Pedaleando en el purgatorio. Jorge Quintana

Pedaleando en el purgatorio - Jorge Quintana


Скачать книгу
en los hechos. Y la realidad es que Jorge empleaba las mismas palabras con cientos de mujeres. Además, no creas que fui la única que quiso parar la relación. A él le sucedió lo mismo, pero por motivos diferentes: decía que yo era demasiado ácida, que no tenía palabras de cariño, que pensaba en negocios y no en crear una familia, que no tenía paciencia para tejer redes de conexión con otras mujeres de empresarios panameños… Y tenía razón en todas sus críticas. Intenté adaptarme, pero fue imposible. No quería esa vida.

      Por primera vez borré mis inseguridades de lo más profundo de mi cerebro y pude concentrarme solo en ser feliz durante el viaje a Panamá. Al parecer, lo más importante ya se había hecho: la familia Pellicer había reorganizado su entramado empresarial y el dinero había pasado de unas sociedades a otras. Además, Clara había desaparecido de los documentos oficiales y, por tanto, podía estar más relajada.

      De camino al hotel después de la última visita, iba pensando en cómo entrenar, aunque solo nos quedaran dos días en Panamá. Clara tenía otro pensamiento en su cabeza. Y me lo planteó justo cuando yo me bajaba del taxi y cuando era evidente que ella no lo iba a hacer.

      —Lo siento. Tengo que hacer un recado. Prepárate porque esta noche nos vamos a casa. He conseguido adelantar el vuelo. Pero me queda por arreglar un pequeño problema de un amigo. A mediodía nos vemos en el restaurante del hotel y comeremos con ese amigo. ¿Te parece bien?

      Y Clara Pellicer desapareció de mi vista con la misma velocidad con la que había sembrado un torbellino de dudas. Había costumbres que no cambiaban.

      Llegué puntual a la cita en el coqueto restaurante del hotel. La mesa había sido decorada con esmero: mantel de tela tan fina como blanca y servilletas de un color beis especialmente elegante. No había ninguna cara familiar, así que opté por sentarme en una mesa con buenas vistas, pedir una botella de agua con gas y limitarme a esperar. La tardanza de Clara fue breve. Un par de minutos más tarde aparecía en el salón. Su rostro desprendía felicidad en esa mañana y su sonrisa era capaz de iluminar todo el salón.

      —Perdona el retraso, Lucas. ¿No llegó nuestro invitado?

      —No. Bueno, tampoco te lo puedo confirmar. No sé quién es.

      —Lucas, por favor, claro que sabes quién es.

      —Vale. Sé quién es… si me dices el nombre.

      —De verdad, ¿tengo que dártelo todo mascadito? ¿No lo adivinas?

      Negué con la cabeza. Los golpes de efecto de Clara me sacaban de quicio y ya intuía que algo en aquella adivinanza no me iba a sentar bien.

      —Verás, nuestro amigo me pidió ayuda. Tiene dinero y no quiere depositarlo en España. Por un lado, empieza a ver los problemas del pinchazo de la burbuja y tiene miedo de una quiebra bancaria. Además, ese dinero… cómo te lo digo, es dinero de empresas extranjeras y que no ha pasado por España… —Clara se tomó unos segundos para pensar sus palabras—. Es un poco complejo y, al mismo tiempo, es demasiado fácil: no quiere pagar impuestos.

      —Me estás generando estrés. ¿Quién es? —pregunté temiéndome lo peor.

      —Nuestro amigo necesita un lugar donde colocar ese dinero

      —replicó Clara ignorando mi pregunta—. Y le he ayudado con mis contactos aquí. Todos hemos salido ganando. También tú.

      —¿También yo?

      —Sí, también tú. Por cierto, hablando del rey de Roma.

      Sorprendido por las palabras de Clara y el cariz que había tomado la conversación, me di la vuelta y vi cómo en el restaurante había entrado… José Luis Calasanz, mi jefe y mánager del equipo ciclista Gigaset.

