El capitaloceno. Francisco Serratos
suelos que las milpas de Mesoamérica.
A partir de estas objeciones, la conclusión del artículo deviene en una generalización: por un lado, no fueron meras «acciones humanas», no fue la humanidad como una fuerza geofísica actuando sobre todo un continente, sino unos humanos muy particulares: los europeos, específicamente en una misión colonizadora, fueron los que provocaron la muerte directa e indirecta de los nativos americanos; por otro lado, absuelve hasta cierto punto el papel de la economía en el cambio climático que se dio. Una cosa es modificar el medio ambiente y otra desestabilizarlo hasta un grado en el que la vida ya no es sostenible. Una cosa es la agricultura como la practicaban los pueblos nativos y otra el modo de acumulación primitiva que llegó con los españoles. Es decir, una vez más, el relato del Antropoceno se agrieta porque al limitar sus orígenes a una mera cuestión cronológica o climática y, más delicado aún, al depositar la culpa de la crisis climática en todos los humanos (anthropos) y no en unos cuantos, se deja de lado otro aspecto, tal vez el más determinante de todos: sus características socioeconómicas. Y aquí es donde la ciencia llega a su límite, porque al concebir una periodo geológico como el Antropoceno a meras causas y efectos naturales de la misma manera que se ha hecho con otros periodos geológicos, por ejemplo la explosión de volcanes o el impacto de un meteorito en la Tierra, se olvida que éste, por ser un fenómeno espacial, es económico: está inherentemente ligado a las actividades económicas humanas, es decir a la manera en que extraemos y producimos, bajo ciertas medios y condiciones estructurales, nuestras herramientas vitales. No es casualidad que Crutzen haya marcado su inicio con el motor de vapor porque representa un hito de la Revolución Industrial, no necesariamente por el uso del carbón, porque este elemento ha sido usado desde la Edad de Bronce por sus benéficas cualidades calóricas, sino por algo que para Malm resulta evidente: la transformación del calor en movimiento por el motor de vapor permitió aplicarse a los molinos antes impelidos por agua y de ahí a otras tareas laborales e industrias, una red de producción que cimentó las bases de la economía fósil.
El segundo ejemplo lo cita Malm: cuando los británicos se apoderaron de la India en el siglo XIX inmediatamente comenzaron a introducir tecnologías como el ferrocarril y los barcos de vapor. El problema, sin embargo, es que ambos medios de transporte necesitan cantidades de carbón grandes y constantes, y aquí entra en la historia William Jones, un ingeniero y emprendedor inglés que emigró a la India en 1800 en busca de fortuna e inició varias empresas en Calcuta. Fundó negocios de textiles y además, como ingeniero bajo la égida del Imperio, tenía la responsabilidad de buscar minas de carbón. El éxito lo tuvo en la década de 1810, dice Malm, cuando encontró en Raniganj, Bengala Occidental, un depósito enorme del mineral que hasta la década pasada era el más grande yacimiento de carbón en toda India. A los colonizadores blancos les sorprendió el hallazgo, pero no tanto como el hecho de que los nativos del lugar mostraran total desinterés por el mineral. Lo usaban para fabricar objetos ornamentales u otras tareas mínimas, no para desarrollar una industria o acelerar un proceso de producción, e incluso, por este desinterés, los británicos los consideraban salvajes y todavía más cuando descubrieron que no querían trabajar en las nuevas minas. Para obligarlos, los terratenientes británicos compraban las tierras en las faldas de las minas y así obligaban a los habitantes a entrar en la mina o de lo contrario eran echados de su hogar. La extracción se aceleró abruptamente entre 1820 y 1840 y entonces el carbón, en poco tiempo, se convirtió en la mercancía más valiosa de la India ya que con él se alimentaban los buques de vapor: cada uno cargaba hasta 18 toneladas del mineral. Esta estrategia fue replicada en muchos otros lugares en los que se establecieron los británicos imperialistas: las colonias eran insostenibles sin acceso a energía carbónica. «Los británicos», comenta Malm, «convirtieron al carbón, huella de su poderío, en el ethos de la economía fósil», una economía que luego sería adoptada por todas las demás naciones. No, no fueron los humanos, el anthropos, fueron los británicos, y no todos los británicos, sino los ricos, dentro de un contexto específico, quienes prendieron el fuego de la crisis climática.
