Entre bestias y bellezas. Michael Edward Stanfield

Entre bestias y bellezas - Michael Edward Stanfield


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e internacional del país. Los colombianos no tienen muchos héroes nacionales, en particular durante el siglo veinte: los políticos no suelen granjearse el respeto nacional debido a las divisiones partidistas y el cinismo general, y los líderes militares son, por lo general, superfluos debido a la inexistencia de guerras extranjeras. Las selecciones nacionales de fútbol atraen gran atención tanto dentro como fuera del país, pero incluso los equipos prometedores pierden los grandes partidos, como en las debacles de la Copa del Mundo de 1994 y 1998; la selección nacional no logró clasificar para jugar los Mundiales de 2002, 2006 y 2010. Los jugadores colombianos de fútbol y béisbol, los ciclistas, pilotos de carreras, golfistas y patinadores en línea han tenido buen desempeño internacional en las últimas décadas, pero sus triunfos individuales no tienen el significado nacional e internacional de un triunfo nacional colectivo como el del campeonato de la Copa del Mundo.2 Yuxtapuestos a estos triunfos atléticos intermitentes, Colombia tiene todos los problemas sociales y políticos relacionados con la pobreza y la violencia generalizadas, el narcotráfico, la insurgencia guerrillera, las masacres paramilitares y la actividad de los escuadrones de la muerte (la bestia), con poco para llenar el vacío y el temor de la vida cotidiana salvo la familia, los amigos y la belleza.

      Los colombianos necesitan de la belleza para ponerle una cara amable a la nación, tanto en sentido literal como figurado. Necesitan una ganadora y la consiguen cada año, a veces cada semana, gracias a las reinas nuevas, frescas, jóvenes, vibrantes y muy femeninas. Y la que es reina una vez reina por siempre. La gente en la calle, en los caminos de las montañas y en los anchurosos ríos recuerda a la ganadora colombiana por antonomasia del siglo XX, la icónica Luz Marina Zuluaga, Miss Universo 1958. Ella fue la primera colombiana en participar en Miss Universo y la única ganadora colombiana del concurso hasta 2014, cuando Colombia parecía nuevamente preparada para una transición de la violencia a la paz relativa, para alivio de las élites nacionales y los inversionistas internacionales. Desde entonces, las participantes colombianas en los concursos de Miss Universo y Miss Mundo se han ubicado bien, presentando una imagen positiva de la nación a los medios de comunicación internacionales, ya que promueven los productos, las exportaciones y el potencial turístico del país. Otras mujeres latinoamericanas, en particular las de Venezuela, Brasil, República Dominicana, Puerto Rico, Perú, Argentina y México, también se han destacado en el escenario mundial. Explicar a qué se debe esto requiere de una investigación comparativa adicional y no puede responderse con certeza aquí, pero ciertamente puede afirmarse que los colombianos en los últimos setenta años —como los venezolanos tras el colapso del petróleo y las crisis políticas de los ochenta— han promovido a sus reinas de belleza como símbolos positivos nacionales e internacionales en tiempos de crisis, deriva y patriotismo flaqueante.3 Los colombianos y los venezolanos, vecinos y rivales que a menudo se enfrentan por diferendos limítrofes y se disputan los principales lugares en los concursos internacionales, señalan con orgullo hacia sus reinas y hermosas mujeres como prueba de la bondad, modernidad, estilo y encanto de su nación cuando a los medios masculinos de la honra nacional —deporte, trabajo, política— les falta potencia.

      Este proyecto evolucionó a partir de una serie de observaciones y accidentes fortuitos. Siendo muy niño, recuerdo una ocasión en la iglesia en que miré por encima del hombro de mi madre a una mujer sentada en la banca detrás de la nuestra. Su belleza y su voz, de canto angelical, están tan vivas para mí hoy como lo estaban hace décadas. La belleza es memorable; los niños, como los adultos, lo notan y lo recuerdan.4 Mientras ocultaba a mi madre mis varios enamoramientos secretos de compañeras de la escuela primaria, ella compartía conmigo su pasión por las películas y los concursos de belleza. Veíamos películas en los teatros locales, pero, más importante, nos sentaba frente a la televisión a ver el concurso anual de Miss America. Al principio no estaba seguro de que ver Miss America no fuera “cosa de niñas” y pensaba que tal vez debía estar afuera jugando fútbol o viendo a mi papá romperse los nudillos mientras trabajaba en el carro. Pero esos años en que lo vi, aprendí algunas cosas mientras le hacía fuerza a miss California, nuestra favorita por ser de nuestro Estado de origen. La primera, que el resultado del concurso era impredecible y dramático, y que las personas del público, así como quienes participaban, invertían gran cantidad de energía en toda la empresa. Incluso si miss Texas ganaba, con su áspero acento y su enorme cabellera, al menos aprendía algo sobre los concursos, la geografía, las diferencias regionales y el país en su conjunto.

