El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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si un ente femenino pudiera parir la nada—, que los geólogos han situado entre el final del Paleozoico y el Mesozoico, la frontera entre dos periodos de la prehistoria, entre la nada biológica y la aparición de los organismos más grandes: los dinosaurios. Comparar las primeras cuatro extinciones con la pérmica es como comparar el tamaño de la Tierra con el del Sol. La devastación fue tan inmensa que eliminó entre 90% y 95% de la biodiversidad de la Pangea. Ocurrió hace 250 millones de años, dentro de la era Paleozoica. Y los geólogos, aún en la actualidad, debaten sobre las causas de la extinción y sobre su duración.

      Pero, en la misma medida que las cifras horrorizan, también reconfortan. El 95% de la extinción total de las especies significa que el 5% sobrevivió y que, a final de cuentas, toda la vida presente del planeta proviene de ese nimio 5%. A pesar de la magnitud y del misterio de la extinción pérmica, los geólogos y científicos casi siempre se centran en la última de las extinciones, la de los dinosaurios, que fue mucho menor —50% de la biodiversidad—. Hasta cierto punto se entiende que se romantice esta última: ¿cómo esos titanes que dominaron la Tierra, tan fuertes y poderosos, pudieron sucumbir al impacto de un meteoro hace 60 millones de años? Las hipótesis sobre su extinción antes de la teoría definitiva del impacto meteórico en 1980, firmada por Luis W. Álvarez y su hijo Walter, fueron vastas —más de cien propuestas entre 1920 y 1990— y algunas incluso simpáticas. Mi favorita la cuenta el paleontólogo Michael J. Benton, quien tal vez, por proteger a un colega francés que propuso esta hipótesis en el año 2000, omite citar su nombre. Según el francés, si en una corta semana una vaca es capaz de inflar con sus gases un globo de barrera, como los que se usaron en la Primera y Segunda Guerra Mundial para contrarrestar los ataques aéreos, imaginen la cantidad de gases producida por los dinosaurios que eran, los más grandes, cincuenta veces mayores que una vaca. Millones y millones de galones de gas metano eran inyectados en la atmósfera cada año, lo que en última instancia provocó que los dinosaurios se asfixiaran con sus propios pedos.

      Por supuesto, esta teoría mucho más simpática que el horrible impacto de un meteorito en la península de Yucatán, justamente en el pueblo maya llamado Chicxulub, no tuvo mayor repercusión científica a pesar de que, algunos años más tarde, el científico británico David Wilkinson calculó que en efecto, los dinosaurios, si bien no se gasearon a sí mismos, sí contribuyeron al calentamiento global durante el Mesozoico. Sin embargo, si ponemos en perspectiva la teoría de nuestro anónimo francés, nos daríamos cuenta de que en realidad no estaba tan errado: las millones de vacas que pueblan la Tierra hoy en día, criadas, alimentadas y asesinadas para su consumo, producen más gases de efecto invernadero que todos los automóviles que circulan en las carreteras del mundo. Si la glotonería carnívora continúa creciendo, es posible que los humanos, a diferencia de los dinosaurios, sí sucumbamos a los pedos de las vacas que tanto nos gusta comer, vestir y torturar.

      ¿Qué causó la más devastadora extinción de la que se tiene registro? La historia de su descubrimiento y sus causas ha durado más de un siglo, desde que recibió su nombre 1841 por el entonces jubilado hombre de armas Roderick Impey Murchison, quien después de la guerra entre Reino Unido e Irlanda, aburrido de su comodidad, se dedicó a la geología. Sus investigaciones, cuenta Benton, lo llevaron a Rusia, particularmente a los Montes Urales, el sistema montañoso que naturalmente divide Asia de Europa. En esa frontera, Murchison recopiló material suficiente para bautizar a ese periodo como «Pérmico», nombre que a su vez proviene de la ciudad homónima ubicada en las faldas montañosas, en el corazón de Rusia. Sin embargo, en ese momento no se concibió el Pérmico como una era de extinciones, pues la extinción, como concepto, aún no se formaba del todo e incluso era rechazado. Tardaron los naturalistas varias décadas en ponerse de acuerdo sobre el tema.

