Entretelones de una épica pedagógica. Lury Iglesias

Entretelones de una épica pedagógica - Lury Iglesias


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Era uno de los paseos preferidos por todos…

      ¿Y cuando la mayor se fue sin avisar?, recuerdo que me con-taste que anduviste como loca por todas las casas de los veci­nos. Sí, vos no estabas, suerte que siempre nos tocaron buenos vecinos, Don Francisco sacó el coche para seguir buscándola y me acompañó a la comisaría, nada menos, ¡fue horrible! Lo sé, pobre, pensaste que la habían secuestrado. Sí, y ella lo más tranquila, investigando en la biblioteca de Morón porque de­bía presentar un trabajo al día siguiente; mirá, cuando la vi, la llené de besos y al mismo tiempo tenía deseos de darle una paliza... qué atrevida, con diez años, ya se creía independiente.

      ***

      Ami recuerda indignada cuando desapareció la secreta­ria de prensa de CTERA; que había sido su amiga. Ella y otras docentes reiteraban como un axioma para justificar lo inad­misible: “algo habrá hecho” o “por algo será”, palabras que le llegaban como ráfagas de latigazos.

      ¡Eso, es cerrar los ojos!

      Ya lo comprenderán.

      La complacencia de muchos con los golpes de Estado a partir del 76

      y la aceptación de la violencia provocó un tajo insondable en la sociedad.

      ***

      RECREO

      —Guadalupe, te dejaste los anillos en la pileta de nues­tro baño.

      —Ay, gracias, me los saqué para no mojarlos.

      — En la fiesta del sábado tenías uno en cada dedo, ¿te los regala tu marido? (por lo bajo) es millonario, ¿saben? —Sí, en cada aniversario me regala uno de oro con la pul­sera haciendo juego. —Con razón… —Che, vieron qué alegre es la casa de la dire.

      — Yo me quedé con las ganas de conocer al marido, dicen que es un churro bárbaro.

      —Sí, un día los vi a los dos paseando con las hijas; el tipo parece un galán de cine…

      — Shhh, se acerca Daniel.

      …………

      —¿Qué andan chusmeando, chicas, puedo saber?

      — Nada que te incumba, muchacho, ya quisieras vos…

      — Hablaban de hombres…

      — ¿Cómo adivinaste?, de uno en especial, ¿vos conocés al marido de la dire?

      — Madre mía, con ustedes no se salva nadie. No, no lo vi en mi vida.

      ***

      Ni te imaginás cuánto sentí no haber podido estar en la reunión que organizaste en casa con el personal de la escue­la; ni el frío ni los golpes me dolieron tanto. Lo sé, querido, lo sé. Pasé la primera noche caminando para desentumecer­me del frío terrible del calabozo, sin saber qué hacer con el papel que escondí en el calzoncillo; no lo descubrieron, me sacaron las llaves de casa, el poco dinero que llevaba y has­ta el cinturón… nada de lágrimas, venga ese abrazo, ya es­tamos juntos otra vez; olvidemos.

      ¿Olvidar?

      Olvidar es lo contrario de la memoria y la memoria no pide permisos.

      Los recuerdos se acumulan y están en permanente construcción. Se agolpan mezclando las vivencias originarias.

      Algunos duelen y otros regocijan.

      Los hay nostálgicos, angustiantes, sombríos: tristes. Risueños, venturosos: felices…

      Unos y otros, a pesar de su fragilidad, perduran, capaces de mantener­se vivos,

      y aguardan, sin darse por vencidos, para emerger a la superficie,

      inducidos por una brisa, un abrazo, una lágrima, un aroma, un sabor…

      Sin memoria, no hay justicia.

      ***

      ¿Olvidar?

      Él no olvida:

      A todo volumen, la radio no logra ocultar gritos aterradores.

      Le colocan esposas con las manos detrás y lo empujan por un pasillo inmundo.

      El guardia lo deja pasar al baño.

      Él pide que le quiten las esposas -un olor pestilente le pro­duce náuseas-, saca el papel con las direcciones de los com­pañeros y lo rompe en pedacitos. Los había anotado en un trozo de diario. Tira la cadena del retrete y ve algunos pe­dazos flotando en el agua. Intenta nuevamente pero el tan-que no se llena.

      — ¿Para cuándo, che? —le dice el tipo y lo arranca de un empe­llón. Le coloca las esposas y lo arroja en la celda de mala muerte.

      Un hilo de luz se filtra por un insignificante ventanuco a la altura del techo que deja ver un cuadrado de cielo cruza­do por rejas. Entonces, fantasea con los ojos claros de sus hi­jas, siempre chispeantes y pícaros. Se dice que tiene que ser fuerte. Se para arriba del destartalado catre pero no alcan­za a ver hacia fuera, se pregunta dónde está, quién lo habrá delatado. Un traidor entre nosotros… a quiénes más… mil preguntas que no puede responder aun.

      En la penumbra, sobre la pared opuesta a la puerta de rejas ve una sombra movediza y escucha a una mujer. Qué extraño…

      —Oiga, no se asuste.

      —Quién está ahí.

      — ¡Sshhh! Tome esta manta, deme un número de teléfono que aviso. Soy la mamá de su vecino de celda. Me dejan en­trar una vez por día para traerle comida. Hace un mes que está encerrado esperando el juicio, ¿a usted también lo aga­rraron afanando? Por suerte a él no le pegaron tanto: tenga cuidado con lo que les dice.

      —Gracias, buena mujer —le da el número de los padres de ella y le pide que no los asuste.

      La señora sale de la comisaría. La revisan sacándola a la calle de un empellón pero no encuentran el papelito sal­vador. Se hace la ofendida y tiene el coraje de preguntar­les: “¿qué tal estaban las empanadas que le traje a mi hijo?”

      Exhausto, se envuelve en la manta y se tira en el catre, más congelado que un témpano. Imagina que pronto ven­drán por él. No logra dormir. No tiene con qué escribir, ras­pa la pared con las uñas. Los dientes le rechinaban, nunca pudo soportar ni una tiza rayando el pizarrón. Escribe MCJ y la fecha, 1 de mayo de 1976.

      De pronto escucha las llaves. Lo arrancan de golpe. Respira hondo y piensa en la picana. Se va repitiendo una y mil ve­ces: no sé nada, están equivocados, es un error. No sé nada, están equivocados, es un error.

      Comienza el hostigamiento.

      — ¿Y esto, hijo de puta? —le muestran los trozos de papel mojado rescatados del agujero.

      Martilla la retahíla: —Señor, no sé nada, están equivoca­dos, es un error.

      Olvida el miedo y con una voz que no es la suya le dice: ten-go derecho a hacer un llamado telefónico— recibe por res­puesta una risotada — ¿conque eso también?, ¿no escuchaste el comunicado de la Junta Militar?, ¡ah!, y nada de señor: ¡Comisario! —Le asaltan deseos de burlarse: Disculpe, no sabía que los comisarios no eran señores, pero se contiene.

      Lo encierran otra vez. Y otra vez, cientos de sospechas y una sola certeza: no debo flaquear.

      De pronto reconoce la voz de ella a los gritos, exigiendo verlo.

      —Yo sé que está acá, ¿cuántas veces debo repetírselo? Lo sé de muy buena fuente y les costará caro a todos.

      Su amada voz inventa argumentos.

      Silencio. El grito enmudece, inasible.

      Un estallido de preguntas convierte su cabeza en un caos sin salida.

      ***

      La madre del ladrón nunca supo que gracias a su media­ción habría un desaparecido menos. Ami


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