       CAPÍTULO VI

      José Luis Calasanz saludó a Clara con dos sonoros besos en las mejillas. Me impactó ese nivel de confianza entre dos personas que, en mi cabeza, apenas habían coincidido en un par de ocasiones. A mí me estrechó la mano y me obligó a quedarme clavado en la misma silla de la que me había levantado como un resorte para saludarle. Lo hizo agarrándome de la nuca con un gesto autoritario, pero también lleno de cariño. Se le veía feliz y relajado. Y esos no eran los sentimientos que yo albergaba. Lo mío era pura confusión.

      —¿Cómo estáis? Yo vivo en Zaragoza y vosotros en Castellón, pero nos tenemos que ver en Panamá, ¿eh?

      No supe responder. Una vez más, me había quedado sin palabras. Clara y José Luis lo habían organizado todo a mis espaldas. Ahora empezaba a entender por qué mi jefe se había mostrado tan sensible a la petición de retirarme de las competiciones durante un período amplio en mitad de la temporada. Él también tenía sus propias necesidades: quería ocultar dinero al fisco y necesitaba los contactos de Clara en Panamá. Efectivamente, todos ganaban. Pero no tenía claro qué ganaba yo, si era sincero. Mi temporada no había empezado mal, pero tampoco podía estar eufórico. Ahora estaba perdiendo días preciosos en mi preparación mientras asistía a reuniones con banqueros engominados y mientras cruzábamos medio planeta en aviones de ida y vuelta. En pocas palabras, estaba llevando el tipo de vida con la que jamás debe identificarse un ciclista profesional.

      —Pues muy bien. Deseando volver a correr —contesté con poco convencimiento a la pregunta retórica de José Luis.

      —Sí, seguro que sí. Los ciclistas sin entrenar y sin correr sois como leones enjaulados, ¿no?

      —Algo de eso hay —respondí sin perder la cara de sorpresa.

      —Pues me gusta esto, la verdad. No para toda mi vida. Pero Panamá ha resultado un sitio… peculiar. No me lo esperaba tan moderno. Os reconozco mis prejuicios. He estado en algunos países de Hispanoamérica, pero, al final, voy a creerme que Panamá es la Suiza de América, como siempre me dices —comentó mientras pasaba su mano por el gaznate y miraba a Clara.

      Ella captó el detalle e inmediatamente levantó su brazo para que un camarero acudiese hasta nuestra mesa. Clara se encargó de todo: pidió la comida y las bebidas y manejó la reunión con su habitual autoridad en este tipo de eventos. José Luis estaba eufórico. Se notaba a la legua que su reunión con los banqueros de Panamá le había ido muy bien y había conseguido quitarse un peso de encima. Pero era también evidente que no quería hablar de ello… delante de mí. Debía intuir que yo no era ajeno al motivo por el que todos habíamos acabado en Panamá. En el fondo, éramos como maridos que se encuentran en un prostíbulo y que se ponen a hablar del fútbol con campechanía, pero sin mencionar a sus respectivas mujeres. ¡Terreno vetado! Eso fuimos durante aquel almuerzo: amigos sin confianza plena y que necesitan de conversaciones sencillas. Solo cuando llegamos a los postres, José Luis descorchó una botella de champán, llenó las tres copas y comenzó a hablar de ciclismo, algo que, sorprendentemente, tampoco había surgido durante toda la comida.

      —Este es el último capricho que te consiento —me dijo—. A partir de ahora, quiero que centres tu cabecita en un único objetivo: el Tour.

      —¿El Tour? —preguntamos Clara y yo al unísono.

      —Sí. Tengo una ley no escrita: nadie corre el Tour en su primer año en el equipo. Prefiero rodarlos en el Giro o la Vuelta e ir conociéndoles. Pero en tu caso, me fío. Sé que no me vas a defraudar. Quiero que vayas para ayudar a Enrique Jiménez. Ese va a ser tu objetivo: ser el último hombre del líder en la montaña. También nos servirá para ver tus límites.

      —En el Tour, más que mis límites se me verán hasta las costuras.

      —Bueno, ya sabes lo que dicen del Tour, del Giro y de la Vuelta.

      —No, ni idea…

      —Pues que el ciclista que demuestra que vale en el Tour también vale para Giro y Vuelta.

      —Ya, pero tenemos mucho tiempo para el Tour.

      —No, para nada. Teníamos mucho tiempo. Llevas casi dos semanas perdidas con tanto viaje y tanto estrés. Pensando


Скачать книгу