El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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a la crisis climática del presente. De ahí que Moore se apegue a la escuela francesa de los Annales, sobre todo al concepto de larga duración (longue durée) popularizado por Fernand Braudel. De esta forma, las bases políticas, sociales y económicas del Capitaloceno tuvieron lugar al principio de la modernidad europea o el largo siglo XVI, más o menos entre 1450 y 1640, para luego extenderse hasta la introducción de combustibles fósiles —sobre todo el carbón— en la industria inglesa a mitad del siglo XIX. Moore, sin embargo, propone su propio periodo que va de 1450 a 1750, «una era nueva de las relaciones humanas en el tejido de la vida (web of life): la Era del Capital cuyos epicentros fueron las sedes de los poderes imperiales y financieros y cuyos tentáculos se extendieron sobre los ecosistemas —¡incluidos los humanos!— desde el Báltico hasta Brasil, desde Escandinavia hasta el Sureste de Asia».

      Fue en este periodo que surgieron los tres componentes fundamentales del Capitaloceno, según Moore. El primero es «la naturaleza barata», misma que comprende cuatro elementos definitorios en la formación del capitalismo: mano de obra —la esclavitud de poblaciones nativas en América, África y Asia—, energía —el carbón, la turba, madera—, comida —la producción de granos u otros cultivos como el azúcar, el primer monocultivo capitalista de la historia— y recursos naturales —oro, plata—. El segundo componente es el pensamiento dualista —a partir de Descartes— entre Naturaleza y Sociedad según el cual el hombre —blanco, europeo, liberal, rico— redujo a la primera a un mero objeto de estudio cuyos secretos son revelados por un proceso racional y técnico para así poder controlarla, modificarla y, de esa manera, ponerla a trabajar: «Para el materialismo de la modernidad temprana el punto no fue interpretar el mundo, sino controlarlo». Este marco cognitivo propuesto por Descartes se trata, dice Moore, de algo más que meros conceptos abstractos; es una materialidad y un pragmatismo que permitieron el surgimiento de una serie de innovaciones técnicas en la agricultura, la minería, incluso la formación de mapas que hicieron posible la aceleración de la acumulación primitiva —Marx— del capitalismo incipiente. Sobre todo, fue una abstracción que cobró corporalidad a partir de la época de los grandes descubrimientos de tierras y personas explotables.

      El tercer componente es la técnica pues el largo siglo XVI fue marcado por grandes innovaciones tecnológicas en la agricultura —la revolución agrícola en Inglaterra—, la minería y la organización del trabajo —la esclavitud, la encomienda en México o la mita en las minas peruanas— que se alejan del relato que dice que el capitalismo y la alteración del clima global comienzan en la Revolución Industrial. Para Moore, esta última fue el resultado y no una causa, fue la culminación de un proceso que comenzó siglos atrás y que alcanzó una de sus cúspides en la Inglaterra industrial. Es fiel, hasta cierto punto, al dictado marxista del primer volumen de El Capital que dice que la aparición de la industria mecánica en la manufactura del siglo XIX fue la consumación del modo de producción moderno. Este modelo fue impulsado, como se verá más adelante, por el cambio de régimen energético que el historiador ambiental J. R. McNeill, en su historia ambiental del siglo XX, llamó «régimen exosomático», en contraste con el «régimen somático»; este último dependía de la energía biológica para la producción, como la fuerza humana, animal, o natural (río, viento), mientras que el exosomático ya no se fraguaba dentro de un cuerpo biológico sino en uno mineral: el carbón. A su vez, Ernest Mandel, en El capitalismo tardío, divide esta última etapa en tres periodos o revoluciones energéticas:

      

      La producción maquinizada de los motores de vapor desde 1848; la producción maquinizada de los motores eléctricos y de combustión interna en la última década del siglo XIX; la producción maquinizada de los aparatos movidos por la energía nuclear y organizados electrónicamente desde la década de los años cuarenta en este siglo, representan las tres grandes revoluciones tecnológicas engendradas en el modo de producción capitalista desde la revolución industrial “original” a fines del siglo XVIII.

      Algunos teóricos como el chileno Martín Arboleda en su libro Planetary Mining aseguran que ya hemos entrado en una cuarta revolución distinguida por la robótica, la biotecnología, la inteligencia artificial y los sistemas informáticos geoespaciales que permiten llevar la extracción de recursos a un grado de sofisticación milimétrico.

