Entretelones de una épica pedagógica. Lury Iglesias

Entretelones de una épica pedagógica - Lury Iglesias


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escuchar juntos los cuentos mu­sicales preferidos. Terminaban siempre bailando y cantan­do en la vereda.

      Momentos de felicidad inolvidables. Ese era el clima que fueron logrando en su casa y Ami deseaba para la escuela.

      ***

      ¡Hola, Ami!, te cuento las novedades: a Elisa la van a operar en octubre. Cuando le propuse que lo deje para las vacaciones, me preguntó qué pretendemos, si estaba loca; me dijo: por el sueldo miserable que nos pagan, ni pienso operarme de las várices en verano… con el calor; ya le pedí al cirujano que me dé una fecha para octubre, así empalmo la licencia con las vacaciones. Ami, ojalá nos manden una buena suplente, esos chicos no aprendieron nada.

      Otra cosa, leí tu sugerencia, muy original pero un poco solemne, disculpá la sinceridad. Me imagino que tenés ra­zón en todo lo que decís, solo soy una aficionada a la mú­sica, pero, hablando de sonidos, me parece altisonante; yo dejaría los dos primeros párrafos y el último. Temo que produzcan el efecto contrario. Decidí vos, mañana lo haré circular por los grados para que lo lean, firmen y agreguen sugerencias.

      Chau. Vera.

      ***

      —Sí, a mí también me pareció. Ya lo recorté.

      Un día me vas a entender, tengo música grabada en mi ADN. Nunca cesa, fluye como el agua de un arroyo. Para mí, no es “el arte de combinar los sonidos”, como nos ense­ñaban en el conservatorio; no, es una energía vital superior.

      Creo que la escucho desde antes de nacer. Mis padres po­nían Radio Nacional que transmitía las 24 horas música clásica y nos enseñaron a divertirnos con su juego predilecto al que nos sumamos los tres desde pequeños y ahora lo ejer­cito con mis hijas: adivinar el nombre del autor, y más tar-de el de los cantantes y hasta de los directores de orquesta.

       Adivinar era un verdadero reto, esperábamos que el locu­tor dijese los nombres y festejábamos al que había acertado.

      Mi padre había hecho una batuta y un atril, con un ca­jón de frutas. A los cuatro años, mi hermano se subía para dirigir una orquesta imaginaria mientras la radio trans­mitía obras de Beethoven, Mozart, Bach, Mahler y toda la familia de músicos habidos y por haber; también nos com­praron una colección de libros para niños, ilustrados, sobre la vida de los músicos. Los leíamos como si fuesen una no-vela; todavía hoy, mi hermana los guarda en su biblioteca.

      Mis padres sabían o presentían que la música empezaba cuando las palabras no alcanzaban. Y resultó un aprendi­zaje para toda la vida.

      Volviendo a lo nuestro… Elisa y sus licencias, ya parezco su suplente; en cada uno de sus faltazos, tomo el grado y me quiero morir. La diferencia con el otro quinto es abismal. Las madres se quejan. Me animé y le sugerí a Elisa que en el movimiento pida traslado a una escuela más cercana a su casa, y me dijo que ésta le queda cómoda porque el ma­rido la deja en la puerta con el auto, cuando va a la oficina.

      Olvidé contarte: la que se la pasa comparando a los dos quintos es la mamá de las mellizas. La que está con Elisa no quiere venir a la escuela. La señora me pidió si la podría pasar al quinto de Victoria, con la excusa de que las me­lli quieren estar juntas. Le dije que no, que ya lo habíamos fundamentado y discutido a principio de año. Me amenazó con ir a hablar con la inspectora… mejor, que vaya nomás.

      Te dejo.

      Cariños. Ami.

      ***

      ¡Hola, Ami! No sabés cuánto me cuesta escribirle a Elisa el informe que se merece en el cuaderno de actuación, ¿lo po­drías hacer vos?, ¿sabés lo que pienso?, que ningún informe la cambiará, no hay nada que hacer; no ama la docencia, le falta pasión, fuego… Yo le sugeriría que se dedique a ven­der ropa, te habrás percatado, empilcha que da calambres.