Pero, hay que ser claro: la invención del motor de vapor no inició inmediatamente la deterioración de la atmósfera porque, por un lado, para 1784 la tala de árboles contaminaba mucho más que cualquier otra industria y, por otro, la implementación del motor de vapor en la industria algodonera, la que más lo utilizaba, se debió al control —y libertad— que ofrecía a los señores capitalistas ante la protesta y presión de los trabajadores en los molinos de agua y no precisamente al costo que representaba su adopción. Sin embargo, según Malm, ya para 1825 Inglaterra emitía el 80% de CO2 global generado por combustibles fósiles y para 1850, aunque el porcentaje bajó a 62%, esta cifra representaba el doble de lo emitido por Estados Unidos, Alemania, Francia y Bélgica juntos, mil veces más que Rusia y dos mil veces más que Canadá. Si comparamos las cifras de deforestación vemos cómo ya existía una tendencia hacia la aceleración del capital. Antes de 1450, la deforestación era un fenómeno lento: en la Francia medieval, por ejemplo, doce mil hectáreas de bosques fueron taladas en doscientos años, pero en Brasil, durante el auge de la esclavitud para la producción de azúcar a mitad del siglo XVII, esa misma cantidad fue talada en un año; en la misma época, en cuenca del río Vistula, en Polonia, cuando ésta se convirtió en el granero de Países Bajos durante el milagro de su economía, la deforestación ocurrió a una velocidad diez veces mayor que en tiempos medievales, de acuerdo con cifras de Michael Williams en Deforesting the Earth.
Así, lo que representó el perfeccionamiento del motor de vapor fue menos el inicio del calentamiento global y más el principio de una economía fósil que aceleró el modo de producción y acumulación capitalista. No, no es una coincidencia histórica que el capitalismo y la crisis ambiental sean contemporáneos porque no resulta ocioso preguntarse si realmente son todos los humanos —desde Nueva York hasta el Tíbet, desde Ámsterdam hasta la Amazonía, desde Shanghái hasta Etiopía— los que han causado la misma destrucción en el planeta. Hoy día un habitante de un país desarrollado contamina hasta diez veces más que un habitante de un país en desarrollo y el estilo de vida de un magnate consume hasta 70% más fósiles que alguien de clase media. A principios de siglo XXI, Estados Unidos contenía 5% de la población mundial, pero consumía entre 30% y 40% de los recursos globales. ¿A quién culpar entonces? ¿Quién se ha beneficiado más y quién menos en este periodo? O, aún más, ¿quiénes están sufriendo más las consecuencias de la crisis climática? Al convertir América en una cantera de recursos naturales —el norte en plantación de tabaco, el Caribe en producción de azúcar, la Amazonía fuente de caucho y el resto del continente, desde México hasta Perú, en minas—, a África en mano de obra —primero con la esclavitud, luego también con la explotación de recursos como el caucho y las minas—, a Asia en fábrica del mundo y a Medio Oriente en pozo de petróleo, es difícil seguir aseverando que todos los humanos son responsables de la crisis ambiental del planeta.
Sobre todo, porque, bajo esta perspectiva mucho más detallada, se entiende que ni siquiera es una cualidad inmanente a lo humano la destrucción de la biósfera, la extinción masiva de especies, ni la ruptura climática. Culpar a todos los humanos de lo que ocurre es culpar a los que por siglos han sido subyugados por la esclavitud, el genocidio, la ocupación y el desposeimiento de tierras para la extracción de recursos. Cierto, varios países pobres y en desarrollo han sido parte del problema, pero no por gusto sino por compulsión. Por ejemplo, entre 1850 y 1920, la época de industrialización y bonanza económica en Latinoamérica después de las independencias ayudó a crear una élite liberal que sacó provecho de los recursos naturales de sus respectivos países, pero este desarrollo no benefició a nadie más, sino por el contrario: se forjó sobre la espalda de los más pobres: los indígenas y sus territorios. De manera más reciente, a partir de la época neoliberal, entre 1980 y 2000, los países del Sur Global comenzaron otro proceso de degradación ecológica muy similar, ahora forzados por los ajustes económicos demandados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. En el año 2000 el ingreso per cápita en países recién independizados en África bajó a niveles de 1960 y en Latinoamérica se mantuvo a niveles de 1980. Al mismo tiempo, la deuda del Sur Global aumentó imparablemente década tras década: según los datos de Broswimmer, de quinientos mil millones de dólares en 1980 pasó a 2 billones en el año 2000. El peso de la deuda obligó a los gobiernos a atenuar sus