La tierra de la traición. Arantxa Comes
que hacer algo con… Ya sabes.
—Nuestro inquilino del sótano.
—Muy sutil —responde ella, un gesto maliciosamente divertido.
—No sé por qué lo recogí…
—A lo mejor le podemos dar uso. —Garnet alza las cejas, restándole importancia.
—¿A un cadáver? —Lior se encoge sobre sí mismo cuando Raz les echa un vistazo sobre el hombro—. Valiente quien desee frenarte, Garnet.
—Tus palabrejas y tú otra vez.
—Estoy agotado.
Y lo siente hasta en los huesos. Lior se levanta arrastrando la silla, no tiene ánimo de detenerse al intuir la disculpa que aflora en la mirada y los labios de su melliza. Conservan el cadáver de un isleño, uno que pertenece a la isla móvil que se sumergió para siempre hace treinta años, uno que viste el símbolo de la resistencia contra la Arga, dentro de un congelador. Sus tíos no saben nada, tampoco que Garnet arregló ese aparato que llevaba averiado muchos años y lo adecuó para que funcionara con esa carga argámica especial, duradera, potente, secreta.
Sin embargo, ni Garnet tiene tiempo de pedir perdón, ni Lior de huir, ni sus tíos de intervenir, porque la puerta principal, al otro lado de la casa, resuena con dos golpes secos.
—Voy yo —dice Micah, una advertencia suave pero incuestionable hacia los mellizos.
Nadie puede verlos juntos. Garnet se siente culpable; Lior, menos que un fantasma.
—Qué sorpresa —escuchan al hombre en cuanto abre la puerta.
—Necesitamos ayuda, Micah. —La voz de una mujer suena estrangulada y ambos hermanos dirigen sendas miradas a su tío Raz, en quien descubren un reconocimiento bañado de angustia.
—Si no fuera preciso, no te lo pediría —ruega otra, esta con más determinación.
—¿Qué ha ocurrido?
—El atentado en el cementerio de Los Llanos del norte… Eileen estuvo allí y la persiguieron.
—¿La persiguieron?
—Varios jueces.
Y Lior se yergue ante esas dos últimas palabras. No atiende a nada más, ni siquiera a la petición de Raz cuando avanza hacia la entrada. De pronto, Lior tiene un problema mayor, uno que tal vez se solucionaría si se escondiera. Se le da bien, lo ha hecho siempre: no sobresalir, no aparecer, no ser. Existir con tanta levedad que parezca muerto.
En el ardor de sus conclusiones, Lior no ha pensado que quizá no sea ella. Entonces la ve, es ella. También ha olvidado que la chica que espera bajo el dintel de la puerta entre una mujer sentada en una silla de ruedas, de aspecto enfermizo, y otra de pie, destacando por la opulencia de su vestuario, se escondió junto al cadáver del isleño en el carro y luego decidió desaparecer sin despedirse, a medio camino de Tawic.
Él sabe de ella lo que ya no es un secreto.
En cambio, ella…
—Lior Zadiz, el asesi…
—¡Una fugitiva! —la interrumpe Lior al igual que haría su hermana.
De hecho, provoca que Garnet y Raz se asomen, alarmados por tal alarido. Eileen está a punto de acusar a Lior de nuevo, pero la mujer de rasgos tan delicados como las costuras que entretejen sus ropas se impone sin necesidad de gritar ni de un tono extremadamente grave, si bien es tan sedosa que se filtra entre ellos hasta enmudecerlos:
—Disculpad las molestias. Lior, no tienes por qué asustarte, conocemos vuestra situación. Me presento, soy Vesna Rois.
Una de las madres de Myllena Lievori-Rois, la futura Experta Superior.
—Y estas son Kenna Cohan y su hija Eileen, han tenido que huir de Honingal. —Entonces Vesna Rois se dirige a Micah y Raz—. Por favor, no puedo esconderlas en Vala, sería imprudente. Hicimos… una promesa.
