Del shtétl a la ciudad de los palacios. Natalia Gurvich Okón
su tiempo, una vez soñó que una voz celestial le decía:
−Yehoshúa, alégrate, pues en el paraíso estarás sentado en una mesa de honor al lado de Nemes, el carnicero.
El rabi se quedó muy intrigado de que estar sentado al lado de un carnicero fuera un honor, así que se puso a investigar cuál era el domicilio de ese hombre para ir a conocerlo. La gente le decía: “Es un ignorante, no merece que lo visite”. Sin embargo, movido por la curiosidad, el rabi llegó hasta la casa del carnicero y le preguntó:
−¿Qué actos meritorios has realizado?
−Ninguno, porque mis padres están enfermos y ancianos. Por cuidarlos y atenderlos he renunciado a todo −contestó Nemes.
Entonces el rabi le besó la frente y le dijo:
−Mereces el privilegio de Dios. ¡Será un honor sentarme a tu lado en el “mundo venidero”!
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El gran talmudista Isróel Meyer Kahan, mejor conocido como Jéfetz Jaim, viajaba en una ocasión de incógnito. Como el cochero no dejaba de lamentarse de su suerte, el rabino le sugirió que orara para que Dios lo ayudara, a lo que el cochero le contestó:
−He orado toda mi vida y no me ha servido de nada. Mejor le voy a pedir a Jéfetz Jaim que ore por mí, ya que es un góen (erudito) y un tzádik.
−No es tan góen ni tan tzádik −contestó el rabino.
Entonces el cochero, furioso, bajó al pasajero y le propinó una tunda por hablar mal de su adorado rabino.
Al día siguiente, el cochero acudió a ver a su rabino y al reconocer al Jéfetz Jaim, le pidió perdón con lágrimas en los ojos.
−No apruebo tu acción porque te dejaste llevar por la pasión y la violencia, pero me diste una gran lección −le contestó el Jéfetz Jaim−. Toda mi vida he predicado en contra de devaluar al prójimo o hablar mal de él, y tú, cochero, me hiciste ver que también está mal devaluarse a uno mismo.
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Un doctor en filosofía le pide a un rabino que le explique el razonamiento talmúdico. Para saber si tiene la capacidad de comprenderlo, el rabino le plantea la siguiente pregunta de lógica:
−Dos hombres bajan por la chimenea. Uno de ellos sale limpio, el otro sale sucio. ¿Cuál de los dos se lava la cara?
Con mucha seguridad el doctor responde que por supuesto se lava la cara el que sale sucio.
−¡Falso! −afirma el rabino−. Piensa bien y regresa en una semana.
A la semana regresa el filósofo y dice:
−Ya lo pensé bien. El que está limpio, al ver al otro sucio, cree que él también está sucio y va a lavarse la cara.
−¡Falso! −dice el rabino−. Piénsalo y regresa en una semana.
A la semana regresa el filósofo y dice:
−Los dos se lavan la cara, pues uno ve que el otro se lava la cara.
−¡Falso! Piensa y regresa.
−Ya lo pensé. Ninguno de los dos se lava la cara. El que está sucio ve que el otro está limpio y piensa que él también está limpio, y el que está limpio piensa que si el otro no se lava la cara es porque lo ve a él limpio.
−Falso. ¿Cómo podrían dos hombres bajar por la misma chimenea y uno de ellos salir sucio y otro limpio? Quien no comprende esto, no es capaz de entender la lógica talmúdica −dijo el rabino al filósofo.
Sabiduría e ingenio popular
El señor feudal lanzó un reto a los judíos de su feudo:
−Uno de ustedes tendrá que enfrentarse a un duelo de inteligencia conmigo −proclamó−, pero en caso de no superar el reto, echaré a todos los judíos del feudo.
Los judíos se preocuparon mucho, pues nadie se atrevía a pasar por tan difícil prueba, ni siquiera el rabino. Finalmente, un individuo con la ropa desgastada y apariencia miserable se ofreció como voluntario. A falta de otro candidato, los demás aceptaron que fuera él quien los representara. El día de la prueba, se presentó el voluntario ante el señor feudal. El señor empezó levantando la mano, y luego la bajó. La respuesta del judío, que con trabajos hablaba ídish, fue señalar el piso con su dedo. A continuación el señor feudal tomó un recipiente con alubias y las desparramó en el suelo, a lo que el judío respondió juntándolas y poniéndolas de nuevo en el recipiente. Finalmente, el señor tomó un queso cuadrado y lo puso sobre la mesa. Acto seguido, el judío tomó un huevo y lo colocó encima.
−¡Felicidades! −exclamó el señor feudal−. Los judíos se pueden quedar, pues superaron la prueba. Cuando yo dije que Dios está en el cielo, su paisano mostró que también está en la tierra. Cuando yo dije que voy a dispersar a los judíos, él dijo que los reuniría, y al fin, cuando dije que la Tierra es cuadrada, él dijo que es redonda.
Más tarde, los sabios preguntaron al judío cómo entendió algo tan profundo. A lo que él contestó:
−El señor feudal señaló hacia arriba y como no sabía qué contestar, le mostré que para mí él está enterrado. Cuando me dijo que va a tirar las alubias para que no podamos hacer cholnt (comida tradicional de Shabes), yo le dije: “Pues yo las recojo y hago cholnt ”. Y cuando me dijo que las blintzes se hacen con queso, yo le contesté que también hacen falta huevos.
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El sabio Yejezkel viajó en su burro desde su natal Galilea hasta Jerusalem y de vuelta. La excursión fue de gran provecho para él, pues aprendió de la vida y de la gente durante el recorrido. Cuando regresó, contó sus experiencias y puso en práctica los nuevos conocimientos que había adquirido en el pueblo, causando la admiración de los habitantes de su pequeña villa. Un comerciante envidioso decidió emprender el mismo viaje, así que participó a su esposa de sus intenciones. La mujer le dijo:
−Como tú dispongas, pero no te afanes tanto, pues el viaje no tiene el mismo efecto en todos. Ya ves, también el burro del erudito Yejezkel recorrió el mismo camino que su dueño… y regresó siendo el mismo burro de siempre.
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Un señor feudal le dijo a un judío:
−Te ordeno que le enseñes a hablar a mi perro. De lo contrario, te mataré.
El judío volvió a casa acongojado y se lo contó a su mujer. Sin inmutarse en lo más mínimo, ella le aconsejó:
−Dile que sí, pero que tardarás cinco años.
−¿Y de qué sirve esperar tanto tiempo?
−Porque mientras tanto es probable que mueran el señor feudal, el perro o tú.
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Cuando falleció un niño de un año de edad, llegaron los vecinos a consolar a la familia. Lo lloraron y le pidieron que fuera un gúter béter (un buen emisario para ellos). Llegó una vecina y al escuchar las peticiones, dijo:
−¿Por qué le piden al pobre que interceda por ustedes? Es chiquito y ni siquiera sabe hablar. ¿Quieren pedirle cosas a Dios? Pues vayan ustedes mismos.
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Un comerciante se vio en la necesidad de vender un valioso diamante para salir de un compromiso. Al saber de su apuro, los posibles clientes le ofrecían un precio por debajo de su valor real.
Un viajero que pasó casualmente por su tienda le ofreció una suma justa y prometió regresar más tarde con el dinero para recogerlo a su salida de la ciudad.
El mercader guardó la valiosa piedra en el lugar acostumbrado, a saber, en una caja debajo de la cama de su padre.
Más tarde, el anciano, fatigado por el trajín, se recostó y se quedó dormido, así que cuando el caminante llegó a pagar la joya y pidió al mercader que se apurara porque tenía