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El ejemplo que pone Broswimmer es Ghana: en la década de 1980, para solventar sus deudas, el país africano aumentó la producción de cacao, pero desgraciadamente el precio de este producto bajó hasta un 48% entre 1986 y 1989. Esto orilló a Ghana a adquirir más deuda y, para compensar su déficit, firmó un contrato con el Banco Mundial para reavivar la tala comercial. La producción de madera fue un poco más solvente, pues creció de 147 mil metros cúbicos a 413 mil entre 1984 y 1987, pero la deforestación terminó por destruir los pocos bosques ghaneses y, con esto, la aniquilación de especies que habitaban ese lugar. En suma, los países ricos destruyen y contaminan, es verdad —ahí está el ejemplo de la industria China, el segundo país más contaminante del mundo— pero lo hacen para alimentar el gran mercado europeo y estadounidense.
Se trata de un sistema económico en el que los humanos se realizan y en el que ciertos humanos se benefician para enriquecerse. Por tal razón, la crisis del planeta no es antropogénica, sino capitologénica, dice el historiador ambiental Jason W. Moore, y es precisamente por esto que no es justo hablar del «Antropoceno», sino del «Capitaloceno». Crutzen tal vez haya confundido un efecto con una causa, pues si lo vemos desde esta perspectiva, nuestra era bien inició con el colonialismo y se reforzó con el desarrollo del capitalismo en Inglaterra. De hecho, para Moore, las bases de este sistema económico fueron sentadas durante el largo siglo XVI, o sea en el periodo en que la hegemonía global europea se fundó. Luego, si partimos del año 1800, como citan Bonneuil y Fressoz, los imperios europeos controlaban políticamente 35% de la superficie terrestre, 67% para 1878 y casi 85% para el inicio de la Primera Guerra Mundial. El Imperio Británico llegó a cobijar un cuarto de la población mundial durante su apogeo. La consecuencia de este proceso colonial hoy día es que 80% de la superficie terrestre se ha convertido en un bioma artificial: la naturaleza ya no nos contiene, sino que ahora ella es la que está contenida en nuestro sistema capitologénico de pozos de petróleo y petroductos, en minas, en termoeléctricas, en monocultivos de palma de aceite o chocolate o café, en rutas de comercio que cruzan los océanos incesantemente, en granjas para vacas y en un largo, largo etcétera.
Aquí yace el argumento del libro: el Capitaloceno es, antes que un concepto, un argumento; más aún, es la crónica de una serie de acontecimientos que se enmarca en una narrativa mucho muy mundana que es la acumulación ilimitada de riqueza a través de varias tecnologías como la guerra, la colonización, la privatización o el despojo. En esta narrativa, todos participamos, pero no de la misma manera porque no todos hemos recibido históricamente los mismos beneficios y actualmente no todos los humanos consumen la misma cantidad de recursos. Tomemos como ejemplo el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra (Earth Overshoot Day), la fecha en que los recursos que ofrece el planeta en un año son agotados y comenzamos a vivir de su crédito ecológico. Desde 1970 ese día se ha recorrido en el calendario y en 2020 inició el 22 de agosto. Sin embargo, algunos países consumen más que otros: si la población mundial tuviera el mismo estilo de vida de Luxemburgo, los recursos se agotarían para la segunda semana de febrero, pero si tuviera el de Argentina, sería a finales de junio, y de Indonesia, hasta diciembre. Las emisiones del 1% más rico de la población mundial son mil veces más grandes que las de habitantes de Mozambique, Honduras o Etiopía; en otros números, ese 1% contamina ciento setenta veces más que el 10% más pobre de la población mundial. Desde una perspectiva histórica, 80% de las emisiones acumuladas desde 1751 hasta ahora son responsabilidad de los países ricos y los actuales ochocientos millones más pobres del planeta apenas han contribuido con el 1%. Estas emisiones, hay que aclarar, son territoriales, lo que quiere decir que solamente cuentan las emitidas dentro de determinado país.