Los tíos de los mellizos comparten una mirada eterna y, aunque Lior quisiera indagar en ella tanto como las otras dos mujeres, llamado por esa promesa que parece unirlos, prefiere aprovechar el instante para pedirle a Eileen que espere, que el cadáver tiene una explicación, con un solo gesto.
Sin embargo, ella se cruza de brazos y se equivoca al no ceder, porque Garnet ha estado atenta y conoce a su hermano de una forma que nadie cree que lo haga. Por ello, niega con la cabeza una vez. Invade la distancia con ese movimiento, implacable incluso en el más absoluto silencio, un cuadrilátero invisible donde también sabe pelear.
Eileen aprieta los labios.
Garnet insiste una segunda vez. Nunca ha tenido que negar una tercera y se tranquiliza cuando Micah accede a protegerlas e Eileen entiende que todos pueden perder tanto que permanecer callada un poco más no hará daño.
Al fin y al cabo, ese isleño ya está muerto.
12
Tawic. Sur de Brisea
Los secretos no se marchan con Vesna Rois. Los peligros, tampoco. El carruaje de dos ruedas y oscuro armazón de madera y hierro espera junto a un enorme caballo mecánico, la reluciente argamea de su corazón inanimado brillando en infinitos colores a través de los detalles cromados. La falda se retuerce entre las piernas de la mujer cuando sube al asiento y su preciosa trenza rubia le sacude la espalda recta cuando pone en marcha al animal de metal, de vuelta a la capital del país.
Micah Ederle y Raz Koch les piden a sus sobrinos y a Eileen que los dejen a solas, porque tienen que hablar con Kenna Cohan, quien parece deshacerse sobre la silla de ruedas, como si la vida pudiera fugarse a voluntad por cada poro de la piel. Está tan consumida que la ropa cae sobre su cuerpo, una percha de hueso que pronto se convertirá en polvo. El pelo, de un castaño tan oscuro como el de su hija, briznas quebradas sobre los hombros. Si soplaran, tal vez se desvanecería.
Los mellizos, contenidos, inquietos, invitan a Eileen a recorrer el pequeño hogar de los Ederle, empezando por el sótano. No es un espacio lúgubre, más bien acogedor por las paredes de madera y los pequeños ventanucos de la parte superior por los que entra la luz delicadamente. Parece una guarida secreta, perfecta para esconder un cadáver.
Entonces Eileen se siente con el valor de acusar a Lior, pese a la presencia amenazante de Garnet, una mirada de acero incandescente, dos soles ardientes, diferente a la miel en los ojos de su hermano:
—Eres un asesino de isleños.
—¡Soy descendiente de una! Te salvé de esos jueces y… ¡Argamea bendita! ¡No soy un asesino!
—¡Ser descendiente no es prueba suficiente! ¡Vi el cadáver en tu carreta! ¡Entre la pesca! Llevaba el… —Se toca la parte alta del brazo, los nervios le traban la lengua—. ¡Llevaba el símbolo de la resistencia isleña! ¡Un cuervo herido por una flecha! Un símbolo que no se ve desde que la Isla se hundió. ¿Me lo vas a negar?
—Calma —intercede Garnet, las manos en alto—. Calma, por favor. Lior tiene de asesino lo que tú de persona confiable ahora mismo, así que no grites y permite que nos expliquemos, Cohan.
—¿«Nos»? Esto es de locos.
Eileen se pasa las manos enguantadas por el pelo corto, esquiva una mesa y varias sillas plegables, una pila de cestas de mimbre y tres columnas de periódicos antiguos, el congelador… Y se detiene. Lior traga saliva, Garnet enarca una ceja por semejante torpeza. Eileen señala el aparato sin llegar a tocarlo y balbucea unas palabras que solo su garganta entiende.
—Espera, por favor —suplica el chico.
—¿Cómo voy a esperar? ¡Aquel día me perseguían los jueces! ¡Tenías un cadáver escondido en el carro! ¡Te llamaron «Lior Zadiz» y tu apellido