El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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que empezó a anidarse en la mentalidad de los norteamericanos blancos, que fue el miedo a la extinción racial. Esta ansiedad se manifestó en varias teorías y prácticas sobre la relación entre raza y extinción, entre evolución y adaptación humana al medio ambiente, que fueron inspiradas por las propuestas sobre la herencia genética de Jean-Baptiste Lamarck, las cuales tuvieron sus peores efectos cuando se intentaron aplicar en la extinción, también planificada, de los pueblos originarios de Norteamérica y en la preservación de la raza blanca. Básicamente, se crearon categorías para catalogar en términos de raza a los diferentes grupos étnicos: de mejores a peores, biológicamente superiores e inferiores, y entre aquellas que resistían los cambios no sólo del medio ambiente, ahora también de la modernidad industrial. Tristemente, los paladines de este lamarckismo fueron los primeros conservacionistas del continente, según Miles A. Powell, especialista en temas de raza y conservacionismo estadounidense.

      El debate se dividió entre monogenistas, que creían en la existencia de una sola raza uniforme creada por Dios y que reconocían diferencias entre ellas producidas por las variaciones climáticas, pero que atribuían la superioridad a la raza adámica blanca, y los poligenistas que aceptaban la creación de varias razas independientes una de otra con diferencias biológicas evidentes, pero que, al igual que los monogenistas, colocaban a la raza blanca por encima de las demás. Esta coincidencia entre ambas teorías sólo lleva a pensar que la ciencia de la época en realidad no se diferenciaba mucho de las ideas religiosas sobre la creación desde el momento en que se aceptaba como verdad una jerarquía natural muy similar a la de la scala naturae, sólo que esta vez en lugar de tratarse de todos los seres vivos e inertes se aplicó en lo racial; por ejemplo, las «razas inferiores» comenzaron a pensarse en los mismos términos que los animales tanto en domesticación y asimilación. Un médico muy popular en el siglo XIX estadounidense, Charles Caldwell, escribió lo siguiente: «Cuando el lobo, el búfalo y la pantera sean completamente domesticados, de la misma manera que el perro, la vaca y los gatos, entonces, tal vez, esperemos que el indio de pura sangre también se civilice, al igual que el hombre blanco».

      Para este lamarckismo, unido al discurso religioso, el Nuevo Mundo fue la tierra prometida que Dios les dio para transformarla, para hacerla productiva e industriosa, y al lograrlo se complacía un mandato divino. Domesticar, o en su caso, extinguir cualquier obstáculo para ese destino fue primordial para el modo de vida de los blancos —su trabajo, su economía— porque en ello se jugaba la trascendencia misma ante los ojos de Dios. Los nativos americanos, se pensaba, eran incapaces de adaptarse al Edén de la civilización anglosajona porque por un lado no sacaban provecho de sus tierras y, por otro lado, no querían integrarse al ritmo de la vida moderna creada por los blancos. Ante este dilema no había más que un solo destino para ellos: la extinción. Lo mismo se proponía tanto para los de raza negra —una vez liberados de su esclavitud, los consideraban ineptos para adaptarse a las exigencias de la vida industrial— como para los chinos que se asentaron en California para trabajar en la construcción de ferrovías; ambos eran, de alguna u otra manera, «biológicamente inferiores» al hombre blanco. Tanta era la preocupación por la mezcla interracial que para evitar que los jóvenes blancos, clientes asiduos a los numerosos lupanares chinos, varios grupos políticos ayudaron a pasar la primera ley antiinmigrante en la historia de Estados Unidos en 1882, la llamada «Chinese Exclusion Act».

      Este debate, hay que recordar, surgió precisamente durante el expansionismo anglosajón hacia el oeste y la cruenta lucha armada contra los pueblos nativos. Ante la victoria y derrota entre ambos bandos, los blancos se dieron cuenta de que la única manera de deshacerse del enemigo era aniquilando su forma de subsistencia, la cual se encarnaba en la figura del bisonte. El General George W. Morgan, un hombre curtido en las principales guerras de Estados Unidos durante casi todo el siglo XIX, llegó a la conclusión de que ambos, nativos y bisontes, debían perecer ante los soplos del progreso: «los indios se desvanecerán como la yerba del búfalo o las bayas del antílope» y en su lugar florecerán «el trébol, la hierba timotea, las manzanas y las peras, el trigo y el maíz, la vaca y el caballo, y el conquistador supremo, el dominador hombre blanco predestinado ocupará sus campos [de los nativos], y entonces la civilización enarbolará sus templos religiosos y científicos entre las tumbas de esas personas que vivían sin propósito y que murieron sin historia».

