Seis rojos meses en Rusia. Louise Stevens Bryant

Seis rojos meses en Rusia - Louise Stevens Bryant


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contar su ver­sión de cómo los exploradores salieron, encontraron al ejército de los contrarrevolucionarios, fraternizaron con ellos y los vencieron “con palabras”, con el resulta­do de que se negaron a luchar y se voltearon en contra de sus jefes. Había poca variación y, en suma, la histo­ria es la siguiente:

      Los exploradores encontraron al ejército enemi­go acampado por la noche y se dirigieron a los solda­dos: “¿Por qué han venido para destruir la revolución?” El ejército enemigo negó indignado la acusación, pre­tendiendo que se les había enviado para “salvar” a la revolución. Entonces los exploradores siguieron ar­gumentando: “No crean las mentiras que sus jefes les dicen. Estamos luchando por lo mismo. Vengan a Petrogrado con nosotros y asistan a nuestros conse­jos, aprendan la verdad y ustedes abandonarán a este Kornilov que intenta traicionarlos”.

      Así pues, enviaron a unos delegados a Petrogrado. Cuando éstos informaron a sus regimientos, los dos ejér­citos se unieron como hermanos.

      Mientras que se llevaba a cabo esta fraternización y que nadie estaba seguro de sus resultados, los revolu­cionarios trabajaban febrilmente en Petrogrado. En un lugar me dijeron que habían fabricado todo un cañón en treinta horas y que habían cavado las trincheras que rodeaban la ciudad en una sola noche.

      Circulaban unos cuentos feos sobre la caída de Riga. La mayoría de los rusos, con una buena dosis de razón, cree que fue vendida. Cayó inmediatamente después de que el general Kornilov dijera en público: “Tenemos que pagar con Riga el precio para traer al país a la razón”.

      Nadie explicó nunca el motivo de la orden vaga que se dio al ejército ruso cuando se retiraba: “¡En marcha rumbo al norte y den una vuelta hacia la izquierda!” Soldados desconcertados se retiraron en desorden du­rante varios días sin oficiales y sin más instrucciones; finalmente se atrincheraron ellos mismos, formaron Comités de Soldados y empezaron a luchar otra vez...

      Oficiales que regresaron una o dos semanas después contaban una historia extraordinaria. Apareció en el pe­riódico conservador Vetcherneie Vremya, la escuché yo misma dos veces de boca de hombres que habían sido capturados y creo que es la verdad. Cuando cayó Riga, se hicieron muchos prisioneros. Era poco antes del fin de semana. El domingo se celebraron oficios religiosos en los cuales apareció el Kaiser, quien hizo un discurso a los soldados rusos. Los llamó “perros” y los amonestó por haber matado a sus oficiales, quienes según él eran caballeros valientes y admirables, que merecían todo su respeto. Consecuentemente con los ideales militares pru­sianos, hizo una manifestación práctica al dar a los ofi­ciales libertad plena y al emitir órdenes en el sentido de que los soldados rusos deberían tener poca comida, tra­bajo duro y en algunos casos una paliza. Las centenas de miles de prisioneros rusos tuberculosos que ahora regre­san a Rusia son una evidencia de que las instrucciones fueron muy bien seguidas. En su discurso a los solda­dos en la iglesia, el Kaiser dijo: “Recen por el gobierno de Alejandro III, y no por su actual gobierno desgraciado”.

      Aquella noche ofreció una cena a los oficiales; éstos volvieron a Rusia y explicaron que nosotros no “enten­díamos” al Kaiser...

      En Petrogrado una de las cosas que le parte el cora­zón a uno son las largas colas de gente ligeramente ves­tida, de pie en el frío cortante, esperando para comprar pan, leche, azúcar o tabaco. Desde las cuatro de la ma­ñana empiezan a formarse, cuando la noche todavía es oscura. A menudo, después de hacer la cola durante ho­ras, ya se acabaron las mercancías. La mayoría de las veces, sólo se permitía una cuarta parte de libra de pan para dos días; y el pan negro y húmedo del campesino es el sostén de la vida en Rusia, no es un “ornamento” como nuestro pan estadounidense. La col también for­ma parte de cierta dieta básica.

      Durante mi segunda noche en Petrogrado, encontré a un ruso de Nueva York. Nos paseábamos de un lado al otro en la Avenida Nevski. Toda Rusia deambula por la Nevski; es una de las grandes calles del mundo. Mi ami­go quiso ser hospitalario como lo son todos los rusos, pero era muy pobre. Pasamos frente a un pequeño kios­ko y vimos unas barritas de chocolate americano, ba­rras de cinco centavos. Preguntó el precio: ¡siete rublos! Con verdadera temeridad rusa dio su último kopeck y dijo: “Vamos a dar una vuelta más, sólo es una milla...”

