Entretelones de una épica pedagógica. Lury Iglesias

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sabe si acostarse o esperarlo.

      ***

      De pronto todo fue silencio.

      Él no llegó.

      ***

      Ami se ve a sí misma como un recuerdo ajeno.

      Se pregunta si toda su vida será así.

      Tenía quince años y él veinticuatro cuando lo detuvieron en la cárcel de Devoto.

      Recuerda hasta el ritmo del traqueteo lento del tranvía, mientras retumba la duda de si la dejarán pasar.

      Recuerda también que le habían conseguido una tarje­ta de visita que decía ser la prima, pero ¿qué le pasaría si le preguntaban detalles?

      Llevaba empanadas que habían preparado con su mamá la noche anterior para los presos políticos, estudiantes de­tenidos en el famoso Cuadro 10. No le había contado que estaba enamorada de un joven que le llevaba diez años. Su madre se hubiese desmayado del susto, aun la considera­ba una nena.

      Recuerda que la revisó una enorme mujer policía de as­pecto maléfico. Con voz de fumadora empedernida, le orde­naba: “separe los brazos, las piernas, abra la bolsa”. Con un cuchillo fue cortando al medio cada empanada para cercio­rarse de que no ocultaban nada y en actitud amenazante, la empujó hacia un corredor largo rodeado de rejas, mientras, con una sonrisa irónica, le dijo que esperara.

      En el rincón más alejado de la puerta, había una mujer llo­rando, vestida de negro. Se le acercó y le preguntó a quién ve­nía a ver; resultó ser la madre de él. La desconsolada mujer, mientras esperaban que lo trajeran, le fue relatando, con su acento gallego, su vida y la de sus hijos. A él lo había tenido de soltera. El padre provenía de una familia más pudiente y a ella nunca la aceptaron porque era muy pobre. Entonces, le juró que no iba a dejarlo ver a su hijo hasta tanto no se ca­saran. Y así fue, recién al año, el niño recibió el apellido de su padre; la ceremonia de casamiento fue solo por civil, con dos amigos como testigos porque los suegros se negaron a asistir. La mujer le aseguró que esa debía ser la causa de que su hijo fuera tan rebelde.

      A los dos años tuvieron otro hijo; como la vida en España era muy dura y a su esposo le tocaba hacer el servicio militar, ahorraron para abrirse camino hacia “La América”. Primero se fue el esposo, quien a los dos años pudo mandarle el pa­saje a ella y, trabajando los dos, cinco años después lograron juntar lo suficiente para traer a la abuela materna y a los dos niños, pero un terrible acontecimiento motivó que la abue­la no viajara nunca a la Argentina; cuando estaban por salir murió el hijo menor de meningitis. Tenía ocho años, la pe­nicilina no se había descubierto aun.

      La abuela no quiso dejar sola la tumba de su nieto.

      Ami la rodeó con un abrazo, sintió el gran sufrimiento de esa mujer que no pudo ver más a su hijo. Las dos simpa­tizaron desde ese día (qué forma tan extraña de conocer a quien sería su querida suegra). Mientras esperaban, le siguió contando su triste historia. Le decía: “nunca más pisaré mi tierra, mi hijo mayor, que ahora está detrás de estas rejas y quién sabe si sale con vida, no quiso dejar sola a mi madre. La ayudó en las vides, la huerta, en la fabricación del vino, en su venta… Como vivíamos bajo el terror de Franco y en mi pueblito gallego no había futuro, logramos convencerlo de que viniera. Mi madre quedó con una familia muy que­rida. Cuando llegó Buenos Aires tenía 17 años; a mi esposo apenas lo recordaba. Aquí terminó el secundario de noche, trabajando ocho horas diarias. ¡Estábamos tan orgullosos de él! Mi marido les mostraba los boletines de calificacio­nes cubiertos de diez a nuestros amigos gallegos con quienes nos juntábamos en casa, casi todos exiliados de la dictadu­ra franquista, la peor guerra entre hermanos, y ahora, fíja­te. No pudo continuar hablando…

      Mientras Ami estaba atenta a cualquier ruido de pasos, desfilaba por su mente el día en que se habían conocido. Fue en un picnic de la primavera organizado por la juven­tud de una agrupación política de izquierda. Lo descubrió al escuchar la voz de un apuesto muchacho entonando en ga­llego una canción que le había oído a su padre, “Oliñas ve­ñen, ¡siempre la música! Ese día fue tan fuerte el hechizo de ambos, que de regreso del picnic, él la acompañó a su casa.

