Pedaleando en el purgatorio. Jorge Quintana

Pedaleando en el purgatorio - Jorge Quintana


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y lo entenderá. Estoy segura.

      No supe contestar. Estaba seguro de que José Luis no lo entendería. De hecho, ni siquiera yo lo entendía, por lo que no sabía muy bien cómo plantearle la cuestión. Así se lo expresé a Clara en cuanto salimos de las oficinas. Ella me sonrió y me miró con la cara de superioridad que en ocasiones lucía. Tenía un plan. Pero no lo iba a compartir conmigo.

      —No te preocupes. José Luis es el menor de nuestros problemas.

      Al llegar a casa, me dio un cálido beso. Había mantenido la calma frente a su padre, pero estaba al borde del colapso.

      —Gracias por venir al viaje. Te necesito a mi lado.

      Yo seguía pensando que era imposible que el equipo me autorizara a viajar por medio mundo en mitad de la temporada. Iba a comenzar con mis protestas. Clara se dio cuenta de cuál era mi intención. No me dejó seguir.

      —Te lo repito: ¡no te preocupes! Vete preparando la pasta y yo arreglo lo demás —dijo mientras me guiñaba el ojo y cogía el móvil.

      Me quedé sin palabras. Busqué una botella de vino, la abrí y me serví media copa de mi tinto favorito: Marqués de Cáceres. Un par de minutos más tarde, decidí que debía cumplir con las órdenes de Clara. Quería hacer un entrenamiento corto por la tarde, aunque fuera solo para soltar piernas, así que debía comer lo antes posible. Puse a hervir el agua mientras buscaba los macarrones integrales y el tomate frito. No era día de florituras. Prefería algo básico y rápido. Justo cuando eché la pasta en el agua, Clara apareció en la cocina.

      —Listo.

      —¿Listo?

      —Sí, ya está arreglado. He hablado con José Luis y le parece bien.

      —¿Con José Luis? ¿Mi jefe?

      —Sí, ¿acaso no recuerdas que fuimos patrocinadores de un equipo profesional? Vaya, tú fuiste ciclista de Magic Resort, si no me falla la memoria —dijo con ironía.

      —Clara, por favor…

      —Tengo su número desde hace años. Le he llamado y, por supuesto, acepta cambiar tus planes. Le he prometido que no perderás la forma. Vuelves a competir en abril. Por cierto, también me ha dicho que tienes opciones de correr el Tour y que te quiere a tope para el verano.

      Acababa de recibir demasiada información. Siempre que estaba con la familia Pellicer tenía el mismo sentimiento extraño: manejaban mi vida. Una sombra de enfado cruzó mi rostro. Clara lo detectó.

      —No te enfades. Tú y yo somos un equipo. Yo viajé a Portugal para ayudarte y…

      —Lo de recordarme lo que pasó en Portugal es un golpe bajo —protesté mientras me ponía serio de verdad.

      —Cállate, por favor. Lo hice por ti y lo volvería a hacer. ¡Sin dudarlo! Ahora te pido que me ayudes, pero no quiero presionarte. Esto no es como en los viejos tiempos. Si no quieres venir, llamo a José Luis, le digo que ha sido un malentendido y sigues con tu temporada. Yo viajo sola y lo arreglo. Además, lo haré con una sonrisa y no te reprocharé nada. No quiero que digas que manejo tu vida, que no te escucho… Esa es la cara de desagrado que me ponías antes y que me estás poniendo ahora. No me gusta verla. Nuestra relación es tan importante que no quiero que se rompa. Por nada en el mundo. De verdad, no hay nada más importante…

      No dejé que siguiera hablando. Le di un beso y le susurré.

      —Voy contigo a Andorra, a Panamá y al final del mundo, si hace falta.

       CAPÍTULO V

      Clara abrió la carta de su padre, la leyó con mucha atención e incluso subrayó dos líneas mientras parecía recitarlas en voz baja como si de una oración se tratase. Luego, fue hasta la máquina trituradora de papel que tenía en el despacho y pasó el folio por las cuchillas hasta dejarlo convertido en virutas ilegibles. Seguí todos los gestos desde la distancia. También en silencio. Ella había sido tajante y debía respetar su criterio.

      —No me preguntes. Cuanto menos sepas, mejor para ti. Voy a buscar los vuelos a Panamá —como siempre, la cabeza de Clara funcionaba a mil por hora.

