El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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que de Eguiara, escribir una obra monumental que diera cuenta de la exuberancia natural y humana del nuevo continente. Esta obra es Historia antigua de México y en ella defiende a las culturas inca, maya y azteca por su grandiosa arquitectura, conocimientos matemáticos y pensamiento abstracto evidenciados en su poesía y escritura. Además, señaló Clavijero, América contaba con mayor cantidad de especies de animales que en toda Europa. Lo que diferencia a estos latinoamericanos de Jefferson no es tanto sus argumentos como su entusiasmo, sino más bien la dirección que tomó el debate gracias a un descubrimiento fósil que cambiaría la historia de la Tierra.

      Jefferson en su manuscrito incluyó el peso, el tamaño y las características de criaturas americanas como el oso, la pantera, el búfalo, la comadreja, que «era mucho más grande en América que en Europa». Le restregó a Buffon que el reno escandinavo era tan pequeño que incluso podría pasar por debajo del alce americano sin ningún problema. El tamaño parecía ser un buen argumento en la época y no sólo para los animales. Es famosa la anécdota que Benjamin Franklin contó a Jefferson sobre su visita a París, donde fue invitado a una cena con varios ilustres. Cuenta Franklin que los estadounidenses estaban sentados en un lado de la mesa, mientras que sus contrapartes francesas en el otro. Abbé Raynal, científico francés de la época, sugirió: «Que ambas partes se pongan en pie y así veremos de qué lado la naturaleza se ha degenerado». Los estadounidenses, aseguró Franklin a Jefferson, rebasaron en estatura a los franceses, particularmente a Raynal, quien era un «renacuajo». Y como de tamaño se trataba, Jefferson apostó por su mejor carta con la descripción de un espécimen con el que presidente de los Estados Unidos estaba obsesionado: el mamut, un animal «seis veces más grande que un elefante», fuerte, imponente, misterioso, cuyos dientes gigantes podían ensartar a un humano fácilmente. Sin embargo, Jefferson y los demás especialistas de la época no sabían el nombre apropiado de la mítica bestia y, como tampoco lo habían estudiado a profundidad por falta de pruebas vivas, mucho menos se habían animado a bautizarlo. La gente, incluido el presidente, lo llamaban «incognitum» o el «mastodonte de Ohio». Así, además de anotar cuidadosamente sus observaciones, en su afán por tener la razón, Jefferson ofrecía recompensas por los huesos, restos y, tal vez, soñaba, por el animal mismo. Entre los esqueletos recuperados, se encontraba el de un mamífero robusto y de garras protuberantes al que Jefferson llamó «megalonix» (gran garra), pero en sus apuntes se refería a éste como «león, tigre, pantera», entre otros nombres errados. Justo cuando se disponía a exponer sus conjeturas en la America Philosophical Society, encontró un artículo de Georges Cuvier en el que el francés describió el mismo animal, pero con otro nombre, «megaterio» (bestia enorme). Jefferson nunca logró entender que se trataba del mismo animal, el cual resultó ser un enorme perezoso que ahora irónicamente lleva su nombre, Megalonix jeffersoni. No obstante, de lo que estaba convencido era que esos monstruos aún deambulaban por las inexploradas tierras del continente americano. Y es que, aunque parezca un deseo ingenuo, la mayoría de las personas y los científicos de la época pensaban de la misma manera que Jefferson, no podían concebir la extinción como un acontecimiento factible.

      Según esta creencia, el mundo permanecía en un estado estático, inamovible y constante. Esta teoría, conocida como teología natural, es muy antigua y proponía que el mundo, al ser creación de un arquitecto supremo de inteligencia divina, no podía alterarse, así como así. Si vemos el diagrama que Ramón Lull trazó posiblemente en 1305 sobre la escala del ascenso y descenso del entendimiento humano, se percibe un orden lineal que comienza (o desemboca) en Dios, el arquitecto divino. De acuerdo con el historiador Mark V. Barrow, en el siglo XVII estas ideas cobraron mayor relevancia, sobre todo en el mundo angloparlante, con un libro muy popular titulado Wisdom of God Manifested in the Works of the Creation (1691) del naturalista británico John Ray. De acuerdo con Ray y sus contemporáneos, el orden natural, desde los órganos humanos hasta las especies animales, componían una scala naturae, es decir una escalera en la que toda la creación de Dios era descendente, iba del reino de los cielos hasta el inframundo, como se aprecia en este otro diseño del mexicano Diego Valadés que usó para ilustrar su Rhetorica Christiana ad concionandi et orandi usum (1579). A esta escala, cuyas raíces se trazan desde Aristóteles y se amplían hasta la Edad Media, también se le conocía como «gran cadena de los seres», la cual describe un orden lineal en el que cada eslabón tiene una función específica. Por tanto, rezaba la lógica de la época, la desaparición de un eslabón implicaría el colapso total de toda la gran cadena de los seres. En pocas palabras, la extinción no sólo era algo contra natura, sino incluso contra las leyes de Dios, es decir el humano era incapaz de alterar la magnitud de la creación divina.