      Con comida para tres días, Petrogrado no se veía trágica ni triste. Los rusos aceptan resignadamente las privaciones. Cuando llegué allá por primera vez me in­clinaba a atribuir esto a la servilidad, pero ahora creo que se debe al hecho de que tienen un espíritu inven­cible. Durante semanas enteras los tranvías no cir­culaban. La gente recorría grandes distancias sin un murmullo y la vida de la ciudad seguía como de cos­tumbre. Esto hubiera trastornado completamente a Nueva York, en particular si hubiera ocurrido como en Petrogrado, esto es, mientras que los tranvías estaban parados, no había ni agua ni luz y era casi imposible en­contrar combustible para calentarse.

      Lo más extraordinario de los rusos es este maravillo­so empeño. De algún modo los teatros lograban tener dos o tres funciones a la semana. Después de la media­noche, la Nevski era tan divertida e interesante como la Quinta Avenida en la tarde. Los cafés no tenían nada que ofrecer, salvo té y sandwiches, pero siempre estaban llenos. Una amplia variedad de trajes volvía este cua­dro infinitamente más interesante. Casi no hay “moda” en Rusia. Los hombres y las mujeres se ponen lo que les gusta. En una mesa estaba sentado un soldado con su gorro de piel inclinado sobre una oreja; enfrente de él un Guardia Rojo en andrajos; luego un cosaco en uni­forme oro y negro con aretes en las orejas, cadenas de plata alrededor del cuello; o un hombre de la División Salvaje, formada por miembros de una de las más sal­vajes tribus del Cáucaso, con una capa oscura y suelta...

      Las muchachas que frecuentaban esos lugares de nin­guna manera eran todas prostitutas, aunque hablaban con todo el mundo. La prostitución como institución no ha sido reconocida desde la primera revolución. Los de­gradantes “Boletos Amarillos” fueron destruidos y mu­chas mujeres se convirtieron en enfermeras y se fueron al frente o buscaron algún otro empleo legal. Las muje­res rusas son peculiares en lo que se refiere a la ropa. Si se interesan en la revolución, de manera casi invariable se niegan a pensar un solo segundo en la ropa y andan con aspecto notablemente pobre; si no se interesan, se preocupan excesivamente por los vestidos y se las arre­glan para ataviarse con la más fantástica “inspiración”.

      Siempre recordaré a Karsavina, la bailarina más bella del mundo en aquellos días de hambre, bailando frente a una sala llena. Se trataba de un público maravilloso; un público andrajoso, que se había privado de pan para comprar los boletos baratos. Pienso que Karsavina de­bió maravillarse de lo que era bailar para aquella gen­te cansada y desnutrida, en lugar de su anterior grupito exclusivo de nobles relucientes.

      Cuando entró al escenario, se hizo un silencio pro­fundo. ¡Cómo bailaba y cómo ellos prestaban atención! Los rusos saben de baile como los italianos conocen sus óperas; apreciaban hasta más no poder cada pequeño paso hermoso. “¡Bravo, bravo!”, rugieron diez mil gar­gantas. Cuando terminó, no la dejaron salir, una y otra y otra vez tuvo que regresar hasta verse marchita como una mariposa cansada. Veinte o treinta veces regresó, saludando, sonriendo, haciendo piruetas, hasta que per­dimos la cuenta... Luego la gente salió en fila hacia la noche húmeda de invierno, envolviéndose en sus del­gadas capas.

      En Petrogrado había banderas, rojas todas. Tampoco se salvó la estatua de Catalina la Grande en la pequeña plaza frente al Teatro Alejandrinski. Ahí estaba Catalina rodeada por todos sus cortesanos favoritos sentados a sus pies ¡y sobre su cetro ondulaba una bandera roja! Esos pequeños indicios de la revolución se veían por todas partes. Grandes manchas marcaban los lugares donde el emblema imperial había sido arrancado de los edificios. Amables guardias patrullaban los cruceros principales e intentaban no ofender a nadie. Y por enci­ma de todo eso el Rey Hambre caminaba a pasos agigan­tados mientras que una fría lluvia de otoño empapaba a la multitud desnutrida y temblando que se apuraba, levantando la cara y contemplando el ideal de una de­mocracia mundial.

      SMOLNY

      El instituto Smolny, cuartel general de los bolchevi­ques, está en la periferia de Petrogrado. Años antes se consideraba “muy alejado


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