Seis rojos meses en Rusia. Louise Stevens Bryant

Seis rojos meses en Rusia - Louise Stevens Bryant


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la vuelta hasta la puerta del escenario, en la parte posterior, subió y bajó muchas escaleras oscuras, caminó de puntillas tras los bastidores y finalmente apareció en el foso de orques­ta, donde se nos había preparado un lugar.

      En la tribuna, el presidium se sentó en largas mesas, detrás, el Soviet de Petrogrado en pleno y, en el piso prin­cipal y las galerías, los delegados. Casi todos los líderes revolucionarios estaban presentes y había representan­tes de los soviets de soldados y obreros de toda Rusia, los soviets de campesinos de toda Rusia, los delegados pro­visionales de los soviets de soldados y campesinos, los sindicatos, los comités del ejército en el frente, las coo­perativas de obreros y campesinos, los empleados del ferrocarril, los empleados de correos y telégrafos, los em­pleados del comercio, las profesiones liberales (doctores, abogados, etc.), los zemstvos, los cosacos, la prensa y las organizaciones nacionalistas, incluyendo a ucranianos, polacos, judíos, letones, lituanos, etc. Nunca en Rusia se había reunido un organismo como ése.

      Los palcos que antes pertenecían exclusivamente a miembros de la familia del zar estaban ocupados por diplomáticos extranjeros y otros visitantes distingui­dos. Flamantes mantas revolucionarias colgaban de estos palcos. Las armas reales y otras insignias im­periales habían sido arrancadas de las paredes de­jando sorprendentes parches grises en la decoración oro, marfil y carmesí. Apenas tuvimos tiempo para echar unas miradas rápidas antes de que el presiden­te Tcheidze inaugurara formalmente el congreso; des­pués, Kerenski se adelantó para iniciar su discurso. Todo el día habían circulado rumores en Petrogrado en el sentido de que no estaría presente, ya que desa­probaba el congreso. En todas partes del auditorio se sentía cómo la agitación había desaparecido a raíz de su presencia. Sólo personas con fuerte carácter pue­den lograr que un auditorio contenga la respiración de la manera en que lo hizo Kerenski cuando atra­vesó rápidamente el escenario. Vestía un traje color café de soldado raso, sin siquiera un botón de bronce o una charretera que lo señalara como Comandante en Jefe del Ejército y la Armada Rusos, así como Ministro Presidente de la República Rusa. De algún modo, toda esa sencillez acentuaba la dignidad de su posición. De manera característica, ignoró la tribuna del exponente y caminó directamente hasta la pista que iba del piso principal a la tribuna. Esto produjo un efecto de inti­midad poco usual entre el orador y su auditorio.

      “En la conferencia de Moscú —empezó— formaba parte de una comisión oficial y mis posibilidades de ma­niobra eran limitadas, pero aquí estoy, camaradas. Hay gente aquí que me conecta con ese acontecimiento te­rrible...” (se refería a la contrarrevolución de Kornilov).

      Lo interrumpieron unos gritos: “Sí, aquí hay gente que lo piensa”.

      Kerenski dio un paso atrás, como si hubiera recibi­do un golpe, y todo el entusiasmo se fue de su rostro. Le chocaba a uno la extrema vulnerabilidad de ese hom­bre, después de tantos años de lucha revolucionaria. Profundamente consciente de la frialdad, incluso la hos­tilidad de su auditorio, lo manipuló con destreza, con elocuencia, argumentos, y una extraña, constante ener­gía interna. Su rostro, su voz y sus palabras se volvieron trágicos y desolados, cambiaron lentamente y se volvie­ron fuego radiante, triunfante; su magnífico registro de emociones barrió finalmente toda oposición...

      “Después de todo, no importa lo que piensen de mí; lo único importante es la revolución. ¡Aquí estamos para hacer otra cosa que lanzarnos recriminaciones perso­nales unos a otros!”

      Sí, era la verdad y todo el mundo en el auditorio lo sin­tió durante el tiempo que estuvo hablando. Cuando ter­minó, los asistentes estallaron en una tremenda ovación.

      Se alejó dramáticamente de la tribuna, atrave­só el largo pasillo en el centro del teatro, subió hasta el mismo palco del zar y, levantando la mano derecha como si brindara, volvió a hablar: “¡Vivan la República Democrática y el Ejército Revolucionario!” La muche­dumbre gritó en respuesta: “¡Viva Kerenski!”