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       Ramón Lull, 1305

      Otro exponente de esta teoría y que gozó de mucha repercusión en el mundo científico de la época fue Carl Linneaus, sobre todo con su ensayo «La economía de la naturaleza», publicado en 1749. Según Linneaus, todo el universo forjaba una sola cadena cuyo diseño refleja la grandeza de un creador divino y todos los eslabones de esta cadena se complementan uno a otros: los herbívoros se benefician de las plantas, los carnívoros de los herbívoros, los predadores tienen menos crías, las presas tienen más, etcétera. Incluso Linneaus no distinguió entre lo muerto y lo vivo en su teoría, pues en su opinión era innecesario. Esto ayudaba a equilibrar todas las especies, lo que permitía que la desaparición de un eslabón fuera casi improbable. «Para perpetuar el curso constante de la naturaleza en una forma serial», escribió Linneaus, «la sabiduría divina ha pensado todo a la medida, es decir todas las criaturas deben procrear nuevos especímenes, todas las cosas naturales deben contribuir y ayudar a preservar todas las especies y, en última instancia, la muerte y la destrucción de un sola debe promover la sustitución de otra». De esta manera, la cadena se mantenía, aunque mutable, en armonía; había cambios, pero no tan graves como para corromper el diseño divino.

      Por supuesto, como señala Barrow, todas estas ideas surgieron cuando la relación entre religión y ciencia aún no se rompía. Así, al asumir que la extinción de una especie era poco probable, también se daba por un hecho que el mundo no era tan viejo, es decir se medía en tiempos bíblicos. No obstante, conforme la curiosidad fue ganando terreno en la imaginación de los naturalistas y paleontólogos, los descubrimientos de restos óseos, de esqueletos enteros y, más que nada, de fósiles, la teología natural se quedaba corta de respuestas para hablar del origen y la edad de estos misteriosos animales que nunca nadie había visto. En este contexto se puede entender la obsesión de Jefferson por demostrar la existencia del mamut: «No logro convencerme», escribió a un amigo que le había hecho llegar restos óseos de un animal no identificado, «que este animal, así como el mamut, estén extintos. La desaparición de una especie es tan inédita en la economía de la naturaleza (economy of nature) que tenemos todo el derecho a pensar que, en cuanto a las partes que no vemos, las probabilidades contra la extinción son mucho más evidentes que las que están a favor de ella». A pesar de todos los esfuerzos argumentativos de estos hombres de ciencia, quien mejor logró resumir la totalidad de la scala naturae fue un poeta: Alexander Pope. En su portentoso Essay on Man, publicado en 1734, Pope busca, en la tradición de libros como De rerum natura de Lucrecio, «reivindicar las formas de Dios ante el hombre»: «Gran cadena del ser que Dios tejió / Naturaleza etérea, humana, ángel, hombre, / bestia, ave, pez, insecto, y lo invisible para el hombre». Para Pope, la cadena del ser atraviesa lo terrenal y lo divino, lo animal y lo humano, y todas estas partes, continúa, «Son todas partes de una asombrosa totalidad / cuyo cuerpo es la naturaleza y cuya alma es Dios». Por tanto, asestar un golpe contra cualquiera de los eslabones implica, en realidad, dar un golpe contra la perfección de Dios.

      Mientras, en el otro lado del Atlántico, Buffon, más abierto a otras posibilidades, se fue convenciendo poco a poco de que el mundo era mucho más viejo de lo que se pensaba, calculando hasta los millones de años y, con ello, aceptando la extinción como un fenómeno fáctico. Pero no sería Buffon quien puso punto final a la controversia, sino otro colega suyo que fue hilando los restos de animales extraordinarios para finalmente llegar a una respuesta definitiva. Georges Cuvier, a diferencia de su predecesor, se formó en ambientes académicos alemanes menos dogmáticos en los que se contemplaba


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