Otra manera de medir la disparidad y con esto dibujar un paisaje más claro del impacto ambiental es a través de las emisiones de consumo. El caso paradigmático es China: en tan sólo un par de décadas esta nación superó las emisiones de Estados Unidos casi al doble, unos 10.3 gigatoneladas de CO2 anualmente. Esto nos llevaría a decir que China es una de las principales culpables de la crisis climática, pero si se pone atención a algunos detalles vemos que esa tesis no se sostiene; en términos per cápita, un ciudadano chino promedio emite apenas 8 toneladas de dióxido de carbono, mientras que un estadounidense promedio emite 16 toneladas. Si China emite demasiados gases de efecto invernadero es sencillamente porque, con su pantagruélica industria, financiada por capital occidental, produce casi todo lo consumido en Europa, Estados Unidos y otros países desarrollados. Por tanto, asevera Jason Hickel, debemos medir las emisiones generadas por consumo además de las territoriales; al hacerlo, el panorama cambia drásticamente: Estados Unidos es responsable del 40% de las emisiones históricas desde 1851, la Unión Europea de 29% y el resto de Europa, Canadá, Japón y Australia de 19%. Latinoamérica, África y el Medio Oriente, concluye Hickel, es responsable del 8% de la dantesca crisis climática. Y, de la misma manera que hay desigualdad en las emisiones, también las hay en las consecuencias porque los países subdesarrollados son golpeados con saña al no contar con los recursos o infraestructura para solventar inundaciones, olas de calor o falta de suministro de agua. Según Hickel, el 82% de los costos totales de la ruptura climática en el 2010 cayeron sobre el Sur Global en términos de sequías, inundaciones, desprendimiento de tierra, tormentas e incendios. Para el año 2030 el costo aumentará a 92%, el equivalente a 954 mil millones de dólares.
Así, optar por el «Capitaloceno» y no por el «Antropoceno» es una cuestión no sólo de precisión, sino también de justicia histórica, porque creo firmemente que sólo así es posible encontrar una solución para alejarnos del pesimismo que nos arropa cuando somos testigos de la devastación. Pesimismo que sirve de argumento para la inacción y la desesperanza. Cierto, este periodo geológico es un retrato de nosotros mismos que se nos presenta como un extraño, un reflejo amorfo y monstruoso que nos repugna y al que, apenas, le damos la espalda, nos persigue como una sombra. Estemos de acuerdo o en desacuerdo sobre su inicio o su final, la verdad es que pareciera ser el punto de no-retorno, el horizonte de un futuro nebuloso que encubre el reino prometido, o el apocalipsis. «Es nuestra época. Nuestra condición», lo definió Bonneuil en Dictionnaire de la pensée écologique: «Es la huella de nuestro poder, pero también de nuestra impotencia». Como apuntó Fredric Jameson, es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo, pero en realidad, de verdad, ¿la única manera de destruir el capitalismo es destruyendo el mundo? No, porque si pasamos de la culpa metafísica cuyo rezo es «somos los humanos siendo humanos destruyendo el planeta» a «son ciertos humanos con mucho poder económico, político y militar que cimbran un sistema económico inviable, incompatible con los procesos biológicos de la naturaleza, los que se han beneficiado históricamente de esa destrucción», si nos ponemos atención en los detalles históricos, entonces podremos encontrar la solución. «Señala con una marca roja la primera página del libro, pues la herida es invisible en su comienzo», escribió Edmund Jabés. De lo que se trata es de señalar esa marca para luego reescribir el futuro.
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* Como bien señala Ian Angus, ciertos grupos conservadores que niegan el cambio climático
1450-1750
El autor que propuso, y ha defendido, el término de Capitaloceno —aunque no fue el primero en acuñar la palabra y el crédito se le da a Andreas Malm— para referirse a este nuevo supuesto periodo geológico es Jason W. Moore. Historiador de vena marxista y bradueliana, en su sucinta obra comprendida por un par de libros —hasta ahora— y una serie de artículos esparcidos en revistas académicas, Moore ha saltado a la discusión pública recientemente y, con ello, ha promovido una perspectiva diferente del problema climático en los medios masivos. Moore pertenece a una generación de pensadores que entran en la categoría de lo que Emmet y Nye llaman «nuevo materialismo» que se diferencia del clásico materialismo marxista por concebir los objetos no como una materialización de las relaciones sociales, sino como actantes de una cadena de relaciones tanto humanas como no-humanas. Algunos exponentes de esta generación podrían ser Donna Haraway, Timothy Morton y Anna Tsing. Por esto, entender el pensamiento de Moore resulta idóneo para explicar en qué consiste cada uno de los relatos de este libro.