El juego de la seducción. Martín Rieznik
trabajar de promotora para costearse sus estudios en Comunicación.
Me aproximé con una frase muy simple. Iba con un libro de Murakami en la mano, como si fuera al parque a leer algo y las abrí, por supuesto, con un lenguaje corporal no invasivo, apenas girando la cabeza por encima de mi hombro para decirles:
–Chicas, me sumo a su picnic, ¿se animan?
–¡Obvio!
Apenas dijeron eso, me senté y me relajé completamente, como si estuviera en casa. Le pedí a la vecina que me sacara una foto con su amiga y nos pusimos a hablar de fotografía. Enseguida, ella dijo que tenía que irse a comprar un colchón antes de que cerrara el negocio (ya eran las 19:30 h). Como tenía que encontrarse con su madre y la promotora estaba divirtiéndose conmigo, me dejó solo con ella y se fue. Entonces aproveché y le dije:
–Quiero tomar algo, esperemos a que vuelva en ese café (señalé una cafetería frente al parque).
Lo pensó un segundo, le avisó por teléfono a su amiga y allí fuimos. Al poco tiempo, volvió la vecina, muy contenta de tener ya su nuevo colchón. Pensé que mi noche se terminaba ahí, pero ella quiso pasar al baño por lo que nos quedamos solos nuevamente y decidí cerrar con el intercambio de Facebook. Por las dudas, mis últimas palabras fueron:
–Te escribo un mensaje con una palabra secreta y vos me respondes con la contraseña. Yo te digo “Hola, competidora” y vos contestás “Hola, competidor amoroso”. ¿Dale?
Llegué muy contento a mi casa. A las 22:20 la vi conectada. Pensé qué haría si se daba la ocasión de volver a verla ese día. Comencé a chatear por Facebook:
–¿Llegaste, competidora?
–Recién, competidor amoroso.
–¡Misión cumplida! ¿Qué haces?
–Acá, con mi amiga. No me presta atención, está con el novio.
–¿No estás de más ahí?
–Puede que sí, pero todavía no me incomoda. El chico es muy caballero, no se andan tocando, jaja.
–Yo voy a comprar helado y a ver una peli, ¿te sumás?
–Mmmm…
–No, no; ¡si te gusta el voyeurismo te podés quedar a mirar ahí!
–¡Jajaja! Mmm, bueno, dale. Película y helado, pero no me puedo quedar hasta muy tarde.
–Hecho.
Entonces arreglamos para encontrarnos de nuevo. Compramos helado y fuimos a mi departamento. Vamos a aclarar algo: lo que cuento quizá parezca fácil de hacer, pero no lo fue. Tuve que esforzarme para lograr que ella entrara en confianza. A grandes rasgos, esto es lo que hice para generar confort: entramos y salimos del departamento varias veces con cualquier excusa (tirar la basura, comprar cigarros, etcétera). La idea era que no sintiera que estábamos encerrados ahí. Nos pusimos juntos a elegir música. Le pedí que guardara el helado en la heladera y que buscara unas cucharas, como si fuéramos amigos desde mucho tiempo antes. Después buscamos una película: El club de la pelea.
Sacamos el helado y nos sentamos en el sofá frente al televisor. Ella estaba bastante nerviosa, se le notaba; tenía cruzados los brazos y las piernas. Para no hacerla sentir incómoda, no hice nada hasta que no se relajó corporalmente. Esperé a que se descruzara y dejé que fuera ella la que tomara la iniciativa de ir a lo físico. Después de ver la mitad de la película, empezó a imitar a Brad Pitt y a pelearme en el sillón. Arrancamos con los besos y al rato ya estábamos en la cama.
Hagamos las cuentas: salí a las 18:30 de casa y el momento cúlmine llegó a las 0.30, es decir ¡seis horas después! Fue increíble. No esperaba nada parecido de una salida al parque. ¡Gracias, Martín!»
Capítulo 5
Regla de los tres segundos
Dietas de placer social y otras delicias
El que nunca tuvo miedo, no tiene esperanza.
