El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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esos rumores con mucha atención y curiosidad; fueron esas historias las que animaron a los monarcas y a marineros a expandir los horizontes de extracción marítima. Uno de los primeros registros es, por ejemplo, el del marinero y explorador italiano Giovanni Cabot, quien bajo el mandato del rey Henry VII de Inglaterra, se dice que descubrió las costas nórdicas de América, específicamente la Isla de Terranova, en 1497; al volver a la isla británica, esparció los rumores de la gran abundancia de peces que encontró. El embajador de Italia, comenta Roberts, inmediatamente envió una misiva al duque de Milán que decía: «Afirman que en los mares aquellos hay un enjambre de peces que pueden ser sacados no sólo con una red, sino con una cubeta sumergida con piedras en el agua […] dicen que trajeron tanto pescado que este reino no tendría más necesidad de Islandia, que es de donde traen gran cantidad de un pez llamado pescado seco». Para 1504, barcos franceses, portugueses y vascos ya se encontraban pescando en las aguas cercanas de la isla de Terranova y, en la medida que los viajes se multiplicaban por el Atlántico, los marineros llegaban no sólo cargados de bitácoras pletóricas de anécdotas impresionantes sino también de toneladas de peces.

      Fue gracias a esta abundancia que los europeos occidentales cambiaron una dieta basada principalmente en fruta, legumbres, granos y vegetales. Si bien los mariscos eran una buena fuente de proteína bien conocida, su consumo en realidad era muy limitado después del Imperio Romano por varias razones poco conocidas, argumenta Brian Fagan en Fishing: How the Sea Fed Civilization, quien coincide con la teoría de Roberts en que el incipiente consumo y consecuente colapso de las pesquerías se debió a causas religiosas, sobre explotación gracias a nueva tecnología y de degradación ambiental de aguas dulces. El cristianismo, por su lado, promovía la dieta pescatoriana debido a la prohibición de carne roja en determinados días sacros. Los credos benedictinos, de la orden religiosa homónima que básicamente evangelizó Europa a partir del siglo VI, dictaban que la carne de pescado era menos «carnal» en el sentido de que disminuye las pasiones carnales. Estas creencias tuvieron un impacto inmediato en los mercados locales, pues la oferta de pescado incrementó drásticamente en la medida que los días de observancia aumentaron en el calendario durante la Edad Media y los pescadores, ante la demanda, comenzaron a desarrollar mejor tecnología de pesca. Además, esta transición dietética coincidió con el llamado «período cálido medieval», aproximadamente entre los años 1000 y 1200, lo que facilitó la cría y pesca de ciertas especies como el bacalao. Las redes a la deriva, aunadas a la mejora de los barcos pesqueros cuya capacidad aumentó considerablemente y la proliferación de acequias para agricultura, fueron poco a poco agotando los ríos británicos, alemanes y franceses. Algunos peces desaparecieron en ciertos tramos de agua, mientras que otros se tornaron precarios y por ello se convirtieron en delicias destinadas exclusivamente para la nobleza; los casos más famosos son los de Francia e Inglaterra que decretaron la exclusividad del esturión para los monarcas de esos reinos y la orden religiosa cisterciense, la cual se comunicaba con lenguaje de señas, usaba el mismo signo para el esturión que para el orgullo. Incluso los chefs medievales experimentaban con recetas para simular la carne de pescado con la de res; al menos media docena de libros de cocina de la época, añade Lorraine Boissoneault, incluyen recetas para convertir la ternera en imitación de esturión para señores y señoras adinerados.

      Así, ante la escasez de un alimento tan sano y además dotado de beneficios espirituales, esos monarcas contrataron marineros valientes dispuestos a aventurarse en los mares desconocidos. Los primeros bancos pesqueros fueron los mares septentrionales, recuérdese la carta del embajador italiano en Inglaterra: Islandia, Noruega y Dinamarca. Entre los años 950 y 1000, Islandia y Noruega, indica Fagan, desarrollaron una industria pesquera internacional, un fenómeno llamado «el horizonte pesquero» (fish event horizon) por el arqueólogo ambientalista James Barret, quien ha demostrado por medio de espinas encontradas en Londres que los pescados consumidos —sobre todo el bacalao— por los ingleses en esos años provenían en cantidades mayores de los mares del norte. Aunque el inglés era el mercado más dinámico, la pesca estaba en manos de otros países antes mencionados, pero sobre todo por la federación comercial de la Liga Hanseática a partir del siglo XIV, de ahí la queja de los columnistas citados anteriormente. A partir del siglo XV, los que dominarán la industria serían los Países Bajos gracias a la mejora de técnicas en la manufactura de madera de roble y pino —importada principalmente de Noruega, como más adelante explico— para la construcción de barcos de mayor eficiencia de transportación de mercancías, entre ellos el velero filibote (fluyt), el favorito de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, y la introducción de un barco llamado «haringbuis» especialmente diseñado para la pesca de arenques en los mares del norte; para el año 1600, apunta Fagan, había ochocientos de estos barcos con una capacidad de cubierta, cada uno, de entre 70 y 1 000 toneladas de carga. El arenque, probablemente el primer pez pescado industrialmente, representaba el 9% de la economía neerlandesa y era vendido hasta en ciudades del sur de Europa como Roma, pero las pesquerías del Báltico y del Mar del Norte, asediadas por cientos de barcos, fueron consecuentemente diezmadas.