      El viaje a Andorra fue rápido y lleno de facilidades. En realidad, no supe muy bien qué hacíamos en el país de los Pirineos y me limité a ejercer de ciclista en busca de puertos mientras esperaba a que Clara resolviese todos los problemas en los que andaban metidos. Para mí, fue una oportunidad de conocer nuevas ascensiones, debido a que lo difícil allí era encontrar terreno llano. Ese cambio de rutina incluso me sentó bien desde el punto de vista mental.

      Unos días más tarde, regresamos a España e iniciamos el viaje a Panamá, un país que nos recibió con calor y humedad. Para muchos europeos, Panamá es un pedazo de tierra pegado a un canal. Pero en realidad tiene el tamaño de Castilla y León y más bancos que niños en la provincia de Teruel. Desde el principio, comprobé que el viaje no iba a ser sencillo. O, al menos, no para mí. Un coche oficial nos esperaba en el aeropuerto, cortesía de Jorge Páez, exmarido de Clara. Sinceramente, me dolían ese tipo de detalles. Hubiera preferido que la relación entre ambos estuviera rota. Pero pronto tuve que asumir que no era así y que nunca lo iba a ser. Jamás he sido celoso, pero esa cordialidad exquisita me superaba.

      La primera mañana en Panamá arrancó con la visita de Jorge Páez a nuestro hotel. Lucía el mismo bronceado y la misma sonrisa que le recordaba de nuestro anterior encuentro, cuando coincidimos durante la presentación del equipo Magic Resort. También mostraba, como en aquella ocasión, un destacable don de gentes, así como la virtud y la paciencia de detenerse con todas las personas que le querían saludar. Ser el hijo del presidente de Panamá hacía que la vida de Páez no tuviera un atisbo de anonimato en ninguno de los pasos que daba por el país. Vivía en un escaparate continuo y disfrutaba de ello.

      Con nosotros estuvo encantador. Fue respetuoso y no dijo ni hizo nada que me pudiera sentar mal, por mucho que estuviera esperando cualquier gesto fuera de tono para lanzarme sobre su yugular. Era evidente que Clara le había pedido que nos ayudara en Panamá y él estaba dispuesto a ejercer como el perfecto anfitrión. El plan que nos había diseñado era sencillo: coches a nuestra disposición y visitas bien coordinadas a los diferentes bancos y abogados. Todo estaba preparado y se cumplió con puntualidad propia de Suiza.

      Comimos en el hotel y justo cuando apurábamos las infusiones, Jorge Páez volvió a hacer acto de presencia. En este caso, para invitarnos a una cena en la casa de su padre, es decir, el palacio presidencial. Resoplé. Aquello era demasiado. Por un lado, era una experiencia que me apetecía. ¡Por supuesto! Pero no era el presidente de Panamá. En realidad, era el exsuegro de Clara. Y no quería situaciones incómodas. Mi novia, como es lógico, contestó en su nombre… y en el mío y dijo que era un honor visitar al padre de Jorge. Yo respondí con el silencio. Asumí que la discreción formaba la esencia de mi papel.

      La cena, sin embargo, fue agradable. Entre plato y plato, comprobé que los panameños saben escoger la palabra adecuada. Y los panameños que se dedican a la política son especialmente hábiles en ese arte. De nuevo, me marché con la frustración de que nadie había lanzado ninguna pullita sobre el pasado común de Clara y Jorge. Todos habían sido exquisitos en las formas y el fondo. En nuestro hotel, uno de los mejores de la ciudad, me decidí a contarle a Clara cómo me sentía.

      —No te preocupes. Son así. Por eso me enamoré de la familia Páez. Cuando quieren, son encantadores. Como has visto, cuando estás con ellos, todo es maravilloso. Te dicen lo que quieres escuchar.

      —No como yo.

      —Exactamente. No son como tú. De ti me enamoré por lo contrario: me dices lo que no quiero escuchar.

      —No sé si eso es bueno.

      —Claro que sí, Lucas. No siempre es agradable, pero es bueno, muy bueno. ¿Cómo te lo explicaría? Bien, puede valer: el azúcar en pequeñas cantidades es maravilloso. En grandes… crea diabetes. Y eso es lo que me pasó con Jorge: me


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