El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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Kremlin. Durante el diluvio, despreció el Arca de Noé, y si alguna vez el mundo ha de inundarse otra vez, como los Países Bajos hicieron para exterminar las ratas, la eterna ballena sobrevivirá y, alzándose sobre el pináculo de la inundación en el Ecuador, disparará a los cielos el chorro de su espumoso desafío.

      Para Melville, la posibilidad de la extinción de una especie es increíble; cree en la de un individuo, mas su raciocinio es incapaz de procesar la total desaparición de todo un grupo de seres vivos a pesar de que, como él mismo señala, la cacería de ballenas era implacable y alcanzaba, para su época, casi todos los rincones de los océanos. En 1860 las ballenas más fáciles de cazar, el cachalote y la ballena franca —llamada así precisamente por su facilidad para matarla—, habían casi desaparecido. La ballena era un eslabón más en la gran cadena de los seres, una naturaleza barata puesta en el mundo por Dios para el beneficio de los hombres. A pesar de la ingenuidad de Melville, su preocupación era menos equivocada que sus conclusiones, pues para ese mismo año —su novela se publicó una década antes— el capitán Ahab representa precisamente esa ambición: su obsesión por cazar el gran Leviatán —Moby Dick— no es sino la necesidad de subyugar a la Naturaleza al poderío del homo oeconomicus. Y, de la misma manera que aquel debate coincidió con el capitalismo imperial, tampoco es una casualidad que hoy, que se vive la que es conocida la Sexta Extinción, se cuestione el sistema económico global.

      Desde 1970, año en que se globalizó el capitalismo neoliberal, ha desaparecido 60% de las fauna terrestre, entre mamíferos, aves, peces y reptiles, según el reporte de 2018 del Fondo Mundial para la Naturaleza. Mike Barret, uno de los directores de la organización, lo describe así: «Si hubiera una disminución del 60% en la población humana, eso sería equivalente a vaciar América del Norte, América del Sur, África, Europa, China y Oceanía. Esa es la escala de lo que hemos hecho». Los animales de agua dulce son los más afectados con un rango de extinción de hasta 83%, mientras que los vertebrados de 60%, y las regiones más afectadas son las de Centro y Sudamérica. Si el calentamiento global es contenido al menos un mínimo de 1.2 o 2.0 grados centígrados, aún así se perderían entre 22% y 30% de las especies en el planeta; y si, en el peor de los casos, llega a un máximo de 3 y 4 grados, entonces la cantidad podría ascender a entre 38% y 52% de la pérdida de especies.

      Lo que acontece supera toda expectativa, pues lo que está en juego ya no es la posibilidad de la extinción de una especie, sino tal total debacle de toda la scala naturae.

       1875

      Desde la creencia, errónea, de Melville, la idea de la cornucopia inagotable no se explica tan bien en ningún otro espacio como en los océanos, sobre todo a partir de las exploraciones marítimas que comenzaron con los viajes de Cristóbal Colón y luego en el Pacífico, es decir cuando el comercio global, principalmente entre Europa y Asia, pasó de ser terrestre por medio de la Ruta de la Seda a ser eminentemente marítimo. Muchos marineros como Melville, de hecho, tenían la creencia de que el agotamiento de ballenas en una zona simplemente las expulsaba hacia otra y por tanto la exploración de nuevas aguas se hizo imperante. Los océanos así se convirtieron en la principal plataforma de desarrollo capitalista porque, en la medida que se navegaban, se ensancharon las fronteras de recursos naturales y de mercado; y esto no ha cambiado: la introducción del transporte de contenedores a fines de la década de 1960 revolucionó el transporte y comercio marítimo, y ahora representa más del 80% del volumen del comercio mundial y más del 70% de su valor. Lewis y Maslin, en su celebrado artículo «Defining the Anthropocene», aseveran que la navegación de los océanos contribuyó a la expansión del imperialismo tanto biológico como político de Europa: «El movimiento transcontinental de docenas de otras especies alimenticias (como el frijol común al Nuevo Mundo), animales domesticados (como el caballo, la vaca, la cabra y el cerdo, a América) y los comensales humanos (la rata negra, a América), más transferencias accidentales (muchas especies de lombrices de tierra, a América del Norte; visón americano, a Europa) contribuyeron a una reorganización rápida, continua y radical de la vida en la Tierra sin precedentes geológicos». Estos cambios radicales no sólo fueron de migración de especies, sino también de desaparición de algunos animales valiosos por su piel o aceite y, tristemente, también de personas. Por ejemplo, cuando la caza de focas comenzó en 1789, se llevó a la extinción a tres especies enteras —la foca de Nueva Zelanda, el león australiano y el elefante marino— en tan sólo treinta años; se calcula que tres cuartas partes de un millón de animales fueron desollados vivos para exportar sus pieles a las boutiques londinenses. Los humanos que vivían en las islas de ese hemisferio sufrieron un destino similar: en Tasmania, cuando los ingleses se establecieron ahí en 1803, la población de nativos era aproximadamente diez mil personas; para 1835, el censo contó apenas cien habitantes. Miles de ellos murieron incluso por las ropas que estaban obligados a vestir, pues la tela les producía alergias e infecciones con consecuencias letales; algunos se desangraban voluntariamente al no resistir los malestares. Otros simplemente se dejaban morir por nostalgia o melancolía cuando eran transportados a otro lugar como esclavos. Después de la Guerra Negra entre ingleses y nativos, considerada una de las primeras limpias étnicas, se ofrecían 5 libras por la cabeza de cada aborigen, hombre o mujer, y 2 libras por cada niño.

