Entretelones de una épica pedagógica. Lury Iglesias
a la educación pública, minimizar el tiempo que dedican los trabajadores de la educación y, sobre todo, esa brutal operación que lo peor de los gobernantes realiza sobre nuestros maestros: el intento de sumirlos en un apostolado en el que luchar por la remuneración que se merecen es ser poco menos que un mercenario.
Hugo R. Correa Luna
Mayo de 2017
1 Como hacemos énfasis en los estereotipos, estos personajes son femeninos.
2 En mi recuerdo solo encuentro la novela El director, de Gustavo Ferreyra (Losada, 2006), donde es, como lo indica el título, personaje central y, acertadamente, muy lejos del estereotipo antes descrito.
A mi compañero de andanzas de toda la vida, a mis adorables hijas, nacidas de nuestro gran amor, a mis queridísimos nietos: felicidad máxima.
Estoy en deuda y profundamente agradecida con Manolo, mi esposo; nuestras hijas, Madó y Patricia, los nietos Julian y Ailin (quien me animó a que escribiera mi andanzas y me ayudó a corregirlas), mi hermamiga Teresita, mi hermana Isabel y Hugo Correa Luna, mi profesor. Todos ellos me acompañaron con paciencia y cariño durante la escritura de estas páginas, releyendo borradores, dándome sugerencias y alentándome cada vez que intenté abandonarlas.
Lury
—Ah, olvidé contarte, Yamila, el próximo fin de semana largo van a llevar las cenizas al mar. También lo dejó escrito la dire.
— Qué locura. Con el frío que se viene. Si les toca un día ventoso, van a quedar tapados de cenizas, como en aquella película italiana que me prestaste.
— Callate, no hagas chistes con eso. —…Pero te hice reír. Consuelo, ¿vos vas a ir?
— No, mujer; irán el marido, las hijas, los nietos, sus hermanos y Marianela, Ami me decía que era su “hermamiga”; con ella se conocieron siendo maestras de grado no sé cuántos años, en una escuela muy humilde de Villa Tesei, y se hicieron tan amigas que se llamaban así.
— Por más que pienso, no la recuerdo.
— No, porque fueron directoras en escuelas distintas, pero, hasta que las jubilaron, durante más de cuarenta años, trabajaron juntas como docentes del Centro Arte Infantil y Adolescente de la Municipalidad de Morón. Ellas dos lo crearon. Lo sé porque muchos alumnos de nuestra escuela iban a ese taller y hacían teatro.
—De eso sí me acuerdo.
***
— ¿Qué pasó?
— Dejame que te ayude, Consuelo, no te agaches. La llenaste demasiado y se desfondó.
— Ahora se mezclaron los años, mirá qué lío.
— ¿Para qué querés este papelerío? La directora nos autorizó a tirarlo a la basura. Será una felicidad para los cartoneros ¿Te diste cuenta?, el flaquito que viene todos los días me tira onda, tiene unos ojos…
— No me fijé… estos escritos me traen recuerdos de la dire, la vice, de Jesusa, de aquellas maestras, de Daniel…mirá, Yamila, hoy, precisamente hoy, después de tantos años, me encuentro con estos cuadernos y papelitos sueltos y no puedo dejar de preguntarme qué debería hacer con ellos. La directora era mi amiga.
¡Siempre han estado ordenadamente guardados!
***
Consuelo se fue a su casa con el paquete que le calentaba el alma de recuerdos y le helaba la sangre. Comenzó a escuchar las voces de los chicos, de aquellas maestras, de las madres, de algunos papás que aparecían generalmente cuando se enteraban de que sus hijos debían repetir el grado… a percibir las arrogantes presencias de las inspectoras, a escuchar el sonido de la campana acallando tantas risas y juegos de los recreos.
Se vio a sí misma, joven, trabajando con alegría, debido al reconocimiento de todos…
Sin sacarse el abrigo, se descalzó, preparó el mate tan ansiado y continuó leyendo página tras página. El cansancio llamó al sueño y, entre dormida y despierta leyó o soñó que Ami le pedía, como siempre: Consuelo, ¿no me haría un tecito?
La despertó el dolor de huesos, allí sentada en la silla de la cocina. Se acordó que a la mañana la esperaban tareas pesadas; la actual directora les había pedido a Yamila y a ella que hicieran limpieza general en la biblioteca, el archivo y los armarios de la cocina.
Se miró las manos ajadas y las venas que sobresalían como cuerdas, se quitó el abrigo, buscó unos guantes de goma para emplear al día siguiente, recalentó el guisito, comió y no tuvo fuerzas ni para lavar la olla y el plato.
***
— Consuelo, vos siempre recordando, qué pesada.
— Es que fue una época distinta. Imaginate, yo tenía veinticinco años cuando vine; acababa de enviudar y ya tengo cincuenta.
— ¿Cincuenta?...
— Bue… digamos. Estaba destruida, me había aparecido un tumor en el cuello, me sentía sola, sin un peso, por la larga enfermedad de mi marido…
— ¿Y cómo es que viniste a parar acá?
—Una señora amiga de mi suegra, secretaria del Consejo Escolar, me consiguió la suplencia de auxiliar y después, el nombramiento. Me salvaron la vida, me curé y hasta lograron que cursara el secundario de noche.
— Sí, seguro que te volvieron loca como a mí, que no me dejaron ni a sol ni a sombra hasta terminar séptimo…
— Me acuerdo de vos como si fuese ayer, sentadita en primer grado, quién diría… al principio, tan tímida…
— Mi mamá limpiaba por horas y yo cuidaba a mis hermanitos, hasta que un día apareció por casa la asistente social, Perla, me pareció un hada; entré a la escuela de su mano, varias semanas más tarde de que empezaran las clases.
— Sí, siempre venías contenta. Después de lo que te pasó, la porfiaste a la inspectora: o te dejaban en la escuela o abandonabas la primaria. Ella insistía en pasarte a la nocturna. A pesar de tus doce años, decía que se lo habían pedido un grupo de madres, y vos le discutías hecha un mar de lágrimas.
— Qué querés que te diga, no iba perder a mis compañeros de séptimo.
— Lo que le costó a la dire convencerla, ni te imaginás… te salvó la edad; te defendió con el reglamento en mano, argumentando que en tu estado no te iban a aceptar de noche y menos con gente grande.
— Mirá si me voy a olvidar, había cumplido recién los trece años cuando nació Brian y todos quisieron ser los padrinos, ¿te acordás?
— Claro que sí, entre las maestras y algunas mamás juntamos para el ajuar… —…Y nunca tuve que comprar ni pañales. Vinieron cargadas de regalos chapoteando debajo del puente; justo ese día había llovido a cántaros.
— Cuando fuimos había parado la lluvia pero llegamos patinando en el barro… la de Ramírez encontró tirado un palo de escoba y lo usó de bastón.
— ¡Qué santas! Enseguida le puse el conjunto celeste a Brian, parecía un muñeco…
— Brian… dejémoslo ahí… ¿Cómo se te ocurrió tatuarte su nombre en el brazo?
— ¿Y qué?, es mi hijo.
— También yo los tengo pero los llevo grabados en el corazón.
— ¡Uf!, ya empezaste otra vez, te creés mi mamá, qué pesada.
— Mirá, Yamila, me hubiese encantado tener una nena. Cuando llegué a la escuela, la primera que se me acercó fuiste vos, la excusa era la trencita que se te había desatado saltando a la soga y yo, a peinarte;