      Partiendo de esta indeterminación, la baja posibilidad de que otro meteorito haya impactado la Tierra durante el periodo Pérmico obligó a los científicos a barajar otras posibles causas. Entre la remota probabilidad del meteoro, que no está del todo descartada, existen otras que el especialista en el tema Douglas H. Erwin resume en tres: la erupción volcánica más devastadora de la que se ha tenido registro en Siberia, la desoxigenación de los océanos que resultó en el incremento de aguas anóxicas y la suma e interacción de varios otros eventos menores que desembocó en una reacción en cadena que llevaron a la extinción masiva. No obstante, ante la falta de pruebas para confirmar una u otra, Erwin propone lo que llamó «la hipótesis del Asesinato en el Oriente Exprés», nombre tomado de la novela de Agatha Christie en la que todos los sospechosos, en realidad, participaron de una u otra manera en el crimen.

      La duración de la extinción podría aclarar algunos datos no sólo para las causas sino también para las consecuencias. En 1993 Erwin propuso un periodo de entre tres y ocho millones de años, pero más tarde redujo los números a menos de un millón de años y, finalmente, en el 2011, se retractó y dijo que la extinción bien pudo durar menos de doscientos mil años, lo que equivale a aseverar que, tomando en cuenta de la magnitud de la extinción, ocurrió casi de manera instantánea. Al no confirmar las causas, no es posible determinar dónde comenzó la extinción, si en la tierra o en los océanos, mas existen fósiles que apuntan que las especies sobrevivientes fueron mayores en el agua que en la tierra. Comenta Elizabeth Kolbert en The Sixth Mass Extinction que lo cierto es que el carbono asfixió la atmósfera, las temperaturas aumentaron precipitadamente, los océanos se calentaron hasta 18 grados centígrados, lo que a su vez causó una revolución en la composición biológica de los mares que terminó en anarquía: el calentamiento marino, reza una hipótesis, permitió el surgimiento de bacterias productoras de ácido sulfhídrico —un veneno para la mayoría de la fauna— que se esparció por los mares y luego ascendió a la atmósfera con el aire, las aguas se acidificaron, los arrecifes de coral colapsaron y el oxígeno se volvió tan escaso que se calcula que miles de criaturas murieron sofocadas. El agua entera de los océanos se convirtió, en pocas palabras, en una sopa tóxica.

      El problema de esta descripción apocalíptica, como dije al principio, es que resuena demasiado fuerte para nuestra época si la comparamos con la actual acidificación de los océanos contemporáneos. Kolbert advierte que ese fenómeno alteraría por completo los procesos biológicos de los organismos marinos, como su metabolismo, las dinámicas de sus enzimas y la generación de proteínas y nutrientes, entre ellos el nitrógeno y el hierro. Y no sólo eso: la acidificación alteraría también la intensidad de la luz que penetra los océanos, incluso los sonidos y su forma de propagación. Uno de los organismos crucialmente afectados son los calcificados como las estrellas de mar, algunas especies de algas, moluscos, ostras y precisamente los arrecifes de coral, tan determinantes en la salud de las aguas tropicales. El blanqueamiento (bleeching) de corales, un fenómeno preocupante ligado al calentamiento de los océanos, representa también un problema gravísimo, como han confirmado los estudios de las últimas dos décadas. En 1998 se detectó que 16% de los cinturones de coral habían sido destruidos por el blanqueamiento, principalmente en India y algunos mares del Pacífico; después, en 2005, se detectó el mismo problema en el Caribe. Para 2010, concluyen McNeill y Engelke, 70% de los corales en los océanos ya mostraba efectos de blanqueamiento.

      Benton calcula que la extinción pérmica se llevó sesenta de las sesenta y dos especies vertebradas de las que se tiene conocimiento, una pérdida de 97%, mientras que en los mares se prevé una pérdida del 75% de los vertebrados. Números desastrosos, pero, una vez más, demasiado familiares. Según un reporte de la ONU de 2019 en el que colaboraron cientos de expertos, la humanidad ha reducido la población de fauna y flora en la Tierra un 20% en tan sólo el último siglo, sobre todo en zonas tropicales que albergan la mayoría de la biodiversidad. Si no se pone un alto a las causas, entre las que mencionan la agricultura intensiva, deforestación y sobreexplotación de recursos, un millón de especies podrían desaparecer en el tiempo de una generación humana. El tiempo y la velocidad son igual de desconcertantes: tan sólo de 1980 a 2000, los bosques tropicales en Sudaméricay el Sureste de Asia perdieron cien millones de hectáreas principalmente por ganadería y cultivo palma de aceite africana. Entre las especies que corren mayor riesgo se encuentran los anfibios (40%), los coníferos (34%), los arrecifes de coral (33%), los tiburones y mantarrayas (31%), algunos crustáceos (27%), mamíferos (25%), como el orangután y el rinoceronte, y las aves (14%). Es verdad que no todos los animales, cualquiera sea su forma o tamaño,


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