Un sheriff de Alabama. Erina Alcalá

Un sheriff de Alabama - Erina Alcalá


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pensó es que sus padres y sus abuelos tuvieran tal cantidad de propiedades. Ella, nunca preguntó y ellos nunca le dijeron nada.

       El abogado, la sacó de sus pensamientos.

      —¿Cómo? —dijo ella sin haberlo escuchado—, perdone, me había perdido.

      —Le decía, señorita Vera, que su abuelo ya tenía compradores para todas sus propiedades. El señor Vera, sabía que usted no iba a volver aquí, que se quedaría en Estados Unidos. Y había conseguido hablar con algunos futuros compradores para sus propiedades. Y así usted recibir el dinero en metálico.

      —Sí, allí tengo mi trabajo y mi vida. No voy a vivir aquí, ni a volver a España. Ya no tengo a nadie. Mi intención es vivir en Estados Unidos.

      —Entonces, ¿qué piensa hacer?

      —Creo que lo que tenía mi abuelo pensado. Vender todas las propiedades. ¿En cuánto tiempo cree que podría venderlos? Tengo apenas quince días para cerrar esos asuntos. ¿Lo podría conseguir en ese tiempo?

      —No es mucho tiempo, pero lo podemos intentar, ya que tenemos a los compradores adjudicados a cada propiedad. Eso sí, puede llevarse los objetos personales de la casa, si quiere. Y quedarse en ella hasta que terminemos todo el asunto.

      —Me llevaré las fotografías, el resto no. Y si es necesario, me quedaría a vivir en el hotel en que me alojé anoche durante ese tiempo. Si los compradores quieren entrar antes, claro.

      —No será necesario. Esperarán.

      Tras una breve pausa.

      —Bien. Hoy mismo me pondré en contacto y resolvemos esto lo antes posible. Mi bufete trabajará incansable en este asunto para que pueda irse con sus propiedades vendidas. La llamaré para firmar todos los documentos. Mis ayudantes trabajarán estos días para usted, antes de que regrese. Le advierto, que hay que descontar lo de Hacienda y nuestra minuta.

      —No se preocupe, lo entiendo. Es lo normal.

      —Hacienda se lleva un buen pico.

      —¿Cuánto? —preguntó ella, porque no sabía lo que en España se cobraba por la venta o compra de propiedades. No estaba al tanto, pero miraría en internet por la tarde. No por desconfianza. Sus abuelos y sus padres habían confiado en ese bufete toda la vida y ella confiaba también. Tenían un gran prestigio, no solo en Martos, sino en los alrededores.

      —Un veinte por ciento.

      —Habrá que pagarlo antes de irme. Quiero dejar pagado todo, para que no se me reclame nada una vez esté fuera del país. No quiero problemas con Hacienda, si ustedes pueden encargarse también de ello, se lo agradecería. Y en todo caso, les voy a dejar mi tarjeta y mi teléfono por si fuese necesario. Y yo, también los llamaré.

      —Perfecto. Pues en eso quedamos. Le avisaremos para las firmas y necesitaremos un número de cuenta para el ingreso antes de que venga de nuevo. —Y ella, se lo dio—. Aquí tiene las llaves de la casa de sus abuelos.

      —Estupendo. Espero su llamada. Gracias, señor Medina —dijo, levantándose y saludando al abogado que también se levantó y la acompañó a la puerta.

      —A ustedes, por confiar en nosotros.

      Se despidió del abogado y cuando salió a la calle, al centro de la ciudad, casi le da un ataque de ansiedad. Sabía que sus abuelos eran ricos, pero eso era una barbaridad.

      Con esos pensamientos en la cabeza, lo primero que hizo fue ir a un bar y tomarse un par de cervezas y un par de tapas e irse al hotel donde se había quedado la noche anterior, pagar la cuenta y subir a casa de los abuelos, en la parte alta del pueblo.

      La casa era maravillosa, una gran casona andaluza, estilo antiguo con un gran patio de flores. Ella recordaba haber estado allí cuando era niña jugando y de adolescente durante el instituto. Dormiría en su antigua habitación; donde se quedaba cuando iba a ver a sus abuelos desde Nueva York.

