El capitaloceno. Francisco Serratos

El capitaloceno - Francisco Serratos


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americanas del norte: las ballenas y las morsas eran apetitosas presas para los pescadores por su aceite. Los vascos, pioneros en esta cacería, mataron entre veinte mil y treinta mil ballenas en los que van de 1530 a 1620, y entre los años de1661 y 1719, tan sólo los balleneros neerlandeses y alemanes, la cifra alcanzó casi las cincuenta mil ballenas, las cuales desaparecieron de las costas de Terranova hasta Nueva Inglaterra. Entonces dirigieron su atención hacia las morsas y, cuando estas fueron forzadas a mudarse de islas que por miles de años habían ocupado, se enfocaron en las focas: en 1795, en Terranova, se mataron trescientas cincuenta de ellas en tan solo una semana.

      La abundancia del bacalao bajó considerablemente los precios al grado de que cualquier trabajador urbano, por muy pobre que fuera, podía cenar un pescado. Richards pone el ejemplo de España: en la región de Andalucía, entre 1601 y 1650 cuando ya la caza comercial estaba muy bien establecida, un trabajador promedio ganaba aproximadamente ciento cincuenta maravedís por día, por lo que el precio de 100 gr de bacalao salado sólo le costaba 2.7% de ese salario. No hay que olvidar que el primer alimento que come don Quijote de la Mancha es bacalao: después de una jornada estéril, en una venta mugrienta que «se le representó que era un castillo», lo único que tiene de comida el ventero es «una porción del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas». Tan barato era, comenta Richards, que lo mismo aplica para el resto de Europa sobre todo a partir del siglo XVIII, de 1701 a 1789, cuando las flotas británicas y francesas transportaban hasta 41 toneladas métricas de bacalao anualmente. Para antes del fin de ese siglo, la producción aumentó a más de 54 mil toneladas métricas. Y, a pesar de que las toneladas aumentaron conforme las décadas y siglos pasaron, en realidad la tecnología limitaba el agotamiento de las zonas pesqueras, es decir, se mantenía más o menos, en algunos mares menos que más, un equilibrio. La verdadera revolución pesquera que comenzó a derrumbar aquel endeble equilibrio ocurrió con la llegada de la pesca de arrastre: grandes redes son acarreadas en los fondos marinos por uno o dos barcos y su efecto, aunque efectivo, es devastador para los ecosistemas marinos ya que no discriminan entre presas deseadas y otras formas de vida. El primer registro de este tipo de pesca es del lejano año 1376 y ya desde entonces había quejas sobre sus consecuencias, como nos recuerda Roberts: llegó una petición al rey Edward III para que prohibiera la actividad pues, según el documento, «los grandes y largos fierros de la red avanzan pesada y lentamente en el subsuelo y destruyen las flores, la hueva de las ostras, la concha de los mejillones y otros peces pequeños que sirven de alimento a peces más grandes. Con este instrumento los pescadores sacan tal cantidad de peces pequeños que ni siquiera saben qué hacer con ellos, algunos se lo dan a los puercos para que engorden, cometiendo con todo esto un gran daño a la comunidad del reino y las zonas pesqueras».

      Las quejas se multiplicaron por todo Europa y, de hecho, es gracias a esas peticiones enviadas a la autoridad que se conocen las fechas de su uso: a cualquier cuerpo de agua que llegaba la pesca de arrastre, le seguía una estela de destrucción y consecuentemente de oposición. Sin embargo, debido a la eficacia de tan tóxica técnica, poco a poco su uso se fue normalizando y para el siglo XIX era la pesca más practicada en el Mar del Norte y en Terranova. No es coincidencia: para 1850, advierte Fagan, la pesca de bacalao se había desplomado drásticamente. En este siglo la tecnología mejora considerablemente no sólo en redes sino también en barcos especialmente diseñados para arrastrar grandes redes y a velocidades increíbles. El famoso barco pesquero de Brixham, en el condado de Devon, fue una de las joyas de la época; su modelo, de velas altas y diseño esbelto, sería copiado en todos los puertos británicos. Más tarde, en 1875, el barco pesquero impulsado por vapor sellaría para siempre el destino de los mares en el mundo: los pesqueros de arrastre ya no dependerían de la fuerza y orientación de las olas y el viento para dirigir sus redes, ahora la dirección era casi ilimitada gracias a la propulsión del carbón. «La adopción de la pesca de arrastre causó la más grande transformación de los hábitats marinos, antes y después», y Roberts agrega: «el poder del barco para escarbar en el fondo del mar se incrementó con el vapor: con cadenas de hierro, cables metálicos y la potencia del motor los barcos fueron capaces de arrastrar rocas en el subsuelo y con ello aplastar, pulverizar, arruinar el tejido de la vida al desprender el lodo y el sedimento subterráneo». La pesca incrementó: de 1889 a 1898, pasó de 173 mil toneladas métricas a 231 mil y con esto el rápido agotamiento de los bancos pesqueros, lo que implicó la expansión de las fronteras marítimas. Es en este periodo que surge en inglés una palabra ahora muy común: overfish (sobrepesca). Los biólogos marinos Ray y Ulrike Hilborn indican que fue usada por primera vez en 1877 en un artículo de la revista Nature firmado por el científico Sir Norman Lockyer.

