El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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Si comparamos las palabras de Blumenbach con las de Jefferson o Linneaus, hay una gran diferencia de perspectivas: «La naturaleza no se desmorona si una especie muere o si otra nueva aparece (y es muy probable que ambas cosas ya hayan acontecido en el pasado); esto no tiene impacto alguno ni en el orden físico ni moral del mundo, ni siquiera para la religión en general», escribió Blumenbach. Esto no quiere decir que Cuvier haya creído en la evolución o «transformismo», como se le conocía en la época; de hecho, fue tan reacio a la idea que solía humillar y descalificar a los estudiantes y colegas que sugerían la evolución como una posibilidad. A pesar de esto, Cuvier fue capaz de distinguir varias especies que provenían de la misma familia, entre ellas la diferencia del mamut, los elefantes de India y África y sin olvidar la identificación del perezoso gigante de Jefferson. Con esta perspectiva más abierta fue que Cuvier llegó a París a trabajar en el renombrado Museo Nacional de Historia Natural en 1795, donde aplicó sus conocimientos de anatomía comparada. A través de este método y de las pruebas fósiles como objetos geológicos que marcaron periodos en la historia del planeta tierra, Cuvier sentenció que tanto el mamut como el perezoso y otros tantos animales gigantes estaban extintos. La causa de esta tragedia, aseveró en una conferencia, fue probablemente «una especie de catástrofe».

      Gracias a Cuvier la idea de la extinción fue ganando adeptos en los círculos intelectuales europeos y americanos y con ello surgió una nueva sensibilidad hacia la naturaleza: los seres vivos no son eternos sino pasajeros. Una vez aceptada la posibilidad de la extinción, lo que los naturalistas comenzaron a discutir fueron las razones por las que un animal deja de existir. El debate se libró entre los catastrofistas, es decir aquellos que pugnaban por eventos extraordinarios en el planeta, y los que defendían procesos lentos y graduales. Darwin, que perteneció a este último bando, escribió: «La completa extinción de las especies de un grupo es generalmente un proceso más lento que su producción», o sea, si es difícil presenciar la emergencia de una nueva especie, su respectiva desaparición es un fenómeno aún más raro. Los animales, en suma, pueden desaparecer, tal vez por revoluciones geológicas o desastres naturales y, a partir de los últimos siglos, también por causa de los humanos. Esta última probabilidad es la que más ha causado un impacto en la condición humana: saber que los animales se extinguen permitió el surgimiento de una consciencia que, como ya dije, es única en la historia del conocimiento humano, pero saber que es el mismo humano la causa de esa desaparición de las especies hace las cosas aún más graves. Peor aún: no es casualidad que todo esta consciencia y el debate sobre la extinción haya surgido durante el apogeo del capitalismo imperialista que expandía sus fronteras de producción en las regiones ricas en biodiversidad.

      Así, la conciencia de la extinción formó un nuevo tipo de individuo que se debate entre el progreso y la ecología, entre la cultura y la naturaleza, como veremos más adelante. Con esto no quiero decir que la extinción sea una cosa de los humanos contemporáneos, todo lo contrario: la extinción y la alteración de ecosistemas han ido de la mano con la evolución humana desde que nuestros ancestrales primates bajaron de los árboles para andar en dos patas hace unos cinco o seis millones de años en la sabana africana. Cada evento de nuestra evolución ha tenido un impacto en la naturaleza, desde el descubrimiento del fuego, la formación de herramientas, la fundación de la agricultura, hasta el desarrollo de las técnicas de cocina. Por ejemplo, la desaparición de la megafauna —a la que pertenecía, por cierto, el mastodonte de Jefferson— y sus increíbles animales como el mamut, el perezoso gigante, el ciervo gigante, osos, bisontes y canguros gigantes, está íntimamente ligada a la migración humana por casi todo el planeta. Al aseverar esto tampoco estoy sugiriendo que la naturaleza humana equivale a la destrucción de su propio hábitat. Ha habido revoluciones en la historia que han destruido biomas enteros, es verdad, pero también ha habido momentos en que las comunidades humanas, incluso civilizaciones, han alcanzado un grado de interdependencia ejemplar con sus hábitats. Como bien aclara Franz J. Broswimmer en Ecocide: A Short History of the Mass Extinction of Species, nuestra naturaleza —los atributos biológicos que nos hacen humanos— no necesariamente determina nuestro comportamiento: «es sólo cuando la biología, combinada con una particular forma de organización social y comportamiento institucional, que surge el peligro de crear un ecocidio global». Es la organización y comportamiento contemporáneos los que no han llevado a la catástrofe climática que ha puesto en jaque el sistema ecológico de la Tierra; su nombre es sólo uno: la economía capitalista global. Por esto, al principio, dije que no es una coincidencia que los debates sobre la posibilidad de la extinción hayan surgido en un momento en que el capitalismo extendía sus tentáculos alrededor del mundo. Y esta conciencia de la extinción, en la medida que se pensó en los debates intelectuales de Occidente, también tuvo lugar durante una época oscura que tiene que ver, una vez más, con América y sus habitantes y con la división entre naturaleza y sociedad.

