Entretelones de una épica pedagógica. Lury Iglesias

Entretelones de una épica pedagógica - Lury Iglesias


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que nos contaba la señorita Clara. Che, y la dire, ¿cómo te recibió cuando empezaste a traba­jar de portera?

      — Portera no, Yamila, lo sabés: ¡auxiliar!... Imaginate, me presenté acariciando mi anillo de casamiento, sigue siendo mi talismán; llevaba el mejor trajecito, uno azul eléctrico.

      — Creo habértelo visto, te quedaba lindo, aunque esas hombreras eran espantosas.

      —Y… estaban de moda. La dire me invitó a sentarme y terminé revelándole mi vida.

      — Te deschavaste con ella.

      — Ni imaginé que a partir de esa mañana volvería a na­cer; mi rumbo se dio vuelta, se llenó de voces de chicos y de amigos; yo estaba convencida de que mis días serían siem­pre iguales, sola, como desde que Carlos falleció. Vos sabés, los hijos varones vuelan pronto, y los míos ya lo hicieron. Ella no era una directora como yo las suponía; primero me pidió que la tuteara, nunca pude, y que le dijera Ami, fue lo que más me llamó la atención; me explicó cuáles serían mis ac­tividades, nada difíciles. Me presentó a Jesusa, compañera de tareas, y durante el recreo, a todo el personal del turno. Me dijo que yo decidiera cómo organizarme y que no duda­ra en cambiar la rutina si encontraba mejores maneras. La hubieses visto qué feliz se puso el día en que enceré los pi­sos de dirección y secretaría.

      — ¡Ah…, habías sido vos la de la idea!

      — Y lo lindos que quedan, lo sabés. También me conquis­tó Vera, la vice, tan graciosa, pero, te acordarás, enojada era de temer.

      — Y con Jesusa, ¿cómo te fue?

      — Compartí muchos años, hasta que se jubiló, vos le te­nías un miedo...

      — ¡Pánico! Jesusa… medio bruta con los chicos, che; en mi grado creíamos que en cualquier momento nos iba a agarrar a escobazos; después descubrí que era macanuda. Sabés las veces que me preparó una bolsa con pan y botellas de leche para mis hermanitos; en casa no había más que mate cocido.

      — Sí, era muy generosa; murió hace poco, por la diabe­tes, no se cuidaba; recuerdo que defendía a los alumnos y al personal como fiera; la escuela fue su casa, trabajó más de veinte años acá.

      — Y ustedes ¿se hicieron amigas?

      — Más o menos; cuando llegué, se puso tan celosa que nada de lo que yo hacía le parecía bien. Cambió desde que nos invitaron a participar en las reuniones de personal, a partir de ahí nos entendimos mejor. Nos sentíamos parte del equipo. En cuanto se jubilaron la dire y la vice y aparecieron las nuevas, eso se acabó, ¡a la cocina, a limpiar!

      — Somos de segunda nomás, che, cuando les sirvo el café, me parece que nos están descuereando vivas.

      — No seas tonta, Yamila, hablan de las clases, los chicos, la escuela… no somos tan importantes para ellas.

      — A mí me gustaría estar en esas reuniones, y te juro que tendría bastantes cosas para decirles.

      —Olvidate.

      ***

      — Consuelo, ¿de dónde venís tan empilchada?

      — Ayer te dije que iba a despedir a la directora, trabajé muchos años con ella, era mi amiga.

      — Me salvé, no voy al cementerio ni que me maten, bah, si me matan tendré que ir, obligada…

      — Callate, Yamila, sos una piba. Aunque no lo creas fue una ceremonia alegre, pusieron Carmen de Bizet mientras la… bueno, eso; fue su deseo, era uno de los discos que ella ponía siempre en dirección, ¿lo escuchaste?

      — Ah, ¿fue con música y todo el asunto?, ¿rock o cumbia?

      — No, qué cumbia ni rock. El nieto, un muchacho flaco, altísimo, me hizo reír, dijo que hubiese sido mejor La Danza del Fuego.