      Estos tres componentes señalados por Moore —la idea de naturaleza barata, el pensamiento dualista y la técnica—fueron los que, en este largo siglo XVI, determinaron el crecimiento económico de Europa a una velocidad inédita pues en la medida que construía sus instituciones financieras y políticas iba abriendo nuevas fronteras coloniales en América, África y Asia, empezando en la isla Madera, epicentro de las primeras plantaciones de azúcar —Cristóbal Colón llegó a trabajar en la isla—, hasta el otro lado del Atlántico en las minas de los Andes peruanos, la costa azucarera de Brasil, hasta los bosques nórdicos. «Los progresos en cada uno de estos lugares», dice Moore, «dependieron de nueva maquinaria, nueva organización económica y, frecuentemente, nuevos sistemas de trabajo». Sin olvidar, por supuesto, el ascenso de nuevas instituciones financieras como los bancos —algunos de ellos financiaron las empresas españolas de exploración que les rindieron cuantiosos frutos cuando la plata americana cruzó el Atlántico para encallar en Venecia y Génova, y luego partir hacia China y la India— o las compañías comerciales como la neerlandesa o la inglesa que invirtieron tanto en mercancías como en los esclavos. La acumulación de poder económico de estas empresas e instituciones financieras creció exponencialmente en el largo siglo XVI. Moore pone como ejemplo a los Fugger, clan de comerciantes de textiles y luego banqueros que alcanzaron su apogeo económico con los préstamos que hacían a los reyes de España durante los años dorados de la plata americana. Gracias al flujo de ese mineral, los Fugger lograron invertir en otras empresas, como la metalurgia y la minería, lo que multiplicó sus ganancias por diez, sobrepasando las inversiones y ganancias de los Médici hasta en un 50%. Su imperio minero se expandió por toda Europa, desde Tirol, donde extraían plata, hasta Silesia, en donde sacaban oro; desde España por su mercurio hasta Hungría por cobre. Como apunta Eduardo Galeano, aunque la plata de América se registraba en Sevilla, «iba a parar a manos de los Fugger, poderosos banqueros que habían adelantado al Papa fondos necesarios para terminar la catedral de San Pedro, y otros grandes prestamistas de la época».

      Después de este proceso, el relato de Moore salta a la segunda etapa del capitalismo en el largo siglo diecinueve, concepto atribuido al historiador británico Eric Hobsbawn que abarca desde 1789, con la Revolución Francesa, y termina en 1914, con la Primera Guerra Mundial. Este periodo Moore lo divide en dos partes: el primero a finales del siglo XVIII con la adopción del carbón, el motor de vapor y el algodón, la trinidad del capital industrial inglés; el segundo, a finales del XIX, con la llegada del petróleo, su consecuente industria petroquímica, la electricidad y los automóviles. Aunque Moore no ahonda mucho sobre este último largo siglo en su obra —una constante crítica de sus detractores—, se podría decir que coincide en muchos aspectos con las épocas delineadas por Bonneuil y Fressoz comentadas anteriormente. El periodo de la segunda mitad del siglo XX una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, conocido como la Gran Aceleración, es determinante, como expliqué en el anterior relato, porque implicó una devastación planetaria inédita en la historia de la humanidad.

      Una idea controversial de la obra de Moore brota cuando se atiende a su principal tesis del capitalismo como un sistema que depende de elementos baratos para subsistir como un sistema económico. A partir de esto, se infiere que las cosas baratas, en algún momento, se van a terminar y al llegar a este punto el capitalismo podría llegar a su fin. Si a esto se añade el incremento de la temperatura, los escenarios cambian, aunque ninguno es más feliz que otro. En el peor de los casos, un aumento de temperatura global de 3.7 grados, cita David Wallace-Wells en The Uninhabitable Earth, tendría un costo de 551 billones de dólares en daños; pero hay un pequeño detalle: la totalidad de la riqueza global apenas rebasa los 300 billones de dólares hasta 2019. Peor noticia aún: si la tendencia no cambia, es muy probable que la temperatura aumente hasta 4 grados centígrados. Ante tal dantesco escenario, es improbable que el capitalismo sobreviva y, si lo hace, se instaurará un régimen político extremo así como han emergido, con el surgimiento de la crisis climática, movimientos de extrema derecha


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