Mercado teatral y cadena de valor. Raúl Santiago Algán

Mercado teatral y cadena de valor - Raúl Santiago Algán


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esta visión, Dingemans (2011) sostiene que “el surgimiento del posmodernismo ha incentivado el boom de los estudios culturales, los que han penetrado a casi todas las ciencias sociales” (p. 182). El autor confirma así el llamado de atención que Habermas (2006) y Bauman (2013) hacen sobre el quiebre cultural que estamos describiendo. En esta grieta germinan, con mayor nitidez durante los años sesenta, las nuevas visiones sobre la cultura y el arte.

      Entonces nos encontramos con que la producción escénica se inserta en un mundo donde la cultura ha perdido su función legitimadora (vinculada a la modernidad), para ser entendida como un bien de consumo en un mundo desconceptualizado (vinculado a la posmodernidad). Por ello, creemos que la cultura debe ser abordada desde un lenguaje propio, con conceptos e ideas comunes que los agentes del campo intelectual se formulen mutuamente. La gestión cultural como objeto de estudio está haciendo el mismo camino que en otro momento hiciera la politología. A mediados de la década del veinte, las ciencias políticas eran un conjunto de lenguajes que servían para abordar un objeto de estudio que aún no había sido delimitado. Luego se convertirían en una única ciencia. En ese mismo sentido, nos interesa posicionar nuestra propuesta analítica para que la gestión cultural, al igual que la ciencia política, logre generar un discurso propio que la fortalezca.

      Para poder entender cómo las artes escénicas en su conjunto y el teatro como dispositivo de contención operan en nuestro país, describiremos previamente los dos enfoques que existen sobre la cultura.

      1.1. El enfoque antropológico

      Si bien el concepto cultura ha sido ampliamente desarrollado por vertientes que van de lo micro a lo macro, posturas antropológicas o sociológicas, es necesario definirlo para entender cómo funciona en el marco de este análisis. Esas visiones han sido condensadas por Throsby (2001): “(…) la palabra cultura es [utilizada] en un amplio marco antropológico o sociológico para describir un conjunto de actitudes, creencias, convenciones, costumbres, valores y prácticas comunes o compartidas por cualquier grupo” (p. 18). Como podemos observar, ese conjunto de atributos compartidos por un grupo humano lo dota de una identidad en la que se reconoce un imaginario social común. Así, es correcto hablar de una cultura argentina, española o italiana, pero también de una cultura judía, empresarial o juvenil. Pertenecer a una comunidad implica compartir el entramado simbólico y cultural que se materializa en las relaciones sociales y que da lugar a esto que llamamos identidad.

      En función de lo anterior, el enfoque antropológico de la cultura es importante porque del mismo abreva la definición que la Unesco ha establecido en su Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales:

      La cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo (Unesco, 1982).

      Entendemos entonces que esta visión es el punto de partida de los gobiernos al momento de planificar de cara a la proyección cultural exterior y a su participación en programas estables de cooperación cultural internacional. Para Bourdieu (1996), que desarrolla el concepto cultura de modo transversal en toda su producción científica, será en las acciones individuales donde el concepto se materializa. Así, “el buen jugador, que es en cierto modo el juego hecho hombre, hace en cada instante lo que hay que hacer, lo que demanda y exige el juego. Esto supone una invención permanente, indispensable para adaptarse a situaciones indefinidamente variadas” (p. 70). Con esas palabras, el autor describe la estrategia que los individuos desarrollan en el ámbito del campo social. Esa estrategia define una postura frente a la sociedad que, en la relectura que él hace de Durkheim, plantea una relación dicotómica entre sujeto y objeto, comúnmente llamada constructivismo estructuralista.

      Por estructuralismo entiende que, en el mundo social, y no solamente en los sistemas simbólicos o de lenguaje, existen estructuras de carácter objetivo e independientes de la conciencia y la voluntad de los sujetos (…). La palabra constructivismo quiere significar que los esquemas de percepción, de pensamiento y de acción (los habitus) poseen una génesis, no son el producto de la naturaleza sino de un momento histórico social preciso (…) (Tovillas, 2010, p. 48).

      La teoría de Bourdieu no solo ha sido bisagra en lo referente a cultura y sociedad, sino que también ha implicado una mutación conceptual al entender al ser humano como agente de cambio de la realidad social. Por eso el hombre tiene mayor relevancia que la estructura, porque de él depende su forma y dinámica.

      Así, vemos que la cultura como concepto se presenta generada por las acciones del hombre en sociedad, construyendo en conjunto una identidad y un imaginario social. El teatro cumple en este entramado una suerte de función integradora de las personas a la sociedad, puesto que “es esta la condición homeostática del teatro como herramienta de la cultura” (Algán, 2015, p. 76). El gobierno que entiende así la cultura se hace de una herramienta de desarrollo local lo suficientemente poderosa como para cimentar sus políticas de Estado.

      1.2. El enfoque económico

      Este enfoque, cuya piedra fundamental es puesta por Baumol y Bowen en 1966 a partir de un informe sobre el que hablaremos más adelante, es constitutivo de la gestión cultural contemporánea. La gestión en sí misma presupone la administración de recursos que, en el caso de la cultura, son específicos. Es en esta especificidad donde se encuentra una tensión que no siempre se resuelve de un modo armónico. La economía es la administración de la escasez, pero esa escasez, en términos culturales, no es la misma que en el resto de los sectores de la economía.

      Es decir que buscamos abordar la cultura valiéndonos de un discurso economicista como herramienta, pero entendiendo que el objeto de estudio a analizar tiene entidad propia. La idea de valor, de raigambre económica, funciona para nosotros desde una óptica estrictamente cultural. Como sostiene Throsby (2001):

      Las dimensiones del valor cultural y los métodos que se podrían utilizar para evaluarlo son cuestiones que se deben originar en su discurso cultural, aun cuando en algún momento fuese posible tomar prestados modos de pensamiento económicos como forma de establecer modelos adecuados (p. 41).

      Nótese que estamos hablando de integrar la economía al estudio de la cultura sin entender esta última como un campo pasivo que recibe explicaciones foráneas, sino como un espacio dinámico que genera constantemente nuevas formas y modos de producción. En este sentido, el aporte de Throsby (2001) ha sido considerado una suerte de resumen de propuestas aisladas previas que pueden reunirse bajo el rótulo de economía de la cultura. Pero estas ideas presentan ciertas dificultades debido a que la denominada economía de la cultura “resulta muchas veces inspirada en modelos econométricos de corte marginalista, con énfasis en la toma de decisiones individuales sobre la asignación de recursos y tiempos, en la relación costos beneficios y en el impacto económico” (Bayardo, 2017). De esta manera, podemos ver cómo la disciplina se impone sobre su objeto de estudio con conceptos preelaborados.

      Observamos entonces que históricamente la relación entre economía y cultura ha discurrido entre la


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