realidad.
Porque, a la luz de la información desclasificada de los archivos del Kremlin, ocurrida entre los años 1989 y 1996, y de la publicación del “Informe Secreto” de Jruschov al XX Congreso del PCUS, fue posible establecer que todo lo dicho entonces por Jruschov había sido forjado con recurso a interpretaciones arbitrarias y al deliberado escamoteo de hechos reales.
Claro está que los mismos órganos de información que, en 1956, difundieron extensamente el mentado “Informe Secreto”, cuando se supo parte de la verdad histórica, mantuvieron un sepulcral silencio.
Al conocer yo, a finales de los años 80, las revelaciones hechas por los medios de comunicación “todavía soviéticos” y de algunas publicaciones de los historiadores rusos auténticos -no de los propagandistas gorbachovianos- y de algunos comunistas de los países occidentales, entre las cuales sorprende y duele la ausencia de opinión crítica de comunistas y analistas latinoamericanos, mi asombro fue inenarrable.
Efectivamente, dichas revelaciones confirmaron ciertas suposiciones que yo había venido barruntando desde el año 1967, tras mi primera llegada a la Unión Soviética. Porque, entonces, al conversar en la calle con algunos soviéticos, nunca escuché una palabra amable sobre Jruschov.
Todo lo contrario acontecía en relación con Stalin, que, de acuerdo con mis interlocutores, había sido un gran estadista y el genial y máximo estratega en la “Gran Victoria” del pueblo soviético durante la “Gran Guerra Patria”.
Incluso en las anécdotas -¡qué mejor forma de conocer el pensamiento popular!- que circulaban a la sazón en Moscú, Stalin no era ni ridiculizado ni se podía revelar cualquier asomo de falta de respeto para con él. Diametralmente opuesto era el contenido de los chistes sobre Jruschov.
Esa realidad, un tanto insospechada, como es obvio, motivó fuertemente mi curiosidad, pues se contraponía notablemente a lo que los medios de comunicación de mi país habían propalado y continuaban pregonando. Y, acaso lo peor, era que en el seno de nuestra organización política nunca escuché a nadie pronunciarse sobre este asunto.
A partir de los 15 años, se había adueñado de mí el sueño de continuar mis estudios universitarios en la Unión Soviética. Pasó casi un lustro, y cuando llegó el momento de viajar -aliadas al irrefrenable deseo de materializar mi sueño- me asaltaron ciertas dudas -muy recónditas y ligeras, pero, al fin y al cabo, dudas- aunque sería más exacto decir aprensión. Porque, mientras el sueño fue sueño, o no había tenido acaso la suficiente madurez para comprender cabalmente el paso que iba a dar o, pura y simplemente, había olvidado las terroríficas noticias sobre la “maldad” de Stalin y de los comunistas.
El hecho concreto es que, al tener conciencia de que, en pocos días, al llegar a la Unión Soviética podría encarar la remota posibilidad de ir a parar a Siberia -como es de suponer, sin motivo alguno, tal como había sucedido con “los millones de inocentes” que el “malvado” Stalin había enviado a los campos de concentración de ese remoto lugar- me invadió un extraño cosquilleo. Pero, al pisar el suelo moscovita y ver los rostros sonrientes de los soviéticos de entonces, me di cuenta de que el vestigio de recelo se había disipado durante el viaje.
La posición de los dirigentes del PCUS en aquellos años, que daban muestras evidentes de que, para la Unión Soviética, Stalin no había existido (pues ni siquiera era objeto de críticas oficiales), para un observador atento, daban cuenta de que su persona era ignorada deliberadamente.
Por doquier, Stalin estaba presente en la Unión Soviética: en la economía, en el poderío militar del país, en la cultura, en la literatura, la arquitectura monumental -diría yo, eterna-, que le transmitía a la bella Moscú un carácter único, majestuoso y, sin duda, era evidencia de la impronta de una época gloriosa.
Por todo lo que había precedido al XX Congreso del PCUS, y, sobre todo por los asombrosos resultados de la gestión de Stalin, que, dirigiendo al Partido y al pueblo soviético, había transformado a la Unión Soviética de un país agrario industrial muy atrasado -el más atrasado de las potencias europeas- en una potencia industrial, altamente desarrollada -la segunda potencia económica y militar mundial, que había acabado con el más sanguinario enemigo de la Humanidad, el nazismo- en mi conciencia, de más en más, adquiría ribetes de veracidad la idea de que Jruschov -y los que callaron el año 1956- irremisiblemente, habían mentido por razones, para mí, desconocidas y, por consiguiente, inexplicables.
En suma -como suele decirse- atando cabos, llegué a la casi convicción de que el XX Congreso del PCUS había sido una gran mascarada.
Pensé, entonces, que un país gobernado por un tirano,