      ***

      Chicas, acá llega mami, con la escuela al hombro; la mesa está servida…

      El comentario acostumbrado le provoca risa y la desar­ma, serenándola.

      Llega agotada. Durante esa mañana, gracias a que no ha­bía faltado ningún maestro, se dedicó a entrevistar a va­rios para entregarles los informes mensuales, escritos la noche anterior; los había terminado cerca de las tres de la madrugada.

      Tuvo que cuidar cada palabra para que no se malinterpre­taran, con la discreción que impone la cortesía, y, a la vez, pensar muy bien los señalamientos que destacaran lo posi­tivo con palabras de estímulo, por un lado, y por otro, que dejaran entrever las inexactitudes observadas. Lo demás lo fue anotando en su agenda para conversarlo en privado du­rante las horas en que los alumnos de la maestra en cuestión tuvieran música, dibujo, computación o gimnasia (eran ex­cepciones, porque en la última jornada de perfeccionamien­to, habían acordado y con razón, respetar el reglamento, o sea que, durante las horas especiales, los maestros perma­necieran en el aula para observar el grupo a cargo).

      Trata de sacudirse los sonidos de la escuela, escucha el gorjeo ocurrente de las hijas y de pronto, la mayor le comen­ta al pasar: hoy nos visitó la directora, debe ser muy mala, mamá, porque mi maestra se puso a llorar.

      Se queda pensando.

      Cuando ya las nenas habían ido a jugar con las muñecas y los vestidos que ella les cosía los domingos, le preguntó a él:

      ¿Te acordás de aquel día cuando entró la directora a mi aula y observó que los chicos estaban escribiendo un cuen­to?, yo tenía veinticuatro años, me acuerdo muy bien por­que fue la última de las doce suplencias que hice hasta que me nombraron titular; había conseguido un interinato en 6° grado en la Escuela 12, cerca de casa; hacé memoria, una fe­licidad; la vieja, es posible que fuera más joven que yo aho­ra, estructurada como una autómata, miró mi leccionario y comprobó que la segunda hora indicaba clase de geografía; me hizo un informe con una crítica feroz por no respetar lo que había planificado. Sí, ahora me acuerdo de ese día; lle­gaste desolada, yo pensé lo peor, que te habían seguido y des­cubierto dónde vivíamos. No, en esa época no tenía miedo, todavía. Lo sé; recuerdo que “la vieja”, como ahora te dirán a vos, te arruinó el cuaderno de actuación que tenías ati­borrado de elogios. ¿Vieja?… si serás travieso… elogios sí, y bien ganados, fuiste testigo con cuánta dedicación prepa­raba cada clase, como para dar un examen… ¿te acordás de aquel día que me acompañaste a la Embajada de Sudáfrica porque tenía que dar una práctica en 6° grado?, qué canti­dad de revistas hermosas nos regalaron…sí, vos siempre me ayudaste mucho y seguís teniéndome la Santa Paciencia. No es para tanto, ¿guardás tu cuaderno de actuación todavía? Por supuesto, y a buen recaudo, él refleja toda mi carrera.

      ***

      ¡El cuaderno de actuación!, para destacar lo positivo, no un prontuario.

      Los señalamientos, en entrevistas personales.

      Y el leccionario, una guía flexible que dé lugar a la improvisación.

      ***

      — Yamila, ¿qué opinás sobre lo que estás copiando?

      — Qué querés que te diga, son historias nomás, como tan­tas, a mí, ni me van ni me vienen…

      — Vos lo dijiste, historias; es como si hablaran estas paredes…

      — Historias del tiempo de Ñaupa; mirá las fechas: 1960, 70, 80, 90… todas del siglo pasado.

      — Nosotros también somos del siglo pasado, Yamila, y es­tudiamos en escuelas públicas.

      — Sí, pero vos fuiste al secundario; yo soy bastante burra, nunca me gustó estudiar y a Brian le costó… pobre hijo… es­cuché a un maestro por televisión que decía: a los jóvenes de hoy el estudio no les hace ni fu, ni fa. Ni futuro, ni faci­lidades. Por suerte en el instituto de menores lo están obli­gando a terminar la primaria. Ojalá tenga buenos maestros.

      — No les eches toda la culpa a los maestros, ¿y las familias…?

      —


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