      Se hizo un café y se tumbó en el sofá. Había dormido poco desde que el vuelo desde Nueva York la dejara en Madrid, y de ahí el Ave hasta Córdoba y otro tren a Jaén y tomó un taxi hasta Martos.

      Ya estaba cansada y no iba a tomar el autobús. Tendría que hacer lo mismo a la vuelta.

      Se quedó dormida hasta el día siguiente. Nunca había dormido tanto. Ni había tanto silencio en la casa.

      Abrió su maleta y se duchó, se cambió de ropa y salió a desayunar. Se dio una vuelta por el pueblo y se compró un libro para esos días de espera, el periódico y una revista del corazón.

      Era 25 de marzo y el tiempo aún era frío en ese tiempo, a pesar de estar ya en primavera.

      Después de cinco días, se puso algo nerviosa al ver que el abogado no la había llamado, pero decidió esperar. Recorrió el pueblo de parte a parte, e incluso un día subió a la Peña, al cementerio, con flores para sus abuelos y sus padres. Al siguiente día de espera, fue a ver el Castillo de Jaén y pasó la mañana en la capital, donde comió y paseó. Volvió por la tarde después de tomar el café.

      Al sexto día, la llamó el abogado. Debería pasar mañana por la tarde para firmar los documentos.

      Ella estuvo de acuerdo.

      ¡Qué eficiencia!

      CAPÍTULO 2

      «Ya estaba», pensó Rosa. Había firmado los documentos y el abogado vendió las propiedades. Tal como le había indicado, también pagó a Hacienda, para que no tuviera que preocuparse de nada.

      Le pasó su número de cuenta donde le hicieron una transferencia. Cuando Rosa salió del despacho, después de entradas y salidas, tenía en su haber: ciento veinte millones de euros que cambió a dólares.

      Casi ciento cuarenta millones de dólares, más lo que tenía ahorrado, daban un total de ciento cuarenta millones doscientos cincuenta mil dólares. Una fortuna millonaria. A eso había que añadirle el dinero que llevaba encima para el viaje, que era la última nómina. Con ella sacó los pasajes, pagó el hotel y lo que se gastó allí.

      Toda una locura. Tendría que invertir en algo, quizás en propiedades. Pero todo eso lo haría cuando llegara a Estados Unidos.

      Tres días después, volaba a Nueva York.

      Solo se llevó una maleta y una bolsa de fotografías de sus seres queridos, una cuenta abultada y una ansiedad latente por volver al hospital.

      Esos días, en el pueblo le hicieron querer recobrar una paz que no había conseguido desde que terminó el instituto.

      La Gran Manzana podía ser estresante. Su trabajo en el hospital mucho más y su vida emocional cero. Su vida sexual y romántica, menos que cero.

      Suspiró mientras miraba por la ventanilla del avión.

      Con el dinero que tenía, incluso podía dejar de trabajar, pero eso no era lo que quería.

      Se había pasado años estudiando para trabajar y le gustaba ser doctora y también cirujana. Pero desde que había pasado esos días en el pueblo le rondaba una idea en la cabeza: dejar Nueva York.

      Sí, no era necesario dejar de ser doctora, pero podía abandonar Nueva York, el bullicio y el estrés e irse a un lugar más tranquilo. No sabía dónde, ni cuándo, pero tal vez… lo antes posible.

      Un hospital pequeño, puede que no de un pueblo, se conformaba con una pequeña ciudad… El lugar no era tan importante.

      Ese cambio era algo que necesitaba en esos momentos.

      Siendo cirujana y médica, dos ramas en las que era buena, no le faltaría trabajo.

      Tenía veintinueve años y necesitaba un cambio en su vida. El haber pasado por el pueblo le había hecho pensar en su estilo de vida.

      Al final era de pueblo, no de ciudad. Le gustaba la gente más que la soledad de un apartamento en un lugar de millones de personas


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