      Décadas más tarde, mientras le huía a mi trabajo de grado, mi exploración de canales de televisión terminó decidiéndose por el concurso de Miss Universo. Interrumpiendo mi letargo de teleadicto, el bombillo creativo se me encendió en el cerebro para hacer un análisis geopolítico de la belleza a partir de los parámetros del certamen. Varias conclusiones surgieron rápidamente. Primero, las mujeres africanas carecían del tipo de cuerpo preferido: tenían gran cantidad de grasa corporal en las caderas y piernas —marcador de belleza y fertilidad de las sociedades agrícolas—, y evidentemente no habían tenido el tiempo o la disposición para pasar varias horas al día en el gimnasio, ponerse a dieta rigurosa o someterse a una liposucción. Las mujeres de Asia oriental tenían las proporciones correctas, el índice de aproximadamente 90, 60, 90 cm en el busto, la cintura y las caderas, pero les faltaba estatura. Las concursantes europeas, estadounidense, canadiense y las de los países de la Mancomunidad Británica representaban bien el ideal del Atlántico Norte y, por consiguiente, hacían alarde de la riqueza, el desarrollo y el esparcimiento del mundo moderno. Pero las latinas tenían la estatura, la figura, el rostro y el estilo para enfrentarlas, y para colmo poseían una feminidad sexy pero sencilla y una “alteridad exótica” que era familiar y atractiva, a la vez que tradicional y moderna.

      Un año después, durante una pausa en la edición de mi tesis doctoral ya terminada, me topé con el concurso de Miss Universo de 1993 que se llevaba a cabo en Ciudad de México. México estaba entonces en el proceso de realizar cambios importantes a la Constitución de 1917 y a su identidad del siglo XX, destruyendo gran parte de lo que la nación había defendido tras la Revolución Mexicana para poner en marcha un comercio más libre y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Los jueces del certamen, símbolos del internacionalismo y el nuevo orden, cometieron el error de no seleccionar a miss México como una de las diez finalistas, lo que puso iracundo al público ya exaltado y bullicioso. Los mexicanos no podían tolerar semejante afrenta, particularmente cuando la derogación del artículo 27, que las exigencias y hazañas de Emiliano Zapata hicieran famoso, indicaba una vez más que el gobierno mexicano no defendía los intereses de los ciudadanos mexicanos, sino de los inversionistas extranjeros. Sus silbidos y gritos obligaron a realizar varios cortes comerciales no programados y aun así la multitud no se callaba. Los jueces, de espaldas al público enardecido, miraban nerviosamente por encima del hombro mientras que al maestro de ceremonias Dick Clark, quien temblaba visiblemente, se le quebraba la voz. El público se puso de parte de miss Puerto Rico como su latina sustituta; las tres primeras finalistas —de Venezuela, Colombia y Puerto Rico— se dirigieron al público respondiendo sus últimas preguntas en español. Miss Puerto Rico5 ganó la corona. Básicamente la multitud se apoderó de lo que supuestamente era un evento corporativo, internacional y, sin embargo, “objetivo”. El público modificó el espectáculo y el resultado del concurso, demostrando que podía abrirse a cierta presión popular y que el certamen corporativo podía ser más “democrático” y sensible al honor nacional.

      En 1994 estaba de regreso en Colombia haciendo más trabajo de campo para mi primer libro6 cuando un incidente final suscitó mi interés por investigar la belleza. Se celebraba en Cartagena un concurso departamental que, como en una pirámide, enviaría a la ganadora al concurso nacional de Señorita Colombia y, tal vez, a Miss Universo o Miss Mundo. La evidente favorita de la multitud era una morena de raíces afrocolombianas, una típica belleza local de cabello y ojos oscuros. Los jueces eligieron en su lugar a una concursante más clara y de aspecto europeo, lo que provocó las protestas del público. Tal parece que los jueces decidieron que una morena no podría ganar el concurso nacional ni representaría adecuadamente a la élite de la ciudad y del departamento. El público, entonces, hizo algo fascinante: sacó a su favorita a la calle, la coronó como su reina y la llevó en desfile de celebración. La política del concurso oficial y el ritual paralelo en la calle pusieron de relieve los profundos problemas de clase


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