El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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la naturaleza; sin embargo, hay un elemento que pasa inadvertido: no es sólo el criado, también el caballo.

      El criado y el caballo son una propiedad: están en el mismo nivel de recursos naturales. Y lo son, se infiere, porque ambos han llevado a cabo una labor dentro de la cadena de producción de la cual el señor ha sacado una ganancia comercial. Si bien la explotación de un humano sobre otro humano, mediada por cuestión de estatus político o de origen étnico, hasta cierto se entiende en ese contexto, ¿cómo es que el caballo o los animales han pasado de ser, según el mismo Locke, creación de Dios para todos los humanos, a una propiedad? ¿Y por qué no hay diferencia entre animal y humano? Esta comparación implica dos cosas, una degradación de lo humano y una degradación de los animales: ambos son nivelados por el capitalismo. En cuanto a lo animal, reaparece en el mismo segundo capítulo de su Tratado, un poco más abajo, y pone tres ejemplos. El ciervo, los peces y la liebre pasan de un estado natural a ser propiedad privada, una vez muertos, del cazador que invirtió tiempo, paciencia e incluso destreza en cazarlos. De la misma manera que la tierra, los animales no tienen individualidad, sino que están ahí, son naturaleza común que Dios ha puesto a disposición de todos, como frutos o minerales, para ser recogidos o cazados por aquel que quiera adjudicarlos como suyos, siempre y cuando se obtenga un beneficio. Pero, lo importante no son los frutos ni los animales, advierte Locke, sino la tierra misma, porque como todo se sostiene en la tierra, los animales y los frutos, por descontado, pasan a ser propiedad del señor. Y, si la tierra debe mejorarse para generar una ganancia, la explotación de los animales es corolario del Capitaloceno, por lo que su situación es doblemente una tragedia: el mejoramiento del medio ambiente para ser productivo implica la destrucción de su hábitat y, al mismo tiempo, al ser ellos parte integral de la tierra, su destrucción es inminente, siempre y cuando no se descubra una manera de ponerlos a trabajar o comerciarlos, vivos o muertos, enteros o por pedazos.

      Las implicaciones de esta valoración para lo humano radican en la cuestión racial y de clase social desde el momento en que Locke en realidad no se refiere a los humanos en general, sino a algunos en específico: los obreros, es decir los desposeídos de tierra, y los que no saben sacar una plusvalía de ella, en este caso los pueblos americanos y africanos. Ellos, al ser puestos en el mismo escaño de los recursos naturales, son dispensables. Con esta idea Locke se apega a lo que señalan Moore y Patel acerca de la fundación de lo social y civilizador de los inicios del colonialismo. De hecho, las plantaciones de azúcar trabajadas por mano esclava estaban fundadas en la misma lógica lockeana, como bien demuestra Gilberto Freyre en su estudio sobre los impactos socioambientales de la caña de azúcar en el Nordeste brasileño: «el aliado más fiel del esclavo africano en el trabajo agrícola, en su rutina diaria de la plantación y en la misma industria del azúcar, fue el buey: fueron estos dos, el negro y el buey, los que fundaron la base de la economía azucarera».

      A partir del siglo XV se empezó a usar el término «natural» para referirse a los habitantes de América porque se encontraban en un estado natural opuesto a la sociedad civilizada representada por Europa. Con esta división, los originarios de otros territorios continentales fueron excluidos de la sociedad porque eran naturales, eran parte del paisaje de la misma manera que lo es un árbol para talar madera o un zorro para extraerle la piel: «los naturales» se consideraban meras herramientas, como el labrador y el caballo de Locke, para extraer una ganancia a través de su trabajo, sea este por salario o por esclavitud. Esta idea aparece desde Cristóbal Colón, quien no confirió a los nativos de América la calidad de humanos —hacerlo habría sido perjudicial para su empresa—, sino simples súbditos, humanos incompletos —seis cabezas de hombre, seis de mujer—, partes esenciales del paisaje —hay que recordar el viaje de regresó en el que intentó llevar muestras de animales, plantas e indios a España—, o potenciales esclavos para generar riqueza para el rey. Su mirada sólo ve un interés económico y esta mirada no cambió mucho a lo largo de los siglos; compárese la impresión de Churchill en 1908 durante un tour por África, cuando observó con asombro cómo las aguas del Lago Victoria descendían por las cascadas Owen hacia el río Nilo: «Cuánta energía desperdiciada […] tal palanca para controlar las fuerzas naturales de África no domesticadas no puede sino irritar y estimular la imaginación. Y qué divertido sería hacer que el inmemorial Nilo comience su viaje sumergiéndose en una turbina».

