Entretelones de una épica pedagógica. Lury Iglesias

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esto.

      ***

      ¡Hola, Vera!, novedad insólita: fui a conversar con Violeta por la falta de corrección en los cuadernos desde hace una semana, y el grado estaba solo. Jesusa la sorprendió fuman­do en el baño. Dejé pasar media hora para calmar mi dis-gusto y regresé; dormía apoyada en el escritorio…sí, como te digo, ¡dormía! Primero pensé que se había desmayado. Le hablé, la sacudí y empezó a decir incoherencias. Los nenes mudos, paralizados. Tus sospechas eran ciertas. Me confe­só que es adicta a las pastillas; ¿nadie se dio cuenta? ¿Y el examen médico que nos hacen antes de darnos suplencias? La mandé a secretaría, no quería. Mientras la acompaña­ba, casi a la fuerza, me iba diciendo que ella no molesta a nadie, que nunca les hizo mal a los nenes.

      Yo le dije que no me creía dueña de la verdad, nada de eso, pero que en mi opinión, no estaba en condiciones de dar clase.

      La dejé con Lilia, la pobre no entendía. Atendí su grado y antes de irse le solicité que viniera pasado mañana a ha­blar con nosotras.

       Me voy a quedar en tu turno para que la convenzamos de que tome licencia o renuncie; si no, vamos a tener que informar a Inspección. ¿Vos qué pensás? Si le iniciamos un sumario no conseguirá otra suplencia en su vida, aunque, creo que sería lo mejor.

      Me pregunto cuándo tendremos un día tranquilito.

      Te dejo. Ami

      ***

      ¡Me pareció que Violeta se daba con algo, no pensé en pastillas! ¿Durmiendo? Ami, pobres nenes, con razón tanta apatía, se olvidó que a los alumnos sí hay que hacerles algo.

      Sí. Enseñarles.

      Mirá, che, cada vez que intenté charlar con ella acerca de la marcha del grado, terminé enganchada escuchando sus confidencias y elucubraciones: que el novio la faja, que hace rato la engaña, que lo va a seguir pero que está en duda… eternamente en duda… Ni una pizca de amor al trabajo. Hay que convencerla de que haga un tratamiento urgen­te; su escepticismo me agota y los chicos no tienen la cul­pa. Por mí, que se vaya al diablo o se busque otro empleo.

      La seguimos mañana. Un beso. Vera.

      ***

      — Anoche casi me desmayo, no sabés lo que descubrí en un sobre chiquito.

      — ¡Plata!

      — No, Yamila, nada de plata… la dire tenía una doble vida.

      — No me jodas, ¡un amante!, ya me parecía… tan santita…

      — ¡Cuidando la boca!, decime, che, ¿vos no podés pen­sar en otra cosa?

      — Desembuchá, Consuelo, dale.

      — Mejor, llevátelo para copiar y mañana lo comentamos.

      — A ver…

      — ¡No, no!, abrilo cuando llegues a tu casa. Es un relato extraño, se ve que se le traspapeló, no lo copies.

      Esto que pretenden dejar de lado, deben incluirlo.

      No lo duden.

      ***

      La noche que él no llegó. Aquel coche verde allí, en su esquina, inmóvil, ocupado. Olvida el miedo. Antes que nada, lleva a sus hijas con los

      abuelos. Tan chiquitas… no, no deben saber, todavía. Papá se fue de viaje, les miente. Da un gran rodeo para evitar el riesgo que implica en­trar a la casa de sus padres. Aparentemente, nadie la siguió.

      Mientras tanto, ellas compiten por contarle las novedades, felices de ir a la casa de los abuelos.

      Sus pensamientos giran a mil por hora planeando las próximas acciones: dejar las nenas, ver a la compañera de enlace, volver a casa.

