Mercado teatral y cadena de valor. Raúl Santiago Algán

Mercado teatral y cadena de valor - Raúl Santiago Algán


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sociocultural en el que vivimos, los investigadores coinciden en reconocer un quiebre en la cosmovisión del mundo occidental durante la primera mitad del siglo XX. Como sostiene Díaz (2005): “Se llame modernidad líquida, posmodernidad, era digital o posindustrial, capitalismo tardío o de cualquier otra manera, el nombre no hace al fenómeno” (p. 11). Es decir que podemos comprender una cosmovisión del hombre y su relación con el mundo hasta la mitad del siglo XX, un quiebre filosófico de esa visión y el advenimiento de una cosmovisión nueva cuando concluye la Segunda Guerra Mundial. Para comprender cómo esta variación dio lugar al nacimiento de la gestión cultural y a la profesionalización de la producción escénica se torna necesario describir ese proceso de cambio.

      El término modernidad, como nos interesa desarrollarlo, no debe confundirse con “lo moderno”. Esto último tiene una interpretación más histórica que cultural. Lo moderno, según la descripción de Díaz (2005), “remite al siglo V de nuestra era y significa ‘actual’. En aquel momento, los cristianos eran modernos respecto de los paganos. Estos eran considerados antiguos” (p. 15). La modernidad, por su parte, se ha construido sobre las bases de aquello que Habermas (2006) llama El proyecto de la Ilustración, consistente en “desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna” (p. 28). Entonces, durante la modernidad, que en términos generales comienza con el Renacimiento y concluye con la Segunda Guerra Mundial, tenemos una visión de la cultura condicionada por la ilustración y la ciencia.

      Esta fase artística del proyecto moderno entra en crisis con el cambio de siglo y serán las vanguardias históricas las responsables de materializar ese quiebre mostrándose en contra del factor clave de producción durante la Revolución Industrial: el tiempo. Así,

      La modernidad estética se caracteriza por actitudes que encuentran un centro común en una conciencia cambiada del tiempo. La conciencia del tiempo se expresa mediante metáforas de la vanguardia, la cual se considera como invasora de un territorio desconocido, exponiéndose a los peligros de encuentros súbitos y desconcertantes, y conquistando un futuro todavía no ocupado (Habermas, 2006, p. 21).

      De todas, la vanguardia del surrealismo es la que más erosiona la idea de progreso iluminista, debido a que fue la última en surgir (y por lo tanto, la que condensa las innovaciones de las anteriores) y la más impactante política y socialmente. Pero las vanguardias no logran interpelar a la cultura popular y su discurso se queda en el ámbito académico y snob, siendo muchas veces criticado por incomprensible y rebuscado.

      Las vanguardias reivindicaban un arte autónomo del poder político, es decir, un arte no funcional. Esa autonomía debía ser respecto de las instituciones que legitimaban el arte como una obra estética dirigida a la burguesía y a los círculos de poder. Puntualmente, las vanguardias históricas se pronuncian “contra la institución arte, entendida como el conjunto de agentes e instituciones que determinan qué es el arte y qué debe ser” (Dubatti, 2009, p. 171).

      Aun así, las vanguardias se proyectan no solo contra la institución como legitimación de un determinado artista u obra, sino además contra el mismo sentido burgués del arte. En esta línea, Valéry (1990) ha definido el arte como “la calidad de la manera de hacer (cualquiera sea el objeto), que supone la desigualdad de los modos de operación, y por lo tanto de los resultados” (p. 192). Nótese que en esta definición no hay ninguna dimensión política o social atribuible al arte. Pues bien, es contra esta noción dominante (burguesa) que se enfrentarán las vanguardias históricas cuestionando la modernidad filosófica y sus presupuestos iluministas. Queda así puntualizada la estrecha relación entre arte y sociedad que perseguían los surrealistas en oposición al “arte por el arte”.

      En resumen, durante este período que denominamos modernidad, “la cultura se asemejaba ahora a un mecanismo homeostático: una suerte de giroscopio que protegía al Estado nación de los vientos de cambio y de las contracorrientes, (…) mantenía el barco en su rumbo correcto” (Bauman, 2013, p. 16). El autor utiliza la definición en pasado porque el propósito de la cultura en la modernidad era ese: ser un factor de asimilación y no de crítica hacia el statu quo. Producto de la aparición de las vanguardias históricas, esa función se verá erosionada.

      Pero ¿cómo llegamos al punto de quiebre que dará lugar al nacimiento de esta nueva cosmovisión? Será después de atravesar las tres heridas narcisistas de la humanidad descriptas por Freud y recuperadas por Díaz (2005):

      La primera fue saber que no somos el centro del universo; la segunda, que no fuimos creados a imagen y semejanza de la divinidad; la tercera, que no actuamos guiados únicamente por la conciencia. La herida actual se produce al comprobar que la historia no dispone para nosotros ni emancipación, ni igualdad, ni sabiduría (p. 34).

      Entonces, el paso de la modernidad a esta nueva cosmovisión supone un cimbronazo muy fuerte para las instituciones, y la cultura, como campo simbólico, no permanece ajena. De hecho, la vieja dicotomía alta cultura–cultura popular empieza a ser cuestionada. Como sostiene Jameson (2006): “Se difuminan algunos límites o separaciones clave, sobre todo la erosión de la vieja distinción entre cultura superior y la llamada cultura popular o de masas” (p. 166). Y es en medio de este clima de época que aparece la gestión cultural como ámbito de pertinencia resultante entre los límites de la economía cultural y la sociología de la cultura. La revisión surge desde una parte de la academia, pero desde el mercado también, porque esta acción está imbuida en el macroproceso que ya mencionamos y “este es, quizá, el aspecto más perturbador desde un punto de vista académico, el cual tradicionalmente ha tenido intereses creados en la preservación de un ámbito de la alta cultura contra el medio circundante de gusto prosaico” (Jameson, 2006, p. 166).

      Dependiendo del autor, como hemos dicho antes, este nuevo período cultural puede recibir diferentes nombres. Definirlo es una tarea que nos excede, pero valga decir que:

      Simplificando al máximo, se tiene por posmoderna la incredulidad con respecto a los metarrelatos. (…) Al desuso del dispositivo metanarrativo de legitimación


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