      Pero todo este relato de abundancia, sobrepesca, extinción y tecnología marítima apenas es el prólogo de lo peor porque el barco de vapor fue sólo la calca de una máquina mucho más poderosa: el motor de combustión interna. A finales del siglo XIX, los destilados del petróleo comenzaron a popularizarse: el queroseno reemplazó el aceite de ballena y el diésel y la gasolina comenzaron a ser usados en la nueva generación de motores. El impacto en la pesca fue inmediato, señala Fagan, porque los compartimentos donde se guardaba carbón fueron usados ahora para la carga de pescado, lo que incrementó hasta un 40% la capacidad pesquera, y para la integración de refrigeradores e infraestructura para procesar el pescado a bordo. El país que mejor sacó ventaja del motor de diésel fue Japón, una nación eminentemente pesquera y que hasta hoy día se ha negado a respetar tratados internacionales que prohíben la caza de ballenas. Los japoneses gozaron de autosuficiencia alimentaria por casi mil años, principalmente de sus dos fuentes de proteína, arroz y pescado, pero para inicios de siglo XX su población se desbordó al alcanzar los cincuenta millones: la demanda de mariscos se disparó y entonces Japón se vio obligada a entrar en el mercado internacional. Para 1914, dice Fagan, ya importaba más pescado que el Reino Unido y poco antes de la Segunda Guerra la flota japonesa pescaba el doble que la estadounidense; en esta década, construyeron el mercado de mariscos más grande del mundo, el Tsukiji.

      Desde entonces, el país nipón ha sido uno de los principales consumidores de mariscos y por ello representó un problema para las ideas maltusianas de países occidentales, principalmente Estados Unidos. El crecimiento de la población japonesa dio otro gran salto en la segunda mitad del siglo XX —arriba de cien millones para 1970— y la imperiosa necesidad de pescar industrialmente impulsó sus barcos a casi todo el Pacífico. Japón incrementó en menos de cincuenta años su producción pesquera de manera tan acelerada que, de acuerdo con las bitácoras de los barcos pesqueros que van de 1950 al año 2000, en el Mar Índico y en el Atlántico la población de depredadores disminuyó 50%, mientras que en el Pacífico 25%. No sorprende que las mayores empresas de mariscos son niponas; entre ellas se cuentan Maraha Nichiro, con presencia en sesenta y cinco países, Nipón Suisan Kaisha y Kyokuyo, que operan en treinta y dos y quince países respectivamente. Ante tal expansionismo no sólo de Japón sino también de otras industrias pesqueras, en 1970 las naciones, para proteger sus recursos marítimos, demarcaron sus costas en 200 millas náuticas —370 kilómetros—. La medida no fue en vano: en los años de 1970, dice Roberts, las grandes pesquerías europeas y de otros lares, como la costa de Perú, que en ese momento era el banco más grande de anchoveta, estaban casi completamente colapsadas.

      De hecho, fue gracias a esta escasez que Perú experimentó con nuevas técnicas de reproducción y pesca, lo que Cushman llama la «Revolución Azul», que consistió en el surgimiento de la acuicultura, es decir una serie de medidas tecnológicas para incrementar la producción, en el caso peruano, de sardina y anchoveta —al grado de ser el mayor productor global— aun a costa del perecimiento de las aves costeras cuya desaparición amenazaba la otra mercancía de exportación peruana: el guano. Gracias a la acuicultura y la exploración de aguas cada vez más lejanas de las costas, la demanda de proteína marina incrementó como nunca; según el estudio titulado «The Blue Acceleration: The Trajectory of Human Expansion into the Ocean», los mariscos son la industria que más creció desde 1960. Estudiosos como Conner Bailey y Nhuong Eran dicen que entre 1950 y 2016 la oferta per cápita se triplicó de 6 kilos a 20.3 kilos anuales, más que la de puerco, pollo o res, y su comercio internacional es también el que más ha crecido con 60 millones de toneladas métricas —MTM— en comparación con 25 MTM de las otras carnes. La captura de peces en alta mar alcanzó su punto máximo en la década


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