      Hernán Cortés, comenta Todorov, veía a los nativos de la misma manera: eran sujetos no en el sentido humano, sino de sumisión, sujetos del rey: «No hay duda que para que los naturales obedezcan los reales mandatos V.M. y sirvan en lo que se les mandare», dice Cortés en una de sus cartas. Asimismo, los consideraba sujetos de estudio y uso para la generación de riqueza: eran obreros, artesanos e incluso juglares a los cuales el conquistador admiraba, pero esta admiración e incluso fascinación que causaba la maestría de los arquitectos, médicos y artistas nativos no fue suficiente para elevarlos a la igualdad con los europeos. En la Nueva España esta idea fue agotada en el debate — llamado «polémica de los naturales»— entre las autoridades eclesiásticas para resolver el problema de la humanidad de los indios. De un lado estaba Juan Ginés de Sepúlveda, quien pensaba que los indios no eran capaces de absolver su salvajismo porque no tenían alma y por tanto era derecho de los españoles continuar su esclavitud y explotación; del otro lado estaba Bartolomé de las Casas, quien creía todo lo contrario. El debate no resolvió nada, pero sí sentó las bases para las «nuevas leyes» que prohibían la esclavitud de los indígenas. Esta práctica, sin embargo, continuó, pero de otra manera: había que organizar una nueva forma de extracción de riqueza, sobre todo cuando se descubrieron las ricas minas de plata en el norte de México y en Potosí. Esa organización social de la Nueva España fue la sociedad de castas, la cual fue no sólo una jerarquización racial sino también económica, afirman Moore y Patel, porque por medio de la etnicidad y el color de piel se tenía acceso a los privilegios y derechos como la ciudadanía, los impuestos, el trabajo e incluso la cercanía con Dios. Algunas vidas, dicen los autores, valían menos que otras. Todo esto incluso tiene una raíz teológica que se rastrea hasta las ideas de Linneaus presentadas con anterioridad; es decir, los indígenas habían subido en la scala naturae un par de escalones, pero aún estaban muy abajo de los europeos.

      Esta nueva racionalidad fue adoptada, más tarde, por los nuevos filósofos liberales y capitalistas. Locke, en su famoso fragmento, a final de cuentas está proponiendo la misma cosa con diferentes palabras porque en última instancia está fracturando las relaciones entre naturaleza, animales y humanos, incluida la relación entre humanos y otros humanos, porque el sistema económico demanda la mutación de un grupo de ellos en un mero recurso o en máquina de producción de riqueza. Como lo demostró Walter Johnson en su estudio sobre la esclavitud en las plantaciones de algodón de Estados Unidos, los negros eran catalogados como meras mercancías o herramientas cuyo precio radicaba en la especulación sobre su extracción laboral. «Los reportes formalizaron un sistema de clasificación de esclavos —Hombres extraordinarios, hombres número 1, hombres de segunda categoría u ordinarios, niñas extraordinarias, niñas número 1, de segunda categoría u ordinarias, etc.— que permitieron reducir las diferencias físicas entre todos los cuerpos humanos en una escala comparativa simplista basada, según ellos [los esclavistas], en el precio de una persona en el mercado». Originado durante el comercio esclavista transatlántico, la cotización partía de una medida estándar o unidad de valor: hombre, 30 a 35 años, altura de entre 1.50 y 1.80 metros. Esta métrica corporal se trasladaba en una fuerza de trabajo, no necesariamente en un individuo, y aquellos que no satisfacían la expectativa física, o sea mujeres o niños, eran partes de una pieza entera, es decir no eran ni siquiera considerados una persona completa. Lo que interesaba era el resultado de su trabajo, la productividad antes que la humanidad. Era una racialización: una razón, una cuantificación racial, basada en la mera acumulación de riqueza.

      En el imaginario europeo blanco esta concepción, que persiste aún hoy día con el surgimiento de movimientos sociales y partidos políticos nacionalistas en el Norte Global, alcanzó un nivel extremo cuando la idea de extinción comenzó a aceptarse. Una vez conscientes de que era posible y de que la selección natural era manipulable, los habitantes europeos del nuevo mundo se dieron a la tarea de eliminar aquellos animales que atentaban contra sus intereses económicos, aquellos que arruinaban los sembradíos o bien se alimentaban de otros animales explotados


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