      De golpe, el lugar que ocupaba Gregory Peck en sus sue­ños platónicos adolescentes, desde el día que Ami vio “La princesa que quería vivir”, allá por 1953, fue encarnado por aquel joven hermoso, con garbo y sangre española.

      Meses después se enteró que había caído detenido; el es­cenario ya no quedaba en Hollywood.

      La sacó de la ensoñación el chirrido estremecedor de la reja.

      Durante los breves minutos de visita, él les contó que dor­mía en un camastro y que el de arriba lo ocupaba Osvaldo Pugliese. También les explicó por qué lo habían apresado; les dijo que, si bien su trabajo como cajero de Coca Cola era excelente y a él le pagaban muy bien, había participado jun­to a los empleados en la organización de una huelga, porque los dueños les habían prohibido afiliarse al sindicato obrero.

      Una huelga en Coca Cola en pleno verano… fue más de lo que la patronal yanqui estuvo dispuesta a tolerar. Detuvieron a los dirigentes y fueron a parar a la cárcel de Devoto.

      ***

      A los tres meses salió en libertad gracias a decenas de mo­vilizaciones populares. Además, lograron que nacionaliza­ran Coca Cola, pero él perdió su empleo.

      La mañana en que lo liberaron, antes de ir a su casa, pasó por la de ella, en Villa del Parque. Cuando Ami abrió la puer­ta, él la abrazó hasta quitarle la respiración ante los ojos azo­rados de su madre, gran lectora de novelas de amor. Cada vez que revivía ese momento, estallaba en rojo vivo y un temblor volvía a recorrerla de pies a cabeza.

      ***

      Fue quedándose dormida. Casi amanecía cuando en un sobresalto comprendió que algo muy malo pasaba. Preparó un bolso con documentos, su portafolios, ropa, y como una autómata trató de organizarse. ……………..

      Incertidumbre, miedo.

      La vida seguía, impulsada por el trabajo diario.

      ***

      ¡Hola, Ami!, ya tenemos gas. Parece que el Ministerio no había pagado la factura… perdoná la letra, estoy en pri­mer grado. Sofía no vino porque su hijita se enfermó. Les conté un cuento; te escribo mientras lo ilustran.

       Hay una situación que no vas a creer. Recorría las aulas contenta apreciando como marchaban los preparativos del acto y casi infarto: la escultura del poeta sufrió un ataque de presión. Hasta ahora, vos lo sabés, solo lo habíamos en­contrado con una bufanda, pipa, sombrero… y a los más chicos mirándolo con temor por su abundante cabellera y barba, pero hoy Jesusa lo pintó con antióxido. Y qué orgu­llosa está de su obra. No podés negar que es un gesto poéti­co. Me dijo que terminó de pintar las latas de las plantas y como le sobró pintura...

      Luz asegura que jamás volverá a ser blanco porque el an­tióxido no sale del mármol. Che, ¿vendrán al acto los sobri­nos del escultor?, qué papelón, me muero.

      Mejor me tomo un té. Están pasando Haendel, me tran­quiliza bastante.

      Hasta mañana. Vera.

      ***

      Vera, no sé si reír o llorar, no me convencen demasia­do las estatuas, ni las mascarillas. No pude decirle nada a Jesusa. Me hace acordar a una talla de Beethoven que había comprado mi papá para adornar el piano. Entre escala y escala, levantaba los ojos y allí estaba él, desde el yeso, por­que no creo que haya sido de otro material, con su melena revuelta, vigilándome enojado, casi provocador. Pienso que esos ojos reflejaban la impotencia al no poder oír su música.

      En fin, volviendo a nuestro poeta, sufrirá de presión alta para siempre…

      Sigo firmando boletines.

      Cariños. Ami.

      ***

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