      La copiosa biodiversidad de otros mares supliría la demanda y ya no sólo de esturión sino de otras nuevas especies de animales marinos que pronto entraron en el paladar y mercado europeos, como las tortugas del Caribe y los elefantes y lobos marinos, estos últimos encarecidamente cazados por su piel. La caza comercial de elefantes y leones marinos y focas se abrió por todo el Atlántico, primero en el norte y luego en el hemisferio sur a finales del siglo XVIII cuando la evidente abundancia atrajo a los navegantes. Tómese como simple ejemplo el testimonio del explorador francés François Péron cuando describió elocuentemente la caza en las Islas Shetland, en el Atlántico Norte: «En este lugar yermo la población de lobos marinos era tanta que se estimaba que podía proporcionar una ganancia de 100 mil pieles en un año», pero luego lamenta que en apenas dos años, de 1821 a 1822, fueron asesinados hasta trescientos veinte mil animales: «Mataron a todos y a ninguno perdonaron». En el sur, Alexander Dalrymple, geógrafo escocés nombrado hidrógrafo por la Compañía Británica de las Indias Orientales debido a su talento para crear mapas marítimos, dejó testimonio de los ricos litorales sudamericanos: hay tal cantidad de focas que en «un solo día se mataron entre ochocientos o novecientas de ellas con clavas en un pequeño islote» de las Islas Malvinas. Las cifras de presas capturadas son pasmosas, reporta el historiador ambiental Jon Soluri, pues inmediatamente después de los primeros testimonios, como el de Dalrymple, arribaron cientos de flotas de países europeos, sin olvidar las nacionales como las de Argentina y Chile que, celosas del asedio de extranjeros, fundaron sus propias flotas de cacería. La presión sobre los ecosistemas se endureció y algunas especies desaparecieron de islas, islotes y archipiélagos; por ejemplo, para 1830 se registraron apenas decenas de focas en las islas Juan Fernández, Malvinas y de los Estados. La exportación de pieles alcanzó las veinticinco mil piezas entre 1877 y 1880, dice Soluri, y esto es tan sólo de un solo puerto, el de Punta Arenas, y no incluye la caza de barcos extranjeros.

      Un pez que merece especial atención en esta historia es el bacalao debido a su benéfica naturaleza: puede ser preservado largo tiempo seco o salado y aún así ser rico en proteínas, por lo que su viaje de las costas americanas a Europa no representó mucho problema, sobre todo cuando los pescadores planeaban eficientemente el regreso para la Pascua; si llegaban a tiempo a Francia y a otros puertos mediterráneos, sus ganancias se multiplicaban. En palabras John F. Richards, «el bacalao, tan rico en proteína, fue uno de los grandes premios del Nuevo Mundo». Su pesca fue tan abundante en el norte del Atlántico que el jesuita y explorador francés Pierre-François-Xavier de Charlevoix escribió en 1720: «La cantidad de bacalao equivale a la cantidad de granos de arena la playa», y con mucha razón: para mediados del siglo XVIII zarpaban de los puertos franceses barcos con hasta veintisiete mil pescadores y regresaban con hasta media tonelada de bacalao en cada embarcación. Ante tal exuberancia, se llegó a creer incluso que la pesca favorecía el incremento de los peces en aquellos mares. Los mercados de Europa se llenaron de su olor e incluso, dice Richards, alcanzó tan bajo precio que los señores hacendados alimentaban a los esclavos africanos que trabajaban en la caña de azúcar de las Indias Orientales y el Caribe. Según Fagan, el mejor pescado era enviado a Europa y el resto, «la basura», hacia el Caribe, en donde cargaban azúcar y ron hacia África para comerciarlo por esclavos. Las costas francesas fueron los principales puertos de comercio de bacalao durante el siglo XVI, ahí encallaban


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