      Imaginar un planeta cuya naturaleza es estable y constante en el marco de una economía capitalista que compulsivamente requiere crecer y expandirse resulta sumamente peligroso. Surgió una ideología de la abundancia que se reforzó hasta el delirio y la superstición con la colonización de otros continentes ricos en recursos de todo tipo; tómese el caso de Potosí sobre el cual escribió Alvaro Alonso Barba en su Arte de los metales (1640): «Lo propio juzgan muchos que sucede en este rico cerro de Potosí, y por lo menos vemos todos, que las piedras que años antes se dejaban dentro de las minas porque no tenían plata, se sacaban después con ella, tan continúa y abundantemente, que no se puede atribuir sino al perpetuo engendrarse de la plata». Después, como señala Dawson, Adam Smith desarrolló una teoría económica que no tomaba en cuenta la escasez del planeta tierra sino todo lo contrario, apelaba a la abundancia ilimitada que crearía la riqueza de los hombres. La economía clásica pasaba por alto que el planeta tiene un límite en la generación de los recursos y que el ritmo acelerado del capitalismo es incapaz de respetar esos ciclos: hay que generar riqueza, porque ésta significa el progreso. Por supuesto, esta concepción, al igual que la imposibilidad de la extinción, llegaría a su fin para mitad del siglo XIX cuando los suelos europeos comenzaron a degradarse, los mares a vaciarse de ballenas y la población mundial a crecer desmedidamente; es, también, cuando la ansiedad del maltusianismo comenzó a preocupar a los países ricos. Tomemos, por ejemplo, los cachalotes de los que se extraía el espermaceti para la fabricación de jabón, aceite y velas.

      La caza comercial inició, comenta Smil, en el siglo XVII, y su mercado central era la isla de Nantucket en Massachusetts y los pioneros en la cacería fueron los vascos y los vikingos. La demanda diezmó la población ballenera rápidamente en los mares del norte para luego trasladarse hacia el Atlántico sur y, en última instancia, al Pacífico y el océano Índico, dejando el Antártico como único refugio para varias especies. Anualmente se calcula que se atrapaban cinco mil especímenes para la década de 1830. Pero, una vez desarrollada la tecnología de arpones —cañones— en barcos de vapor y más tarde de diésel —permitiendo la caza de especímenes más ágiles— los números de ballenas asesinadas se multiplicó exponencialmente. Esta sobre explotación de los cetáceos es la preocupación de Herman Melville en el capítulo 105 de Moby Dick, «Does the Whale’s Magnitude Diminish?—Will He Perish?». De hecho, el personaje principal de la novela, Ishmael, comienza su aventura en el puerto de New Bedford, Massachusetts, una de las ciudades más ricas de Estados Unidos a mediados del siglo XIX debido a la fructuosa caza de ballenas. Después de explicar la anatomía de los fósiles de ballenas, Ishmael se pregunta si las ballenas contemporáneas, aunque más grandes que las de períodos geológicos anteriores, se están degenerando. Su conclusión es, luego de debatir las aseveraciones de Plinio, que no es el caso, pero lo que le preocupa es lo siguiente: si las ballenas van a sobrevivir la incansable cacería a la que la someten los hombres —trece mil ballenas anualmente tan sólo en manos de estadounidenses, dice Ishmael— o les va a pasar lo mismo que al búfalo de las praderas norteamericanas, desaparecer. Si el poco avistamiento de ellas —las cacerías se prolongaban meses— se debe a la lenta extinción del cachalote. Su conclusión, de acuerdo con la lógica de la cornucopia divina, es que no: la naturaleza prohíbe tal consecuencia. Melville pone de ejemplo los elefantes, quienes han sufrido una persecución implacable desde tiempos antiguos y aun así rondan en el planeta. Concluye el narrador:

      Por tanto, debido a estos casos, consideramos a la ballena como inmortal en cuanto


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