      La consumación de estas ideas se resumiría en el concepto de eugenesia, usado por primera vez en 1883 por el naturalista Francis Galton al referirse a la reproducción selectiva de humanos para el mejoramiento de la especie. Utilizado primero por los naturalistas decimonónicos para preservar la flora y fauna nativa del continente, el concepto tenía como finalidad la cría de especies animales más productivas y cultivos más resistentes. La obsesión por acelerar la productividad de la naturaleza se afianzó con la creación de la Eugenic Committee of the American Breeders Association, lo que institucionalizó la idea original de Locke sobre el mejoramiento de la tierra. Igualmente, las repercusiones sociales de la eugenesia fueron determinantes en las incipientes políticas de migración hacia Estados Unidos y de segregación dentro del país. Su finalidad era preservar la pureza de la raza blanca nórdica y evitar su mezcla con otras etnias, algunas de ellas blancas como la irlandesa, italiana y del resto de la Europa sureña. Asimismo, la eugenesia fue un placebo para contrarrestar otras características de la extinción ligada a la migración, la feminización de los hombres y la formación de una raza superior. Sobre todo, surgió una paranoia por la decadencia de la vida bajo las comodidades del progreso urbano cuando la neurastenia se convirtió en una epidemia que atacaba en especial a los jóvenes citadinos que, bajo las nuevas presiones económicas y laborales, caían víctimas de agotamiento y depresión. Para finales del siglo XIX, gran parte de la sociedad estadounidense vivía en centros urbanos y trabajaba en sectores de la industria, lo que sometió a la población a nuevas exigencias biológicas que repercutían en su salud. En esa época la neurastenia ya era una obsesión entre los educadores y conservacionistas debido al aumento de casos entre los jóvenes varones, y la causa, según ellos, era la vida urbana que había afeminado a los hombres que antes trabajaban al aire libre, construían trenes, casas y caminos, y por ello los recién venidos migrantes estaban superando en número a los nórdicos. La política de inmigración se fortaleció, sobre todo, durante esas décadas. Si se atienden las estadísticas, antes de 1883, señala Powell, los principales grupos migrantes hacia Estados Unidos provenían de países como Bélgica, Dinamarca, Inglaterra, Francia, Alemania, Irlanda, Países Bajos, Noruega, Escocia, Suecia, Suiza y Gales. Pero entre los años 1883 y 1907 la migración masiva proveniente de Hungría, Bulgaria, Grecia, Italia, Polonia, Portugal, Rusia, Serbia, España, Siria y Turquía comprendía el 80% de los migrantes europeos, es decir, en poco tiempo los nuevos migrantes comenzaron a superar en número a los viejos europeos nórdicos.

      Como es de esperarse, esta tendencia comenzó a generar una ansiedad de extinción entre los primeros colonizadores americanos, al grado de que varios pioneros del conservadurismo culparon a grupos étnicos de ser una amenaza para las especies que ellos intentaban preservar. Entre los naturalistas de la época se encontraba William Temple Hornaday, el primer director del Zoológico de Nueva York y autor de varios libros de peso en el campo de la conservación natural en el continente americano, entre ellos The Extermination of the American Bison (1887). Para Hornaday, los italianos, sobre todo, eran una amenaza para la fauna americana: «son una especie de mangosta humana cuando se trata de fauna y flora. Denle un poco de poder y rápidamente exterminará toda forma de vida animal con plumas o pelo […] En el norte, los italianos se pelean por el privilegio de comer cualquier animal emplumado», escribió Hornaday, mientras que en «el sur, los negros y blancos pobres están matando a todas las aves cantoras […] para alimentos».

      No lejos de estas aseveraciones se encontraban las palabras de otros colegas de Hornaday, entre ellos Henry Fairfield Osborn, Madison Grant e incluso Theodore Roosevelt; todos ellos, explica Powell, desarrollaron una ciencia de la conservación que sólo se puede entender en términos de raza y género. Incluso bien avanzado el siglo XX, estas opiniones eran comunes en la nueva generación de conservacionistas, como la de Harold J. Coolidge, encargado de trabajar en Latinoamérica promoviendo la conservación y protección de animales. Ante la falta de voluntad de gobiernos latinoamericanos para cooperar con su proyecto, Coolidge le escribió a su colega Julian Huxley: «Tal vez en unos cuantos años las cosas vayan


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