David Cowder
La timidez no es un problema: es una declaración de incapacidad. Este rasgo adyacente a la personalidad de cada uno a menudo es utilizado durante años como excusa para no tomar las riendas del destino personal. Aquí haremos un stop para entender las razones biológicas y emocionales de ese desastre.
Hay personas que, por naturaleza o por cultura, son más introvertidas, en tanto hay otras naturalmente extrovertidas. Eso no cambia los patrones de atracción a la hora de intentar seducir a una mujer. A primera vista, lo único que genera es un pretexto para utilizar en defensa propia y justificar la apatía social. Esta aparente protección no otorga ningún refugio ni tampoco permite operar sobre la estricta dieta que nos aguarda si seguimos por ese camino, y que nos privará inevitablemente de todo placer social. La timidez durará el tiempo que demoremos en poner en práctica algunas técnicas no muy complejas. Por eso mismo es urgente dejarla de lado para centrarnos en el problema que afecta al cien por ciento de los hombres: la ansiedad a la aproximación o AA, también (mal) llamada “el miedo al rechazo”.
¿De dónde proviene todo esto del miedo y la AA que sentimos cuando queremos acercarnos para seducir a una mujer?
Remitámonos al lugar en el que hemos permanecido durante la mayor parte de nuestra existencia como seres humanos. Los doscientos mil años de historia precedente nada tienen que ver con los últimos cincuenta, en los que prácticamente se ha triplicado la población mundial. El ser humano no ha sido originalmente diseñado para vivir con tanta gente alrededor y menos aún en ciudades. Hemos llegado a esta situación a partir de un ciclo histórico.
Miedo al rechazo
Hagamos un ejercicio: transportémonos imaginariamente a una sociedad tribal, como aquellas en las que los hombres se agruparon durante casi toda su existencia histórica. Supongamos que nuestro núcleo consta de veinte personas: diez hombres y diez mujeres. De estas, una vez pasadas por el filtro del jefe de la tribu, deberíamos descontar también a algunas mujeres que no nos resultarían atractivas o que descartaríamos por ser familiares directas nuestras (madre, hermana). Por lo tanto, las mujeres con las que podríamos satisfacer nuestro deseo de reproducirnos (o tener sexo, lo que, en definitiva, forma parte del mismo deseo) serían aproximadamente... ¡tres! Tres únicas oportunidades de tener sexo en toda una vida.
Podemos especular con que, en un momento remoto de la historia, tuvo lugar una separación muy grande entre los hombres, que se dividieron en dos clases: los que solamente pensaron en sexo sin tener en cuenta el carácter preselectivo de la mujer (debido a su búsqueda de valores de supervivencia), por un lado, y los que combinaron esa necesidad puramente femenina con su propio deseo masculino.
Imaginemos a los hombres del primer grupo, sin estrategia alguna, generalmente extrovertidos y con una actitud similar a la que hoy en día tendría un improvisado. Sin duda, corrían un gran riesgo si se aproximaban a una de las pocas mujeres de la tribu con un planteo similar a este: “La verdad, no tengo idea de qué decirte, tampoco me interesan tus necesidades, lo único que quiero es tener sexo contigo”. La reacción de las mujeres probablemente las llevaría a descartar a esa clase de hombre que no ofrece ningún tipo de ventaja evolutiva. Probablemente intuirían que, en caso de quedar embarazadas, un individuo de ese perfil no garantizaría el cuidado y la protección de su descendencia. El primer rechazo recibido, sin embargo, posiblemente no modificara el accionar de este tipo de hombre, que –arriesgando la extinción de su estirpe por celibato– continuaría intentando la misma aproximación con las otras dos mujeres. Y estas, incluso, ya podían haber sido advertidas acerca de intenciones de él... Un nuevo rechazo le plantearía el peor de los escenarios.
Ese tipo de hombre, extrovertido y despreocupado por las necesidades femeninas, seguramente no dejó descendencia. Fue literalmente borrado de la evolución.
En simultánea, también hubo otro tipo de hombre (el del segundo caso) que sí fue antepasado nuestro.