      Ésta fue la última ovación que recibió Kerenski. Si los rusos tuvieran el temperamento de los italianos o los franceses, pienso que hubieran adorado a Kerenski; pero a los rusos nunca se les convence por medio de pala­bras y no idolatran a los héroes. El discurso de Kerenski los decepcionó. Fue encantador, pero no les había di­cho nada. Quedaban muchas dudas acerca del asunto Kornilov que querían esclarecer; también querían des­esperadamente saber qué se había hecho a propósito de la conferencia con los Aliados para discutir los objetivos de la guerra, y ni siquiera la había mencionado. Una hora después de que se fuera, su influencia había desapare­cido y se lanzaron al combate para tomar decisiones respecto a los problemas por los cuales habían venido.

      Cientos de delegados hablaron durante el Congreso Democrático. Tenían mucho que decir, ¡cuánto tiempo habían soportado el silencio! En un principio, el modera­dor intentaba limitar sus discursos, pero el auditorio lan­zó un fuerte griterío. “Déjalos decir todo lo que quieran”.

      Era sorprendente ver cómo lograban hacerlo. Recuerdo las palabras de su compatriota Tshaadaev: “Las grandes hazañas siempre han surgido del desierto”. Era frecuen­te que un campesino que nunca en su vida había pro­nunciado un discurso, diera una arenga ininterrumpida durante una hora y mantuviera viva la atención de su au­ditorio. Ningún orador tenía miedo al público. Pocos usa­ban apuntes y muchos eran poetas. Dijeron las cosas más bellas y más sencillas; sabían en lo más profundo de su corazón qué querían y cómo obtenerlo. El mayor proble­ma era el de establecer un programa general que satisfi­ciera sus deseos, a menudo divergentes. Cada vez que el moderador anunciaba un descanso, nos precipitábamos todos hacia los pasillos para comer sandwiches y tomar té. Muchas veces la sesión se prolongaba hasta las cua­tro de la mañana, pero nunca disminuyeron ni la sed de verdad ni el deseo de acabar con las dificultades. Se bus­caban las soluciones con la misma seriedad, tanto en el gris amanecer como en la resplandeciente puesta del sol...

      Algunos eventos y algunas personalidades se desta­caron claramente a lo largo de aquellos largos días de oratoria, cuando los representantes de más de 50 razas y 180 millones de personas expresaron todo lo que te­nían en el corazón. Recuerdo a un cosaco, alto y guapo, que de pie ante la Asamblea y rojo de vergüenza gritó: “¡Los cosacos estamos cansados de ser policías! ¿Por qué siempre tenemos que arreglar los pleitos de los demás?”

      Recuerdo al atractivo georgiano moreno que regañó al orador que lo precedió porque deseaba la independencia de su pequeña nación respecto de Rusia. “Nosotros no pe­dimos una independencia particular —dijo—, ¡cuando Rusia sea libre, Georgia también lo será!”

      Ahí estaba un soldado campesino, de apariencia amable, que lanzó una advertencia solemne: “Fíjense bien en esto: ¡los campesinos nunca dejarán las armas hasta que reciban sus tierras!”

      Y la enfermera que vino a describir la situación en el frente, la manera cómo se quebró y solamente pudo so­llozar: “¡Ay, mis pobres soldados!”

      Un pequeño delegado severo que se levantó y dijo: “Soy de Lettgalia”, se vio interrumpido por preguntas del tipo: “¿Dónde está eso?”, “¿Se encuentra en Rusia?”

      Tenían una manera lenta y ridicula de contar los vo­tos; perdían mucho tiempo. Hablé con uno de mis ve­cinos al respecto, diciéndole que en Estados Unidos teníamos métodos bastante sencillos para hacer esas cosas. “Oh, aquí el tiempo son rublos”, me contestó al hacer referencia al bajo tipo de cambio; los correspon­sales se reían a carcajadas.

      A medida que progresaba el Congreso, tenía uno tiempo para observar a algunos de los visitantes. La se­ñora Kerenski, por ejemplo. Se sentó en la primera gale­ría, vestida como siempre de negro, pálida y triste. Sólo una vez hizo un comentario audible, cuando un bol­chevique estaba criticando con severidad al gobierno provisional. Casi involuntariamente exclamó: “Da vol­na” (¡Basta!).

      En uno de los palcos estaba sentada la señora Lebedev, la hija del príncipe Kropotkin. Había vivido tanto tiempo en Londres que parecía más inglesa que rusa. Protestaba francamente contra todas las medidas radicales y po­seía los únicos gemelos del Congreso democrático, lo que constituía el tema de muchas conversaciones y pro­vocaba


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