      Ya allí, con urgencia, atina a recoger los documentos de los cuatro, la poca plata que les quedaba para llegar a fin de mes; guarda en un bolso los útiles, guardapolvos, campe­ras, botitas de lluvia, las muñecas preferidas, la pollerita ta­bleada que siempre elige la hija menor, algunos libros de la Colección Amarilla que devora la mayor, y regresa. Su padre la recrimina y le repite lo que le había sentenciado: “El viaje a Cuba de tu marido les traerá problemas…”

      Cuando oscurece, les dice a sus padres que va a ver a una amiga, pero vuelve a su amada casa, sola, afligida, observan­do la calle desierta. En esos años, el circuito del miedo era muy difícil de desactivar.

      Les pregunta a sus vecinos; no lo habían visto. Una ráfa­ga de desasosiego la paraliza, el corazón le late en la gargan­ta. Debo tranquilizarme y pensar.

      Entra como una ladrona, extraña el recibimiento acos­tumbrado: ¿Te trajiste la escuela al hombro?

      Tiene mucho frío.

      Busca cartas, informes, carpetas, fotos, noticias, publica­ciones... Acarrea todo a la azotea y lo va quemando dentro de una lata… cuando solo ve cenizas, la esconde como puede.

      En medio de esa noche helada, escucha un ruido aterra­dor; cuatro tipos vestidos de civil, fuerzan la puerta y entran de golpe. Son cuatro y parecen mil; desenfundan sus itacas y comienzan a hurgarlo todo, desquiciándolo.

      Le preguntan por el nombre de él.

      — No lo conozco. Aquí no vive —, recita la lección tan­tas veces temida.

      Se reparten. Al mismo tiempo están en todos lados.

      El que parece ser el jefe le pregunta y repregunta con in­

      sistencia mientras los demás rastrean cada rincón.

      La pila de libros sospechosos crece en el medio de la sala. De paso, hacen desaparecer los pocos objetos de valor que hallan y se llevan los relojes; dinero no encuentran.

      Su biblioteca, despojada. Allá van los amigos queridos. Hasta una enciclopedia, ¿será peligrosa? piensa con una ca­beza que no es la suya. Y los de él: Marx, Engels, Mao, Fidel, Neruda…

      Durante la requisa, uno le pregunta al jefe:

      — ¿Cacao, va? —, le dice: el chocolate puede quedar—. Era el libro de poesías de Guillén. Su nombre figuraba en la dedicatoria de varios libros. -No

      lo conozco. Aquí no vive -continúa repitiendo.

      — Ah, conque no lo conoce, y este libro dice: con cariño, a… La pescaron…, no había que ser tan inteligente. Se le va el miedo. Siempre le pasa igual, la asalta después.

      Recuerda que esa mañana les había contado a sus alumnos la hoguera que hicieron con los libros del Quijote... ¿casualidad?

      Llama a gritos a su vecino policía, quien acude asustado, revólver en mano.

      —Señores, -explica el buen hombre-, doy fe que es una fa­milia de gente trabajadora que no anda en nada raro—. Lo hacen firmar un papel y se van.

      ¿Será que la salvó el policía?

      Se llevan todo, sin tocarla.

      Esa misma noche en la casa de sus padres reciben una lla­mada salvadora.

      Quiere volar a la comisaría de Hurlingham pero no le al­canza para un taxi. Toma un colectivo que no llega nunca.

      Le dicen que allí no hay nadie con ese nombre.

      Lleva horas esperando, sabe que detrás de esos muros está él.

      Un policía la amenaza para que se vaya. Le grita exigien­do que solamente quiere verlo, solo un minuto, le dice, y me iré. La sacan de un brazo a la calle.

      Se sienta en el banco de la plaza, frente a la comisaría de Hurlingham; está helado. El policía cruza y la amenaza. Ella le dice que la plaza es pública.

      Lleva horas esperando. Sola.

      A la noche siguiente la acompaña su hermana. Se queda hasta el amanecer en la plaza, distanciadas una de la otra. Habían acordado que si no regresaba debía


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