El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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factor de suerte que de fortaleza evolutiva. El sobreviviente más significativo del periodo geológico fue un reptil categorizado con el nombre de listrosaurio: una lagartija herbívora de aproximadamente un metro de largo que se convirtió en la reina de la Pangea entera. Restos suyos han sido encontrados en todo el globo, desde Sudamérica, China, Antártica, Sudáfrica e incluso Australia. Su supervivencia se debió a una serie de factores tal vez ajenas a su ADN, como la desaparición paulatina de cazadores, la falta de competencia por comida y por tanto el exceso de una variedad alimenticia que le permitió adaptarse sin mucho esfuerzo. De rostro compungido y colmillos medianos pendientes en su hocico, el listrosaurio representó, dentro del 5% que sobrevivió, el 95% de la fauna del planeta. La recuperación de la biodiversidad, debida en gran parte a la familia de listrosaurios —y otros organismos— que evolucionó a pierna suelta durante miles de años, también es un misterio. Los cálculos, aunque no son precisos, abarcan millones de años: la vida comenzó a florecer entre ocho y veinte millones de años después de la extinción y se alcanzaron cifras saludables hasta después de los cien millones de años. Esta lagartija contradice una las reglas de la evolución darwiniana que se ha convertido en uno de los dichos populares más pronunciados: no siempre el más fuerte sobrevive, y el listrosaurio, en suma, fue el primer estoico en habitar el mundo.

      Por todas estas similitudes entre los números, los síntomas, los fenómenos, las causas y las consecuencias vivimos en un estado pérmico permanente en el que hay ganadores y perdedores: hay animales que se desvanecen y otros, como el listrosaurio, que se fortalecen. Podría decir que el homo sapiens sapiens en cierta medida es un listrosaurio, pero hacer tal aseveración es un desparpajo: no todos somos listrosaurios y no todos los humanos han contribuido de la misma manera a la debacle; de hecho, algunos humanos han sido, como los animales, llevados casi a la extinción. Nuestra época está habitada por algunos humanos con poder económico y político capaces de deshacer y rehacer biomas enteros para su supervivencia y, como el listrosaurio, vagan cómodos en su soledad, se alimentan, duermen, se reproducen y nada parece afectarles. Vive en una especie de jaula natural del confort. Sin depredadores. Sin competidores. Sin preocupaciones. Unos estoicos agresivos, violentos, hambrientos que consumen y transforman cada organismo que encuentran en el camino.

      Esta historia que pretendo contar es la del sistema y época que beneficia a esos listrosaurios. Pero, más que tratarse de una historia estricta, lo que intento es contar cómo comenzó y cómo hemos llegado hasta aquí. No se trata de una historia lineal, porque para hacer la crónica de los últimos quinientos años es mejor construir un relato anacrónico y global. Así, saltaré del pasado al presente, de un continente a otro para contar las muchas historias que cuentan una historia: la llamada época del «Capitaloceno». De esta manera, esta crónica está compuesta de pequeños relatos cuyas fechas intentan ser fieles a un acontecimiento o, a veces, simplemente representan la culminación de fenómenos muy complejos. Intenté escribir una especie de narración, o metamorfosis, de la cantidad en cualidad tal y como lo explicó Hegel y luego Marx lo aplicó al mundo material; es decir, pequeños cambios acumulados que pueden alterar la naturaleza de una entidad hasta convertirla en algo completamente diferente. Así funciona la ruptura climática: no es el resultado de una acción masiva sucedida en un momento específico, sino que es un evento construido a lo largo de casi cinco siglos de historia. Talar un árbol no altera un bosque, pero talar todo un bosque hace colapsar todo un ecosistema. El cultivo del azúcar que comenzó en la costa norte de Brasil hace siglos para alentar el mercado europeo fue sólo un paso de un cambio más complejo —la deforestación de la Amazonía— que continúa aconteciendo hoy día con el cultivo de soya para alimentar reses que a su vez son usadas para alimento humano. La propuesta de este libro, por tanto, no es la de la precisión: «en este año, esta persona, en este lugar, el mundo comenzó a joderse». El Capitaloceno es un proceso que en cierta medida surgió de una crisis y a partir de ella se ha desarrollado de diferentes maneras en diferentes formas. Cada episodio y relato de esta historia es de una importancia radical para entender cómo llegamos aquí y, sobre todo, más importante aún, hacia dónde queremos ir.

       ¿1492, 1610, 1784, 1945?

      Lo irónico de escribir y reescribir nuestro propio final es que el periodo geológico en el que vivimos fue nombrado nuestra época geológica: lleva nuestra firma porque cuenta nuestra historia. El consenso científico y mediático la llama «Antropoceno». La época en la que vivimos es un constante incremento de temperaturas, donde ocurre la sexta extinción masiva de especies, la desertificación de grandes territorios antes selváticos, el abuso de combustibles fósiles, la acidificación de los océanos y la inundación de estos con toneladas de plástico, el derretimiento de los Polos y un largo y doloroso etcétera que amenaza la existencia de millones de personas alrededor del mundo. Este término se hizo famoso por primera vez en un congreso de la International Geosphere-Biosphere Program (IGPB), una asociación surgida y conformada durante la década de 1980 cuando comenzaron a surgir los primeros estudios del impacto de los gases de efecto invernadero en la atmósfera. El congreso tuvo lugar en febrero de 2000 en Cuernavaca, México, colocando en este país el inicio, o el final, de dos momentos: el periodo Cretácico y la época del Holoceno. La usó el químico-ambientalista neerlandés Paul Crutzen, Premio Nobel de 1995 compartido con el estadounidense Frank Sherwood Rowland y —curiosamente— el mexicano Mario J. Molina. Pero que haya sido escuchada y promovida en ese congreso no significa que Crutzen haya sido el primero en usarla. El concepto se le atribuye al geólogo Aleksei Pavlov, quien en 1922 definió la época presente como «sistema antropogénico» o «antropoceno». Sin embargo, la necesidad de dar un nombre a un tiempo dominado por las actividades humanas en la Tierra no es reciente, desde hace poco más de dos siglos los naturalistas y científicos, al atestiguar los dramáticos cambios en la biósfera —concepto también popularizado en la Rusia Soviética gracias al geoquímico Vladimir I. Vernadsky en 1926, y que fue un precedente definitivo para lo que hoy conocemos como «Sistema Terrestre» (Earth System)—, han propuesto distintas razones y causas para ello.

      En este sentido, habría una contradicción:


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