      La historia de los océanos en el Capitaloceno no es sólo una de exploración, aventura y maravilla tecnológica; es, también, la creación de un ecosistema en el que la distinción entre humano y animal se disipa cuando se trata de acumular riqueza. Al principio, los océanos eran grandes agujeros negros poblados de monstruos y vacuidad, pero de pronto fueron los contenedores y vehículos de la abundancia; gracias a ellos aconteció lo que el historiador ambiental Alfred W. Crosby llamó el «gran intercambio colombino». El jurista neerlandés Hugo Grocio —influencia determinante para el liberalismo clásico y del derecho internacionalista— escribió en su tratado Mare Liberum (1609) que todo mundo tenía derecho común sobre los océanos debido a su abundancia de riquezas: «Todo mundo admite que si muchas personas cazan en los bosques o pescan en los ríos, el bosque y los ríos se quedarían sin animales, pero esta contingencia es imposible en el caso del mar». Es por esto por lo que conviene detenerse un poco en la historia de los océanos para entender cómo pasaron a convertirse de una cornucopia a una amenaza con el cambio climático, tal vez la que más impactará vidas en este nuevo siglo debido al crecimiento de su inmensa masa: devorará ciudades enteras.

      Retomo las palabras de dos británicos porque su ansiedad ante el avance y enriquecimiento de otras naciones vecinas, gracias a la pesca y caza de ballenas para extraerles aceite, son síntoma de la urgencia que llevó a los europeos a usar las aguas oceánicas como pesquerías inagotables. El primero es un tal Henry Elking, autor de A View of Greenland Trade and Whale Fishery, publicado en 1722, y en el que se queja de cómo los neerlandeses, alemanes, franceses y españoles se estaban enriqueciendo gracias a la caza de ballenas y por ello urge a las autoridades británicas a autorizar viajes de caza en aguas septentrionales. Elking convenció a algunos emprendedores y se lanzó a los mares en 1724. En el curso de ocho años, comenta el historiador ambiental John F. Richards, Elking mató a ciento sesenta ballenas, pero resultaron insuficientes para obtener una plusvalía. El segundo británico es un columnista llamado Henry Schultes, quien también se queja en una pieza de 1823 de la lentitud de Inglaterra para entrar en la caza y pesca marítima, una oportunidad muy explotada por las naciones rivales antes mencionadas. Schultes escribió:

      Además de nuestro suelo productivo, los mares que nos rodean poseen una mina inagotable de riqueza —una cosecha madura en cualquier temporada del año— que no requiere labranza, semillas o estiércol, pago de renta o impuestos. Un acre de esos mares produce mucho más robusta, apetitosa y nutritiva comida que un acre de la tierra más rica; son campos que perpetuamente están listos para ser cosechados y sólo se necesita la voluntad del trabajador para levantar esa perenne cosecha dada a nosotros por la Providencia divina […] La mina que debemos explotar es en realidad inagotable; una somera inspección será suficiente para satisfacer a cualquier escéptico.

      Este tipo de ideas tenían buena referencia, ya que los rumores de una inexplicable abundancia de peces en los mares occidentales, anota Callum Roberts en The Unnatural History of the Sea, se remontan


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