      — Ya sé, pensó que su abuela se iba derechito al infierno.

      — No creo, y seguramente él tampoco. No hay nada des­pués, solo queda el recuerdo, y a veces. Ese día el nieto me contó que sus abuelos fueron luchadores por la justicia y la paz, que al abuelo lo persiguió la dictadura, que estuvo de­tenido varias veces, y que sus padres, además de ser músi­cos, siguen su ejemplo.

      — ¿Viste?, te lo dije, la historia se repite.

      — Y la nieta pronunció unas palabras reveladoras. Dijo que hoy todo es más veloz, que el mundo se achicó y que no habrá que esperar tanto para lograr los cambios por los que lucharon sus abuelos porque algo habremos aprendido.

      — Optimista la piba, che.

      — A la salida del cementerio me dio su teléfono; sabés, me conocía porque Ami le había hablado de mí, le dijo que yo era su amiga; increíble, che, me emocioné. La nieta es una chica preciosa, también maestra, y me contó que hablaban horas con la abuela sobre anécdotas de la escuela.

      — Me imagino que yo no me salvé…

      — Es muy posible. Una vez, escuché a la dire proponiéndole a la vice escribir un libro sobre la escuela, pero Vera no quiso.

      — ¿Un libro?… ¿da para tanto?

      —… le dijo que podrían hacer algo parecido a Qué por­quería es el glóbulo o algo así… y ponerle de título, Qué que­rés que te diga.

      La nieta me contó, que un día le sugirió a la abuela que escribiera sus memorias y que deseaba lo hubiese hecho ¿Te das cuenta por qué quiero leer estos papeles? Me cuesta ima­ginar a Ami convertida en cenizas.

      Ni me lo digas, la muerte tiene sus fantasmas, a veces me parece escucharlos. Si hay algo piola contámelo y des­pués hacemos la limpieza. Che, acá ya no entra más nada.

      ¡No manipulen los papeles! Qué falta de respeto.

      — Madre mía, cómo trabajábamos en esa época… mirá, Yamila.

      — Ya voy; mientras preparo el mate, vos seguí revisando y me leés lo más interesante.

      — ¡Los cuadernos! Seguro que no los viste nunca, son Rivadavia, Laprida, Gloria…

      — Sí, mi mamá me mostró uno de cuando iba a la escue­la, allá en Santiago; la pobre llegó hasta cuarto grado nomás, las hojas estaban así de amarillas.

      — Yamila, en estos cuadernos está lo que se oye, se es­cribe, se ve, se vive en la escuela. Eran maestras y maestros que amaban a los niños, a su profesión y eran amigos, y muy autocríticos. Mientras leo, creo que en cualquier momento pasará la dire para guardar la bicicleta en el salón de actos, o vos, chiquita, jugando al elástico con tu delantal blanco y las dos trencitas, que siempre se te deshacían y yo te volvía a peinar; Jesusa, con sus inseparables llaves soldadas a la cintura; Noemí, siempre seria, vestida de luto, eso sí pinta­da como para una fiesta; chicos y más chicos jugando en el recreo… hasta escucho el sonido de la guitarra de Daniel…

      — ¿Y dónde escondían estos cuadernos?

      — Jesusa había descubierto el lugar; la dire y la vice los guardaban con llave pero a veces se olvidaban de cerrar el cajón, entonces ella aprovechaba y los leía.

      — ¿En serio? Si hoy la vieja nos pesca entrometiéndonos en sus cosas, nos mata, con lo histérica que es.

      Lo dicho, son confidenciales…

      Diálogos que referían lo ocurrido en la escuela y hechos de la vida cotidiana.

      Déjenlos dormir su siesta eterna.

      — A ver, che, me siento un espía… qué prolijitas…

      — Eso fue al principio, pensá que se conocieron acá, en la escuela y eran muy diferentes.

      — Me acuerdo; la dire le llevaba como dos cabezas y reco­rría el patio casi volando. La vice no, era peticita y más tranqui. —No me refería a la altura, aunque las peticitas, de tranqui­las,


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